Lo que dicen tus ojos (17 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Romántica

BOOK: Lo que dicen tus ojos
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A lo lejos, en medio de una niebla de arenisca, se imponía la torre almenada del Fuerte Mismaak donde el rey Abdul Aziz había vencido al clan Raschid, su enemigo ancestral. Mauricio le había contado que ese fuerte constituía el símbolo indiscutible de la superioridad y el poderío de los hombres de la casta Al-Saud, que exaltan principalmente el amor por la tierra, las tradiciones y el arrojo, y que por ellos se disponen a perecer con orgullo y colmar así de gloria su nombre y el de sus descendientes. «Oriente lucha con armas completamente distintas a las de Occidente, pero lucha al fin, y es de temer, pues vence o muere en el intento». Recordó las palabras de Al-Saud que empezaban a cobrar sentido a medida que las piezas sueltas del rompecabezas árabe se unían y aprehendía su idiosincrasia, compleja por distinta, fascinante por apasionada y auténtica. Ese pueblo había soportado invasiones, ocupaciones, guerras y pillajes, y, con notable denuedo, había enfrentado ejércitos muchas veces superiores a los propios. ¿No eran las Cruzadas prueba suficiente de ello? Sin embargo, no olvidaría tan fácilmente la mirada triste en la ventana, que volvía a complicar el laberinto que, un segundo atrás, parecía resuelto. Lanzó un soplido y bajó la ventanilla para tomar aire fresco. «Nunca los entenderé», se rindió por fin.

Malik detuvo el coche a pocos metros del zoco, y una decena de niños desgreñados se agolpó a la puerta, vociferando en árabe. Malik descendió del automóvil y los ahuyentó con amenazas y empujones.

—¿Qué deseaban esos niños? —preguntó Francesca, sin ocultar su enojo por la forma en que los había tratado.

—Saben que es el automóvil de una embajada y vienen a pedir dinero. Algunos se ofrecen como guías dentro del zoco.

—Me habría venido bien un guía, no sé por dónde comenzar.

—Yo lo conozco como nadie.

—Entonces, llévame a un puesto de orfebrería fina.

No se podía caminar libremente dentro del zoco. Cientos de callejas, ensombrecidas a causa de los toldos de las tiendas atestadas de gente, que pregonaba y regateaba, constituían el mercado más grande de Riad. Los olores a aguas servidas y a basura se mezclaban con los de las comidas y los de las esencias que se consumían en los pebeteros. Sacó un frasco de perfume del bolso y mojó la
abaaya
a la altura de la nariz. Con el estómago revuelto, avanzaba penosamente tras Malik, que se abría paso entre la multitud y caminaba a una velocidad que le costaba imitar. Subían escaleras y volvían a bajarlas, doblaban en una esquina y el mercado parecía extenderse hacia el infinito. De tanto en tanto, algún niño se colgaba de su túnica y, mientras le extendía la mano, le sonreía. Los dueños de las tiendas le salían al paso y la impelían a entrar con unas maneras que, lejos de ser descorteses, a Francesca le atemorizaba contradecir. Llamaba a Malik, que desandaba el camino y la aguardaba a la entrada, disgustado. Le resultaba difícil quitarse de encima a los vendedores y emprender el camino; a una señora, más tenaz que el resto, debió comprarle una docena de pimpollos de rosas blancas, un poco abiertos, pero naturales y fragantes al fin, que embellecerían su habitación.

—Éste es el mejor puesto de alhajas —aseguró Malik, al llegar a la zona de las joyerías—. Buenos precios y buena mercancía —espetó, y se apoyó en una columna dispuesto a aguardar.

El escaparate destellaba bajo los rayos del sol que se filtraban por los huecos del toldo. La variedad de joyas la aturdió —de oro, de plata, con incrustaciones de gemas, de ónice, esmaltadas en colores vivos, gargantillas de perlas rosadas y grises— y repasó las especificaciones de Mauricio. El dueño de la tienda se las ofrecía a manos llenas, pero Francesca no se decidía por ninguna. De un estante elevado, la atrajo un dije de oro con aguamarinas, que colocó sobre la palma de su mano y observó detenidamente. El vendedor la aturdía con su pregón, mientras agitaba las manos y le concedía sonrisas sin dientes, como si su entera felicidad dependiera de la presencia de Francesca.

Al estirarse para devolver la joya al anaquel, una puntada, que subió desde el talón hasta la cadera, le nubló el entendimiento y la arrojó al piso. La pierna le temblaba, el dolor punzante le arrancaba lágrimas y, sin sentido, se mordía los labios para no gritar. El escaso sol desapareció en un santiamén cuando un grupo la circundó y llenó el aire de olor a cuerpos sucios. Intentó llamar a Malik, pero tenía la garganta seca y sólo emitió un graznido incomprensible. «¿Dónde está Malik?», se desesperó, pero no lo reconoció entre el gentío. «Las rosas...», se lamentó al verlas pisoteadas. Los hombres gritaban y le hacían señas, pero ninguno la ayudaba. La falta de aire y el mal olor la descomponían; la puntada en la pierna iba en aumento.

Un árabe, que vociferaba sobre el resto, le arrancó la
abaaya
y, sujetándola por el brazo, la obligó a ponerse de pie. Francesca volvió a caer, incapaz de sostenerse. Ahora lloraba descontroladamente y llamaba a gritos a Malik, mientras el hombre insistía en levantarla a la fuerza, sin dejar de agitar una cachiporra sobre su cabeza. Los rostros comenzaron a girar, la respiración se le fatigó y un cosquilleo que le subía desde el estómago le provocó ganas de vomitar.

Repentinamente se acallaron las voces, la multitud abrió paso y alguien la levantó del piso con facilidad y la sostuvo en brazos. La luz del sol dio de lleno sobre el rostro de quien la ayudaba.

—¡Kamal, gracias a Dios! —farfulló en castellano.

Se le aferró al cuello y descansó sobre su pecho con los ojos cerrados. Escuchó la voz de Malik, la de Kamal que discutía en árabe, y la del hombre que la había amenazado con la cachiporra; el murmullo de vendedores y curiosos no cesaba.

—¡Sáqueme, por favor, de aquí! —imploró, y Kamal obedeció.

Al llegar al coche de la embajada, Malik se apresuró a abrir la puerta y Al-Saud la depositó en el asiento. Le habló de mal modo al chófer que, prestamente, se puso al volante y emprendió la marcha. Francesca se incorporó en el asiento y, por el cristal trasero, contempló a Kamal que regresaba al zoco a paso rápido.

Después de la salida del médico, Sara la ayudó a acomodarse en una butaca y le colocó el pie sobre un escabel. La hinchazón del tendón pugnaba contra la ajustada venda y dolorosos latidos se expandían por la pierna hasta la ingle. Sara le alcanzó un vaso con agua y Francesca tomó el calmante.

—Dice Malik que la
mutawa
te golpeó porque se te veía la mitad de las pantorrillas. Te dije que no usaras mi
abaaya,
que te quedaba pequeña. Ahí tienes, un buen golpe en el pie.

—¡Qué
abaaya
pequeña ni que ocho cuartos! —se enfureció Francesca—. Si tendrían que prenderle fuego a este país de salvajes.

—¡Shhhh...! No digas eso ni en broma —se escandalizó la argelina—. Si algún árabe llegase a escucharte, ¡sería mucho peor que un simple golpe! Te lapidarían sin compasión. No vuelvas a hablar así mientras pises suelo islámico.

El temor y la firmeza de Sara, usualmente tranquila y mesurada, la dejaron sin palabras. ¿Hasta que punto llegaba el fanatismo de ese pueblo? ¿Lapidarla por hablar mal de los árabes? La mirada triste de la ventana regresó a su mente y la embargó la compasión.

Mauricio pidió permiso y entró. De pie delante de ella, sin pronunciar palabra, con una sonrisa lastimera y la mirada suplicante, parecía implorarle perdón.

—Lamento tanto lo que te ha ocurrido —expresó—. No debí mandarte al zoco.

—Soy yo la que debe disculparse, señor. Fui una imprudente al usar la
abaaya
de Sara. Espero que este episodio no acarree ninguna consecuencia.

—Pienso presentar una queja —aseveró Mauricio.

—No, por favor, deje las cosas como están. ¿De qué serviría una queja? Podría traerle problemas y es lo último que deseo, de veras.

—Ya veremos —concedió Mauricio—. Cambiando de tema, dijo el doctor Al-Zaki que se trata de una tendinitis.

Llamaron a la puerta y Sara se apresuró a abrir. Kamal entró sin preámbulos, con un gesto ceñudo que le ocupaba por completo el rostro; ese rostro moreno y sombrío que rara vez permitía entrever lo que pensaba, en ese momento, no obstante, revelaba que Al-Saud estaba dispuesto a desgarrar en pedazos a cuantos se atravesasen en su camino, con furia, sin piedad ni miramientos. Francesca le sostuvo la mirada. No se acobardaría. Un árabe extremista y bruto no acabaría con la civilización y cultura que ella había mamado desde su primer día en el mundo. Le habría espetado unas cuantas verdades si sus ínfulas no se hubiesen desarmado cuando lo escuchó decir:

—Personalmente me encargaré de sancionar y despedir al agente de la
mutawa
que le ha hecho esto, señorita. Le doy mi palabra —agregó, con la mano derecha sobre el corazón.

—Un beduino nunca concede su palabra en vano —acotó Dubois, con una sonrisa.

Francesca miró a Al-Saud de hito en hito, sin remilgos ni rubores, prendada de su reciedumbre y virilidad, el enojo hecho trizas y el dolor del talón olvidado. Escuchó hablar al embajador sin comprender lo que decía, sin importarle tampoco, concentrada como estaba en ese monumento de túnicas blancas y ojos de jade que le devolvía la mirada con desparpajo.

—Gracias por enviar al doctor Al-Zaki —dijo Mauricio, y Francesca volvió a la realidad—. Como decía cuando llegaste, el doctor diagnosticó una severa inflamación en el tendón, que unos días de descanso y las medicinas bastarán para curar. Dice que es un milagro que no se le astillara algún hueso del pie con semejante golpe.

Kamal se alejó en dirección a la ventana y permaneció silencioso con la vista en el jardín. Francesca anhelaba que regresase y que le hablara, quería estar segura de que no la culpaba por la escena en el zoco, que sinceramente creía que el comportamiento del oficial de la policía religiosa había sido cruel e insensato.

—¿Cuándo regresaste de Washington? —preguntó Mauricio.

—Esta mañana.

—Fue una suerte que te hallaras en el zoco. ¿Qué hacías allí? —se extrañó Dubois.

—Antes de irme de viaje, prometí a Fátima que a mi regreso le compraría un anillo y una gargantilla. Ya la conoces, apenas me vio, no me dio tiempo ni a desempacar que me arrastró al zoco.

«¿Fátima?», se decepcionó Francesca, convencida de que, por el cambio operado en el príncipe, se trataba de su esposa favorita.

Antes de abandonar deprisa el dormitorio para atender un llamado urgente, Mauricio le pidió a Kamal que lo acompañase a su despacho, necesitaba hablar con él. Kamal asintió, pero no hizo ademán de seguirlo. En cambio, se dirigió hacia la mesa de noche, de donde tomó el retrato de Antonina y la última foto de Rex y don Cívico. Las contempló detenidamente por un buen rato. Sara, arrinconada próxima a la puerta, lo miraba con desconfianza, mientras Francesca se debatía entre hablar o mantener su actitud indiferente. «Ahora me dirá que en su país se encuentran prohibidas las representaciones con figuras humanas», se dijo. No lo toleraría: lo mandaría al demonio, a él, al Corán y al mismísimo Mahoma; debería dejar Arabia y regresar a la Argentina. Pues bien, adelante, estaba dispuesta a eso y a más si lograba deshacerse del odio que experimentaba por los de su raza.

Kamal se volvió con el portarretratos en la mano y le sonrió, y nuevamente logró desarmarla.

—La de la fotografía es su madre, ¿verdad? —Francesca asintió—. Es una hermosa mujer. Este caballo es suyo, supongo —expresó a continuación.

—Debería serlo.

—¿Cómo es eso?

—En realidad, Rex es de la hija del patrón de mi madre, pero es tan miedosa que nunca se animó a montarlo. Cuando tenía doce años, me lo apropié, es como mío. Rex y yo nos hemos entendido desde siempre; no sé cómo expresarlo y no sé si usted puede entenderme, lo que nos une se trata de algo muy fuerte, como un lazo de sangre. Es muy malo con todos, excepto conmigo y con don Cívico, el de la foto. Don Cívico dice que Rex es bueno con él porque sabe que es mi amigo. —Francesca bajó la vista y, con otra voz, agregó—: Quizá nunca más vuelva a verlo ahora que estoy tan lejos. Quizá el patrón lo venda. En fin, no quiero aburrirle con mis cosas.

—A juzgar por la fotografía —habló Kamal—, se trata de un
muniqui.
—Y sonrió al advertir el desconcierto de Francesca—. ¿Ha tenido durante casi diez años un
muniqui
y no lo sabía?
Muniqui
es uno de los tres tipos de caballos árabes, famosos por su velocidad. Se usan principalmente para las carreras. Los caballos árabes son los mejores del mundo, un símbolo en mi pueblo, ¿sabe? Un símbolo de fortaleza, lealtad y amistad. Los beduinos los hemos criado por siglos y hemos llevado la pureza de la raza a niveles extremos.

Kasem interrumpió a Al-Saud para comunicarle que el embajador lo aguardaba en su despacho. Kamal devolvió los retratos a la mesa de noche, saludó con la clásica venia oriental y abandonó la recámara.

—No me gusta cómo te mira ese árabe —expresó Sara—. Cuídate de los árabes, Francesca, son como cazadores, y éste, con esos ojos de tigre que tiene, te mira como si fueras una gacela. Ten cuidado, querida, si te atrapa no podrás escapar de sus garras.

Cuando Kamal entró sin llamar en el despacho, Dubois interrogaba a Malik, que no se molestaba en ocultar la satisfacción por el golpe que había recibido Francesca, pues, según insistía, «la señorita es muy desprejuiciada, a pesar de que yo le advierto que debe ir con más tiento. No olvide, señor embajador, que se le veían las pantorrillas».

—¿Dónde estaba usted cuando sucedió todo? —intervino Kamal, sin importarle desautorizar a Mauricio.

—Verá usted, alteza, pues yo... Estaba ahí, enseguida me acerqué a ayudarla.

—Eso es falso —aseguró Kamal—. Lo que a mí me atrajo hasta la señorita De Gecco fueron sus gritos desesperados llamándolo a usted. Y usted apareció después que yo.

—En realidad, alteza, yo me había alejado un momento para conversar con un amigo dueño de una tienda, a unos pasos nada más.

—¡Cómo pudo dejarla sola siquiera un instante! —se alteró Kamal, y Dubois se interpuso pues pensó que su amigo se lanzaría sobre Malik.

Al-Saud, molesto a causa de su propio exabrupto, dio media vuelta y se alejó hacia la sala contigua, donde se echó en el sofá y encendió un cigarrillo. Escuchó la voz de Mauricio que, sin mayor autoridad, pedía a Malik que no volviese a apartarse de ninguna persona de la embajada cuando salieran de sus límites. Dubois despidió al chofer y se acercó a Al-Saud.

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