La abrazó fervorosamente, y Francesca lanzó un gemido angustioso. Kamal se apartó y le tomó el rostro con ambas manos.
—Francesca, amor mío —susurró, cerca de sus labios—. Debes saber que para mí eres lo más importante, lo único que cuenta. Hace tiempo, cuando te vi aquella noche en la sede de Venezuela, pensé: «Quiero que ella sea mi mujer, la compañera de mi vida», y ahora, que te tengo aquí, que he llegado a conocerte, sé que aquella decisión fue la correcta. Te amo, Francesca —y le besó suavemente los labios—. Te amo tanto.
—Kamal.
—Te necesito esta noche —expresó él, y su acento suplicante la tomó por sorpresa—. Déjame hacerte el amor.
—Tengo miedo —admitió ella segundos después.
—¿Miedo? ¿Es que aún me temes?
—Le temo a no complacerte. Yo no sé nada.
—Francesca —musitó Kamal, y sonrió con benevolencia—. Yo voy a ser tu maestro. Sólo tienes que dejarte guiar. Lo demás vendrá solo. Vamos a mi habitación —indicó y, tomándola por la cintura, la condujo dentro. Cerró la puerta y encendió el velador.
Francesca miró a su alrededor con timidez. Se trataba de una habitación amplia donde destacaba la cama de grandes dimensiones; un grupo de sillones en torno a una mesa de café completaba el mobiliario. Una ventana, que miraba a la parte trasera de la finca, tenía los postigos corridos. Hacia allí caminó Francesca como en busca de una escapatoria. Apoyó las manos sobre el alféizar y sacó la cabeza para que el aire fresco le acariciara las mejillas. Sólo pasaron unos segundos hasta sentir los brazos de Kamal cerrarse en torno a su cintura. Él se había quitado los pantalones y ella sintió su erección contra los glúteos. Comenzó a respirar profunda y aceleradamente a causa del miedo.
Kamal le descorrió el cabello y la besó en la nuca; deslizó las manos por su escote y le acarició los senos. La escuchó gemir y pegarse a su pecho, y supo que controlar la pasión que lo dominaba no sería fácil. Le quitó la bata y le descorrió las cintillas de su camisón; ambas prendas cayeron al suelo. Francesca se encontraba completamente desnuda entre sus brazos. Le acarició los hombros y notó que su piel se erizaba. La obligó a darse la vuelta, pero ella se negó a mirarlo; se cubría los pechos con las manos y mantenía la vista obstinadamente hacia abajo. Él, en cambio, la contemplaba con adoración. El silencio era absoluto, sólo lo quebraban sonidos nocturnos ya convertidos en parte de la quietud y la respiración de Francesca. Kamal le apoyó la mano abierta sobre el pecho palpitante y la sintió trepidar.
—No tengas miedo —le dijo.
—Kamal, no estoy preparada. No es tiempo aún.
Al-Saud la acalló con un beso y, luego, sin apartar la boca de sus labios, le susurró:
—Quiero estar dentro de ti. No me rechaces. —Deprisa, agregó—: ¡Libérame de esta tortura, te lo suplico!
Francesca levantó la vista y le sostuvo la mirada. Sus ojos verdes y demandantes la hipnotizaron, y la confusión se desvaneció junto con el pudor, la vergüenza y los principios que por años creyó infranqueables. Un deseo que ya no quería sofocar se desparramó por su cuerpo y la volvió libre y atrevida. Se aferró a Kamal, y el contacto de sus cuerpos desnudos la hizo jadear. Él la cargó en brazos y la llevó a la cama. Allí, perturbado, le acarició las piernas con los labios, le besó las rodillas, los muslos suaves y bien formados, se adentró en su parte más recóndita, y su lengua la hizo gritar.
Ella no había sabido hasta ese instante que una mujer podía sentir de ese modo. Sus anteriores besos y caricias y el momento compartido en la playa habían presagiado lo que vivía en ese instante; sin embargo, nada de lo vivido previamente podía comparársele.
Francesca lo dejaba hacer, sin remilgos ni falsas aprensiones, plenamente dichosa, entregada por completo, amándolo. Entre gemidos, se reía de su propia desvergüenza. Hubo un momento de dolor, agudo y lacerante, en el que Kamal se detuvo y la besó y la acarició hasta que la puntada fue disolviéndose y ella se encontró lista para seguir. Entonces, Kamal la penetró profundamente, y el grito que Francesca reprimió al morderse los labios se hizo vivo en él. Por fin, cayó sobre ella, agotado.
—Alá te ha bendecido con el don de la pasión —jadeó Kamal— y yo soy el hombre más afortunado por poseerte.
Francesca permaneció quieta, la mirada fija en el cielo raso. Kamal la recogió entre sus brazos y la pegó a su cuerpo. Le preguntó si se sentía bien, pero ella apenas asintió, demasiado conmovida para hablar, dominada por esa sensación que aún le latía entre las piernas. Apoyó la cabeza sobre el pecho de Kamal y enseguida se concentró en los latidos de su corazón, vertiginosos en un principio, pero que, con el correr de los minutos, volvían a su ritmo habitual.
—¿En qué piensas? —quiso saber, al levantar la vista y descubrirlo tan concentrado.
—En la primera vez que te vi, en la fiesta de Venezuela.
Ella trató de recordar aquel evento, en vano. Pobres imágenes venían a su mente y, en general, tenían que ver con Marina.
—¿Sabe Mauricio que tú manejaste mi traslado a Riad?
—No.
—¿Cómo lo lograste? Me refiero a lo de mi traslado.
—Ah, Francesca, con dinero lo consigues casi todo.
—¿Volviste a verme después de la fiesta de la Independencia de Venezuela?
—En varias ocasiones regresé a Ginebra sólo para verte. Iba a los mismos cócteles, reuniones o conferencias que tu jefe, y ahí te encontraba. Mientras viajaba, me enviaban tus fotografías y un informe de tus actividades. Algunas veces me paraba frente a la puerta del edificio donde vivías y esperaba que salieras.
—Yo nunca reparé en ti.
—Nunca y, aunque una vez me viste, no me miraste.
—¿De veras? ¿Cuándo?
—El día del almuerzo con el gobierno cantonal de Ginebra. Yo estaba en la mesa contigua a la tuya; podía escucharte, mirarte de cerca y hasta oler tu perfume. Y habría matado al italiano que quería seducirte. Casi al final, te levantaste para ir al tocador y caminé tras de ti. Al salir, me llevaste por delante.
—¡Eras tú! ¡Si hasta recogiste mi bolso y me lo entregaste!
—Y por primera vez te toqué. Aquí —y le señaló en el brazo izquierdo.
Francesca se mantuvo silenciosa, tratando de comprender a Kamal, la magnitud de sus sentimientos y de sus pasiones. A veces, pensar en eso le daba miedo.
—¿Y por qué te fijaste en mí?
—Alá te ha hecho fascinante. Tú lo sabes.
—¿Me crees vanidosa, entonces?
—En absoluto. Pero sólo si fueras ciega no apreciarías tu propia belleza y atractivo.
—En realidad —habló Francesca con acento pícaro—, lo único que sé es que a ti nunca deben de haberte faltado mujeres hermosas. Mujeres mucho más fascinantes que yo, una simple secretaria de embajada.
—Tú no eres una simple secretaria de embajada —se molestó Kamal—. Tú eres mi mujer.
—Dímelo —insistió Francesca—, ¿qué fue lo que verdaderamente te sedujo de mí?
—Tu belleza fue lo primero que me atrajo. Luego, cuando te observé detenidamente, descubrí algo que me afectó profundamente.
—¿Qué? —se impacientó ella.
—La tristeza de tus ojos. —Francesca intentó apartarse, pero Kamal la acercó nuevamente a él—. ¡Por Alá que en mi vida había visto ojos que reflejaran tanto el alma de una persona! Dime, ¿qué preocupación te turbaba de esa manera?
—No quiero hablar de eso.
—«Eso» se llama Aldo Martínez Olazábal.
Francesca se incorporó con presteza.
—¿Cómo es que sabes de él?
—Lo sé todo acerca de ti, amor mío.
Francesca volvió a acostarse y evitó tocarlo. ¿Qué le disgustaba en realidad? ¿Aceptar que había amado a otro antes que a él o que Al-Saud supiera todo acerca de ella y ella nada acerca de él?
—¿Aún lo amas? —quiso saber Kamal, e intentó disimular los celos atroces que le endurecían la voz.
—Nunca lo amé; no como a ti.
Se colocó sobre ella y la contempló con ferocidad antes de hablar.
—Ahora tú y yo somos uno solo y jamás podrás separarte de mí.
—Te amo, Kamal Al-Saud, ¿por qué me hablas así?
—¿Dices que me amas?
—Sí.
—¡Júralo! ¡Por tu honor!
—Lo juro.
Francesca despertó confundida al volverse y descubrir a Kamal que oraba en dirección a La Meca envuelto en una sábana, la nitidez de lo vivido la obligó a suspirar. Se mantuvo silenciosa en la cama respetando la solemnidad del rito, prendada de los movimientos y del sonsonete de la voz de su amante. Escuchó al almuédano que, desde el alminar de una mezquita cercana, convocaba a los fieles a la plegaria de la mañana, el
fair.
«Dios es grande; no hay más Dios que Dios y Mahoma es su Profeta. Venid a orar». Muchas veces había escuchado esa llamada en Riad; entonces había pensado que aquello jamás le importaría, que nada tendría que ver con ella. En ese momento, contrario a todo cuanto había supuesto, el hombre al que acababa de entregarse oraba a su Dios con la devoción y el temor que sólo un árabe puede profesar.
Debían de ser alrededor de las cinco de la mañana. «¡Qué temprano!», pensó, y el agotamiento de una noche intensa le pesó en los párpados. Más tarde se rebulló entre las sábanas con la certeza de que sólo habían pasado algunos minutos; sin embargo, al no encontrar a Kamal a su lado y al herirle los ojos los rayos del sol que se colaban por los resquicios de la puerta, dedujo que debía de ser muy entrada la mañana. Se angustió al comprobar que, en realidad, eran pasadas las doce. Saltó de la cama, se vistió en un santiamén y bajó corriendo las escaleras en dirección al salón principal. Jacques Méchin y Dubois se aprestaban a almorzar cuando Francesca entró en la sala, aturrullada y jadeante.
—Buenas tardes —dijo y, aunque buscó un argumento válido para excusar su ausencia, conjeturó que no mencionarlo sería más atinado.
—Buenas tardes —respondió Méchin, y le salió al encuentro—. Llegas justo para el almuerzo. Ven, querida. —Y le ofreció el brazo para entrar en el comedor.
Dubois se mantuvo caviloso y taciturno, como desde hacía tiempo. Méchin, que se esforzaba por caldear el gélido ambiente, tampoco era el mismo a los ojos de Francesca. Recordaba sus visitas a la embajada junto al profesor Le Bon y las charlas amenas sobre política e historia, y se daba cuenta de que no aprobaba su relación con el príncipe Al-Saud. ¿Lo considerarían indecente de su parte? ¿Creerían que Kamal merecía una mujer a su altura? ¿Pensaría Dubois que había traicionado su confianza embrollándose con su mejor amigo, un heredero de la dinastía saudí? ¿La juzgarían como a una casquivana, como a una mujer sin principios? Con todo aquello, el almuerzo le cayó como plomo en el estómago.
Se preguntó con enojo dónde estaría Kamal. Lo necesitaba desesperadamente; necesitaba la seguridad de su semblante tranquilo, la paz de sus movimientos lentos, una sonrisa que le diera a entender que todo marchaba bien. ¿Cómo había podido dejarla sola después de lo ocurrido la noche anterior? Lo vivió como una desconsideración. Ni una nota, ni un mensaje con la servidumbre, y Dubois y Méchin tampoco lo mencionaban en absoluto. Quizá ahora, saciada la sed, calmado el instinto, no volvería a mirarla. Se angustió y recordó los presagios de Sara como una condena bíblica: «Te tomará como puede hacerlo con una flor que encuentra a la vera del camino y, luego, te abandonará».
Después del café, Jacques se retiró a descansar, y Mauricio Dubois ordenó a Malik preparar el automóvil para ir a la ciudad. La idea resultó tentadora a Francesca, un paseo por las calles de Jeddah la distraería; además, conversaría con su jefe y limarían asperezas. Pero Mauricio no la invitó y, minutos después, al escuchar el auto en la puerta, se despidió lacónicamente y partió dejándola sola y amargada.
Se recostó sobre los cojines y echó un vistazo a su alrededor. Se acercó a la biblioteca y curioseó los lomos de los libros; ninguno la sedujo, los pocos que había en francés versaban sobre la cría de caballos, la cura de las enfermedades más comunes de los
muniqui
y otras cuestiones relacionadas con los equinos que para nada constituían tema de su interés. «Si al menos hubiese una novela o un ensayo», suspiró, y volvió a echarse sobre los almohadones.
Sadún entró por la puerta del jardín con una parva de toallas y ni siquiera se detuvo a saludarla, lo que le molestó sobremanera. Su temple había sufrido duros embates ese día, y cualquier detalle la irritaba. Desde hacía algún tiempo, el mayordomo también se mostraba parco y distante, cuando, en un principio y pese a la limitación del lenguaje, se había desvivido por servirla y agradarla.
Salió al jardín y se sentó en el borde de la fuente. Tocó el agua, y los nenúfares oscilaron sobre sus hojas carnosas. Una brisa cálida arrastró los aromas mezclados del romero, del mirto, de los muguetes y del laurel, y siguió la estela, que la condujo a la zona del harén, donde se quedó mirando las ventanas cerradas medio ocultas tras las plantas. Se le ocurrió pedir permiso a Sadún para tomar un baño en la piscina, pero enseguida desechó la idea pues le pareció atrevida en ausencia de la señora Fadila. Los acontecimientos se habían precipitado desde aquella mañana junto a la señora. Su vida había dado un giro decisivo y nada volvería a ser como antes. Ya era mujer. La mujer de Al-Saud. Se preguntó por la repentina huida de la madre de Kamal. Ni siquiera se había despedido y, como apremiada por un asunto grave, había dejado la finca con su séquito como escolta.
Le resultó una buena idea montar a Nelly y subió deprisa a cambiarse. En las caballerizas, Khalid se mostró amable y diligente, y sin vacilar ordenó que prepararan la yegua. Junto a Nelly, venían otros dos caballos montados por los guardaespaldas de Kamal. Francesca observó que llevaban armas y cuchillos calzados en la cintura.
—El amo me ha ordenado que cada vez que usted monte sola, Abenabó y Káder deberán acompañarla —señaló Khalid, en un francés mal pronunciado.
Francesca lanzó un vistazo a los nubios, hieráticos sobre las monturas, y pensó que la única actividad placentera del día se empañaría. No podría ser ella misma con esos hombres por detrás, le coartarían la libertad.
—No es necesario que me acompañen —probó a decir—. No pienso salir de los lindes de la propiedad. ¿Qué podría sucederme, Khalid?
—¡Ah, señorita! No me diga nada a mí y acepte la custodia de Abenabó y Káder. ¿Con qué cara me presento yo a mi señor si a usted le pasa algo? —aseguró.