—No tiene nada que agradecerme, señorita. Lamento no haber estado allí un minuto antes para evitar que sucediera. Sin embargo, permítame decirle que el agente de la
mutawa
que la golpeó ya ha sido relegado de su puesto.
El tiempo pasado y la turbadora sensación de ese momento le habían suavizado el corazón, y, por más que intentó alegrarse con la noticia, no halló la rabia ni el odio de antes.
—Créame, alteza, lamento que ese hombre haya perdido su trabajo. Estoy segura de que sólo cumplía con su deber. Como ya admití una vez, lo repito ahora: fui una imprudente al salir con una
abaaya
que no me cubría por completo las piernas.
—La creo —aseguró Kamal—. No obstante, estoy convencido de que el agente debió comportarse con más cautela antes de proceder. Si la hubiese interrogado, usted habría tenido oportunidad de explicarle que era extranjera. Eso la habría eximido del castigo.
—¿Quiere decir que, si se hubiese tratado de una mujer árabe, el golpe habría sido justo?
—Las mujeres de mi pueblo conocen sus deberes. Me resulta imposible pensar que una de ellas hubiese cometido la imprudencia de salir mal cubierta.
Francesca se contuvo de replicar, Kamal Al-Saud ya había soportado con estoicismo y buena educación demasiadas impertinencias de su parte; callaría y se tragaría la sarta de argumentos que le habría dicho sin reflexionar.
—Sí, claro —aceptó complaciente.
Kamal lanzó una corta carcajada.
—Sé muy bien que piensa que lo que acabo de decir es una estupidez. Pero le agradezco la tregua: en verdad, esta noche no tengo ganas de litigar con usted, sino de pasar un momento agradable.
Se puso roja como la grana, vulnerable nuevamente ante la destreza y seguridad de ese hombre. Le sonrió sin tapujos después de ese instante de ofuscación, convencida de que cualquier argumento, por falso, resultaría inútil y volvería a colocarla en el papel de una chiquilla inmadura.
—Su sonrisa es hermosa —dijo Kamal, repentinamente serio, y enseguida, preguntó—: ¿Bailaría conmigo el resto de la noche?
Francesca se reprochó haber recurrido a la excusa del pie con Jacques Méchin; en ese momento, y aunque hubiese estado enyesada, habría aceptado bailar con Al-Saud.
—Lo lamento, alteza, pero el doctor Al-Zaki me dijo ayer que aún debía manejarme con cuidado y evitar esforzar el pie.
Kamal frunció el entrecejo, y Francesca temió haberlo contrariado con su negativa. La agotaba conversar con ese hombre.
—Entonces —habló Kamal—, no debería estar tanto tiempo de pie. Vamos al jardín y sentémonos en ese banco.
La tomó del brazo y la ayudó a descender las escalinatas de la terraza. Francesca se sentía ridícula: en realidad, habría podido correr escaleras abajo sin problemas; en cambio, debía fingir cierto malestar en el tobillo para justificar tanta caballerosidad por parte del príncipe. La tomaba y la guiaba con suavidad y premura como si en cualquier momento fuese a romperse en mil pedazos. Le gustaba sentirlo cerca; su cuerpo fuerte y viril le rozaba la espalda y un escalofrío le recorría la columna vertebral. Habría podido caminar junto a él durante horas, sin cansarse ni aburrirse, consciente sólo de su contacto, embargada por el aroma del tabaco y el de su perfume almizcleño.
Le surgieron dudas, después de todo, ¿qué sabía de Al-Saud? Que se trataba de un príncipe, íntimo amigo de su jefe, que viajaba a menudo y que se había educado en los mejores colegios y universidades europeos. ¿Cuántas esposas tendría? Sabía que una se llamaba Fátima. Se había operado una inflexión en el tono de su voz cuando se refirió a ella el día del percance en el zoco; había sonreído y cambiado el gesto adusto por uno dulce y complaciente que no le conocía. Debía de amarla mucho. Se sentaron. Francesca se había desanimado por completo.
—Esta mañana —empezó Kamal, una vez sentados—, apenas regresé de Kuwait, visité al doctor Al-Zaki. Me dijo que su pie se encontraba en perfectas condiciones y que no quedaría ninguna secuela que lamentar.
—Con usted ha sido más flexible que conmigo. Aún me obliga a usar la venda y a hacerme fricciones todas las noches. ¿Hay algún enfermo en su familia? Me refiero, como estuvo con el doctor esta mañana.
—No, ningún enfermo; por voluntad de Alá, todos gozan de excelente salud. Visité al doctor Al-Zaki para preguntarle por usted. Quería asegurarme de que todo marcha bien.
—Ah.
De todos modos no debía ilusionarse: Al-Saud, movido por la culpa y la amistad con Dubois, se preocupaba como lo habría hecho cualquier persona educada y diplomática.
—No tuve oportunidad de agradecerle el ramo de camelias que me envió —dijo, con inseguridad—. A pesar de que había oído hablar acerca de esas flores, nunca había tenido una entre mis manos. Es la flor más perfecta y hermosa que haya visto.
—Quise que fueran camelias —habló Al-Saud— porque me recuerdan a la blancura de su piel. —Le tomó la mano y se la contempló sin premura ni ansiedad—. Mi piel parece más oscura en contraste con la suya —dijo por fin, y la soltó suavemente—. Apuesto a que nunca vio una luna como ésta —añadió repentinamente animado.
—En Arabia, la luna parece estar más cerca de la Tierra —admitió Francesca.
—Es muy importante para nosotros, los beduinos. Su luz nos guía en el desierto.
—¿Por qué cada vez que habla de los beduinos, alteza, lo hace en primera persona?
—Porque yo soy un beduino, mi padre lo era, al igual que mi abuelo y toda mi ascendencia. Durante siglos, hemos vivido en el desierto y lo conocemos como nadie. Nosotros aceptamos sus inclemencias y aprendimos a convivir con ellas. Durante mucho tiempo el desierto nos sirvió de muralla natural para evitar a nuestros invasores y lo respetamos, casi le diría, lo idolatramos por eso.
—De todas formas, ya no es un beduino en el estricto sentido de la palabra; me refiero, usted no es nómada y no vive en tiendas.
—En algunas épocas del año, sí, vivo en tiendas y vago por el desierto. —Kamal rió ante la expresión de Francesca—. No puede creer que a mitad del siglo XX aún exista esa forma de vida tan antigua e incivilizada, ¿verdad?
—Si debo ser sincera, me cuesta creerlo.
—De todos modos, ser beduino es mucho más que vivir en carpas y deambular por el desierto. Los beduinos somos personas que debemos lidiar con la zona más hostil del planeta; aprendemos a sobrevivir a sus sequías, a sus vientos y a sus incontables peligros. ¿Sabía que el desierto de Rub Al-Khali es el más inhóspito de la Tierra? Ocupa la región sudeste de mi país. Nadie se aventura en él, sólo nosotros y lo hacemos con mucho respeto, sin sobrepasar los límites que nos impone. El beduino es valiente por naturaleza, debe serlo, si no perece; y sabio también, pues, a diferencia de los occidentales, venera y entiende a la Naturaleza, no encuentra en ella a un enemigo al cual hay que vencer y doblegar. Y pese a la hostilidad de la que es objeto, defiende su tierra porque es lo único que Alá le dio, además de los caballos.
Hablaba con pasión, aunque sin levantar el tono de voz, ni gesticular ni sacudir las manos. Lo hacía con firmeza y convencimiento, desprovisto de vanas vehemencias y fanatismos. La conmovía escucharlo, era difícil sustraerse a su energía y ardor; inexplicablemente, la enorgullecían. Lo admiraba por profesar tanto amor por su tierra, por conocerla cabalmente y por preferirla a pesar de haber vivido en los lugares más hermosos de Europa. Cayó en la cuenta de que ella no sentía ese apego por Córdoba, ni por Sicilia, de la que su madre le hablaba tanto. Sólo en Fredo había encontrado pasión similar cuando le platicaba acerca del Valle d'Aosta y de la Villa Visconti.
—Lo admiro —confesó Francesca.
—¿Por qué? —se sorprendió Al-Saud.
—Por amar tanto a su país y a su gente. Yo no experimento esa pasión por nada, y, al compararme con usted, siento que he perdido el tiempo con estupideces, que no he concentrado mis fuerzas en nada especial.
—No voy a creerle —replicó Kamal—. Una mujer como usted difícilmente se ha concentrado en estupideces. ¿Qué hay con su familia? ¿Acaso no siente gran afecto por ellos? Me di cuenta de que adora al caballo de la fotografía, se le iluminaron los ojos cuando hablamos de él aquel día.
—Sí, es cierto, Rex es especial para mí.
—Lo echa de menos, ¿verdad?
—Sí, lo extraño muchísimo. Pero en la vida no siempre podemos tener todo lo que deseamos.
—Eso no es cierto —aseveró Al-Saud—. Podemos tener todo lo que deseamos, si lo deseamos de corazón, sin atisbo de dudas, ni prejuicios.
—Y si no somos cobardes —completó Francesca, con abatimiento.
—Usted no tiene una gota de cobarde. Eso es algo que me dicen sus ojos.
Kamal tomó un cigarrillo y, al fruncir el gesto para encenderlo, Francesca pensó que se trataba del hombre más apuesto que había conocido. Su hombría la perturbaba. Se encontraban tan cerca uno del otro que podía escuchar su respiración acompasada y apreciar con más detenimiento la hermosura de sus facciones, en especial la tersura de su piel y la belleza de sus ojos verdes, oscurecidos por la noche.
Escucharon pasos sobre el pavimento y se dieron la vuelta. Surgió una túnica blanca de entre las penumbras, que se aproximó sin prisa, escoltada por otras dos, que detuvieron el avance a distancia prudente. Kamal se puso de pie y se dirigió en árabe al inoportuno. Bajo el tocado, Francesca distinguió a un hombre de no más de cincuenta años, más bajo que Al-Saud y con incipiente panza. No le gustó la manera en que le clavaba la vista ni la sonrisa artera que le otorgaba un aspecto ordinario y lascivo.
—Señorita De Gecco —dijo Kamal—, le presento a mi hermano, el rey Saud Al-Saud.
Tras un instante de estupor, Francesca dijo que se trataba de un honor e hizo una reverencia
—Señorita De Gecco —repitió Saud—, la famosa secretaria de Mauricio.
—¿Famosa, majestad? —se extrañó Francesca.
—Supe lo de su lamentable encuentro con la
mutawa
en el zoco —aclaró el rey, evidenciando que nada que ocurriese en su reino le era ajeno.
Se sonrojó y bajó la vista, mientras farfullaba una disculpa. Kamal tomó la palabra y se dirigió a su hermano en árabe, usaba un tono frío y había endurecido el semblante. No le resultó difícil a Francesca comprender que la relación entre ellos no se desarrollaba en buenos términos. Saud también lo miraba con animosidad y, cada tanto, lanzaba cortas carcajadas forzadas, como menospreciando lo que Kamal decía.
—Me despido, señorita-dijo Saud, y ejecutó el saludo oriental.
—Ha sido un placer, majestad.
—El placer ha sido mío, se lo aseguro. Como de costumbre, mi hermano tiene el mejor gusto para elegir la compañía.
El rey volvió a la fiesta con sus guardaespaldas custodiándolo de cerca. Allí se despidió del embajador francés y demás invitados.
—Debe de ser un gran honor para el embajador francés que el rey de Arabia haya concurrido a su fiesta —comentó Francesca, muy sorprendida.
—Sí, un gran honor —masculló Kamal, y no mencionó los favores políticos y económicos que Saud pensaba mendigar al gobierno francés para salvar la crisis—. Volvamos a la fiesta —dijo, a continuación.
El resto de la velada, Al-Saud se mantuvo frío y distante; volvió a bailar con Valerie y conversó con un grupo de árabes. No la miró ni le dirigió la palabra y, al cabo de una hora, se marchó con su amigo Ahmed Yamani sin saludarla.
El rey Saud subió al Rolls Royce que lo aguardaba a la entrada de la embajada de Francia y ordenó al chófer que lo condujera a su casa. Tariki, el ministro más importante de su gobierno, se encontraba sentado a su lado y lo miraba de reojo. Le conocía ese gesto de profundo disgusto.
—Te has topado con Kamal, ¿verdad? —sugirió el ministro.
—No me topé —aclaró Saud—, lo busqué adrede. Estaba con la secretaria de Dubois, ésa de la que nos habló Malik.
—¿La que tuvo el problema con la
mutawa
?
Saud asintió y no volvió a hablar. Se sumergió, en cambio, en una tormenta de planes e ideas que tenían una sola finalidad: quitar del medio a Kamal. Sabía a ciencia cierta que la familia le había pedido que se hiciera cargo del gobierno, como en el 58, y sabía también que, si Kamal no había aceptado aún se debía únicamente a que exigía el control total y absoluto de los resortes más importantes del país. Si la situación adquiría ese tenor, la figura del rey pronto se convertiría en una marioneta, en una simple cuestión protocolar. De allí a que le solicitaran la dimisión bastaba un paso.
—¿Francesca De Gecco, no? —dijo repentinamente Saud.
—¿Cómo?
—Me refiero a la secretaria de Dubois. Se llama Francesca De Gecco, ¿verdad?
Tariki lo miró confundido; ya había olvidado a Kamal, a Dubois y a su secretaria, flanqueado, como estaba, por graves problemas. La próxima reunión de la OPEP y el objetivo de fijar cupos de producción petrolera le quitaban el sueño. Consciente de que se trataba de un fin ambicioso, aún tenía dudas sobre cómo abordarlo. La definición y aplicación de una fórmula equitativa que estableciese el precio del crudo constituía otro de sus desafíos, en estrecha relación con el anterior. Más allá de las dificultades de aquella empresa, se sentía eufórico: el respaldo total y absoluto del rey de Arabia, por un lado, y el del presidente de Venezuela por el otro, le brindaban la fuerza política que su proyecto requería. Y si bien no se confiaría plenamente, pues lo sabía aliado de Occidente, la puja que, con cautela, había iniciado el sha Reza Pahlevi en busca de un mejor resarcimiento, lo animaba a pensar que, en breve, se terminaría aliando con Arabia Saudí.
Y mientras él se preocupaba por todo esto, Saud le hablaba de la secretaria de Dubois. ¿Qué demonios tenía en la cabeza? La rivalidad con su hermano Kamal comenzaba a aburrirlo. En realidad, Tariki apreciaba al príncipe, a quien conocía de pequeño. Le gustaba charlar con él, pues conocía en profundidad cuestiones de orden mundial que Saud, más interesado en gastar la fortuna, no había siquiera escuchado mencionar. Pese a que sabía que Kamal se oponía al cártel petrolero, Tariki se hallaba convencido de que trabajar con él habría sido más fácil y llevadero. Existían ocasiones en las que el peso de las decisiones lo abrumaba y no había nadie con quien compartirlo. Saud se limitaba a firmar los documentos y decretos como lo hubiese hecho un ciego.
—Es una joven hermosísima-prosiguió Saud—. Su piel parece porcelana. Kamal se veía realmente interesado en ella.