Lo que dicen tus ojos (23 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Romántica

BOOK: Lo que dicen tus ojos
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Francesca se tomó un momento antes de contestar, pues, a decir verdad, jamás se había detenido a analizar por qué el sexo y el cuerpo representaban al demonio. A su madre, por ejemplo, no le gustaba hablar del tema; carraspeaba, se ponía roja y evitaba mirarla. Terminó por informarse en el colegio, entre las compañeras. De dónde sacaban la información que con tanta seguridad le transmitían era algo en lo que jamás había reparado. Las hermanas del Sagrado Corazón se limitaban a hablar de la pureza inmaculada y la virginidad de María, de la malicia de los hombres que constituían la perdición de las mujeres y de la bendición de convertirse en monja. La relación de Sofía y Nando no echó demasiada luz a su ignorancia supina; ya fuese por vergüenza o por pudor, Sofía se esmeraba más en los detalles románticos y platónicos que en los carnales y pasionales, y ella, por prudencia, no ahondaba. Siempre quedaba con la duda, segura sólo de una cosa: debía de tratarse de algo placentero, pues, cuando Sofía regresaba de sus encuentros con Nando, sonreía inconscientemente y los ojos le chispeaban. No obstante, a la hora de imaginarse su primera vez, Francesca apretaba las piernas y tragaba con dificultad.

—Supongo que el problema radica en nuestra religión —dijo, por fin—. El catolicismo venera la virginidad de María, la madre de Cristo. Es como si su santidad y mérito radicasen en el hecho de ser virgen.

—Pero tuvo un hijo —objetó Fadila.

—Sí, pero por obra y gracia del Espíritu Santo, sin la intervención de hombre alguno. Por eso se mantuvo virgen.

—¿Y tú que piensas, Francesca? No acerca de María y su virginidad, sino sobre el sexo.

—Es la primera vez, señora, que alguien me dice la palabra sexo sin bajar la voz ni ponerse colorado. A pesar de mis veintiún años, no sé mucho sobre el tema, lo admito, pero no es fácil informarse en el lugar de donde yo provengo. —Sonrió antes de agregar—: Jamás había hablado tan abiertamente, con tanta libertad.

—Libertad —repitió Fadila, y se quedó callada—. Ni ustedes las occidentales, ni nosotras las orientales hemos conseguido ser verdaderamente libres. Los siglos pasan y aún continuamos sumidas en la esclavitud.

—¿Lo dice por vivir dentro de un harén?

—No, en absoluto. No me refería a una esclavitud física pues, de una u otra manera, todos los seres humanos tenemos el espacio limitado, y para las árabes nuestro espacio lo representa el harén, como para ti lo será tu casa, como para tu país lo serán las fronteras que lo delimitan. Para mí —retomó—, harén significa familia. Es mi casa, mi santuario, el lugar donde parí y vi crecer a mis hijos, el sitio donde aguardaba anhelante la llegada de mi esposo, y donde algún día, le ruego a Alá por ello, veré corretear a los hijos de Kamal y de Fátima, y, por qué no, a los de Mauricio, de tanto en tanto. No te dejes influir por las ideas erradas que Occidente tiene del vocablo harén; inevitablemente lo relacionan con lujuria y excesos. ¿Has visto aquí alguna clase de exceso? ¿Hubo algo que perturbó tu moral o tus principios? —Francesca se apresuró a negar, más allá de que la imagen de esos cuerpos desnudos que se paseaban por la habitación de la piscina, aún la confundía—. Aquí somos más libres que en cualquier otro sitio —prosiguió Fadila—, éste es nuestro mundo y mandamos a gusto y placer. Los hombres respetan eso y no se inmiscuyen. Es fuera de estas paredes donde no tenemos libertad, al igual que ustedes.

Se mantuvieron cavilosas: Francesca, que en realidad se sentía mil veces más libre que una árabe, no sabía qué decir, y Fadila deseaba conversar sobre otro asunto.

—Mauricio dice que eres una excelente asistente, muy inteligente y capaz.

—Me gusta mucho mi trabajo, señora. Si es cierto que me desempeño bien no hay mérito en ello, ya que disfruto trabajando.

—De eso se trata, de ser felices, y me alegro de que tú lo seas.

Francesca no quiso profundizar en el tema de su felicidad, que lejos se encontraba de la plenitud. El trabajo se había convertido en un paliativo, pero nada tenía que ver con la dicha de un año atrás en brazos de Aldo.

—Conozco a Mauricio desde que tenía ocho años —prosiguió la mujer—, poco tiempo después del accidente donde perdieron la vida sus padres, y puedo asegurarte que nunca lo había visto tan saludable y contento.

—El embajador encuentra en ustedes la familia que perdió hace tanto tiempo —expresó Francesca—. Estar con ustedes le agrada más que cualquier cosa.

—Sí, es cierto; Kamal ha sido para Mauricio un hermano y mi esposo y yo, sus padres. Sin embargo, ahora lo encuentro radiante, con un brillo en la mirada que no le conocía.

Francesca, sin nada que añadir, agradeció la intervención de Sadún que llamaba a su señora a orar.

A Kamal le gustaba consentir a sus hermanas y sobrinas cuando se hospedaban en su casa. Pasó la mañana en el zoco de Jeddah, más moderno y completo que el de Riad, comprando ropa, alhajas, perfumes y juguetes. Un entusiasmo inusual le sacudía el ánimo; caminaba por las callejas del mercado sorteando vendedores, bultos y mujeres, e impulsado por una energía que no había experimentado anteriormente, nada lo contrariaba y sonreía con facilidad. Puso especial cuidado en la elección de un traje de amazona y debió recorrer varios puestos de flores para conseguir un ramo de camelias blancas. Sus guardaespaldas lo seguían de cerca, cada uno con una montaña de paquetes. De regreso en la finca, Sadún ayudó a los hombres y, entre los tres, llevaron los regalos al interior de la casa.

—Los quiero en el harén —ordenó Kamal al mayordomo, al tiempo que tomaba por su cuenta una bolsa y el ramo de camelias—. Y que no los abran hasta que yo llegue.

—Deberá ir pronto, señor; de lo contrario, hallará cajas vacías y papeles arrugados.

Lo recibieron con un alegre jolgorio, y no encontró diferencia entre el comportamiento de las adultas y el de las niñas: lo perseguían y le suplicaban que les indicara qué paquete correspondía a cada una.

—¡El mío primero! —pedían a coro.

Kamal alzó en brazos a Yashira, su sobrina dilecta, que se le aferró al cuello y lo besó en la mejilla.

—Ayúdame a repartir los regalos, Yashira.

—Primero el de
Um Kamal
—sugirió la niña.

Fadila, que, apartada, escribía a su hermana en El Cairo, levantó la vista y bajó sus gafas hasta la punta de la nariz.

—Ven,
Um Kamal
—llamó Yashira—, recoge tu regalo.

Al-Saud se solazó observándolas mientras se disputaban las prendas, las botellas de perfume y las joyas; como niñas, medían quién había resultado más afortunada en la distribución, enfrascadas en una eterna disputa en la que no lograban acordar cuál era el obsequio más costoso y cuál el más hermoso.

Aunque sonreía, un pensamiento triste ensombrecía a Kamal al preguntarse qué sería de aquellas mujeres, las mujeres de su familia, tan ajenas al mundo real y a los problemas que acosaban al reino, si algo llegara a quebrar la burbuja en que vivían. Algunas madres y abuelas, en definitiva, no eran más que criaturas indefensas, seres inútiles que no sabrían cómo proceder ante la mínima adversidad.

—Tía Fátima quiere saber para quién es el otro paquete y el ramo de camelias —susurró Yashira.

—Sadún nos contó que en la casa tienes una bolsa enorme, repleta de obsequios, y un ramo de camelias —saltó Fátima—. Pensamos que las camelias eran para Zora. Como son sus preferidas...

—¿No estás conforme con la gargantilla, Zora? —fingió apenarse Kamal.

—Por supuesto que estoy conforme, es preciosa. Pero ya conoces a Fátima, quiere sonsacarte para quién es el ramo.

—¿Para quién es, tío? ¿Es para mí? —aventuró Yashira.

—Debería matarte, Sadún —dijo Kamal, y el eunuco se refugió tras Fadila, que no perdía palabra del intercambio.

—Tía Fátima dice que es para la muchacha blanca que se bañó esta mañana con nosotras en la piscina —insistió Yashira, y buscó su mirada con interés.

Kamal se sorprendió sinceramente —su madre jamás habría permitido a una extraña semejante muestra de familiaridad— y por un momento se excitó al imaginar a Francesca desnuda en la piscina.

—Tío Mauricio le pidió a tío Kamal que las comprase para Francesca —aseguró Fadila a la pequeña, y la quitó de brazos de su hijo—. ¿No es así?

—¿Mauricio? —repitió Al-Saud, y se mostró abiertamente confundido.

Fadila le lanzó un vistazo cargado de intención antes de asegurar:

—Si la camelia fuera perfumada sería la flor perfecta, pero no lo es.

Esa noche, Sadún excusó al príncipe Kamal que cenaba con su madre, y Francesca sintió alivio. No deseaba verlo después de haber encontrado sobre su cama un espléndido equipo de amazona y un ramo de camelias con la tarjeta que rezaba: «Mañana a las cuatro deseo vérselo puesto». La llevaría a montar. Se decía que los caballos del príncipe Al-Saud eran de los mejores. Recordó a Rex y cayó en la cuenta de que hacía tiempo que no lo echaba de menos. Lo había montado por última vez la tarde en el maizal, junto al paso tranquilo del bayo de Aldo. «Aldo», musitó. Su nombre pertenecía al pasado, sus facciones se desvanecían y ya no recordaba el timbre de su voz. Resultaba increíble, pero el tiempo comenzaba a mitigar sus recuerdos.

Al-Saud tampoco los acompañó a la mañana siguiente durante el desayuno, y el mayordomo informó que la señora Fadila y las muchachas habían partido muy temprano hacia Riad.

—¿Algún problema? —se preocupó Dubois.

—Anoche discutieron la señora y el amo Kamal.

A media mañana llegaron Jacques Méchin, Le Bon y su hija Valerie, y Francesca se desalentó segura de que Al-Saud postergaría la cabalgata con la excusa del arribo de sus amigos. De todas maneras, a las cuatro de la tarde se alistó con sus pantalones escoceses, su blusa blanca de lino, sus botas y sus guantes de cabritilla.

Un jovencito llamó a su puerta y, con señas, le pidió que lo siguiera. Fuera de los dominios de la casa, la finca abandonaba el estilo cuidado y prolijo. Un vasto potrero, con modernos abrevaderos, se destacaba en primer plano; al lado, un granero, con fardos de alfalfa hasta el techo, y una casilla para guardar monturas y arneses. El movimiento de gente, que pululaba en silencio con herramientas o bridas en las manos, le dio noción de la importancia de la actividad. Los caballos exhibían un pelaje reluciente y marchaban con cabeza enhiesta y paso firme.

Vio a Al-Saud cerca de la caballeriza y se le agitó el pulso. Vergüenza, miedo, inseguridad, anhelo..., sensaciones encontradas y fuertes que la obligaron a detenerse a la entrada y esperar. Kamal, enfrascado en una conversación con Fadhil, el responsable de la caballeriza, despidió a su ayudante al reparar en ella y se acercó. La fascinaron su andar, lo bien que le sentaban los pantalones y la elegancia que le conferían las botas con espuelas, que chispeaban contra los adoquines del piso; llevaba la camisa abierta hasta la mitad del pecho, musculoso e imberbe, y el infaltable tocado sobre la cabeza.

—Veo que he acertado con la medida del pantalón y de la blusa —dijo, a unos metros de ella.

—El traje es hermosísimo —aseguró Francesca—, pero no debería haberlo comprado.

—¿Y cómo pensaba montar sin él? —Francesca, ruborizada, le dedicó una sonrisa pusilánime—. ¿Las botas son cómodas? ¿La medida es la correcta? Debo confesarle que le pedí a una de mis sirvientas que tomase uno de sus zapatos para llevarlo al zoco. Ya está de vuelta en su lugar.

—No lo noté —atinó a balbucear Francesca, perpleja.

Al-Saud la tomó del brazo y la llevó a recorrer la caballeriza, una enorme construcción de ladrillos enjalbegados con techo de zinc a dos aguas. El interior, un largo pasillo flanqueado de caballerizas por donde asomaban las cabezas de magníficos ejemplares, hedía a estiércol, rastrojo y animal sudado, olores que le agradaron porque le recordaban a Arroyo Seco. Inusitadamente locuaz, Al-Saud hablaba de la cría y el cuidado de los
muniqui.

—Ya le indiqué a Fadhil, el hombre con el que estaba hablando, que le prepare a Nelly cada vez que usted lo disponga. Nelly es una yegua mansa, no tendrá problemas con ella.

—Si usted conociera a Rex, me daría el animal más brioso de su caballada.

Reapareció Khalid arrastrando a Pegasus, que piafaba, daba coces y se negaba a avanzar. Francesca se convenció de que se trataba del caballo más hermoso que había visto, más hermoso que Rex.

—¿Ese caballo montaré, alteza?

—Jamás lo consentiría. Pegasus tiene el demonio en el cuerpo; el año pasado mató a uno de mis hombres que intentaba domarlo.

Francesca se espantó. Pegasus lanzaba tarascadas a Khalid, que, sin soltar las riendas, se apartaba apostrofándolo.

—¡Dios mío! ¡Qué malo es! ¿Quién se atreve a montarlo?

—Yo —aseguró Kamal, y silbó.

El animal detuvo el forcejeo, paró las orejas y, más sosegado, permitió a Khalid acortar el trecho que lo separaba del patrón. Cuando lo tuvo a mano, Kamal le propinó un golpe en la testuz con el guante y le habló duramente en árabe; luego, asió las riendas y liberó a Khalid, que se marchó quejándose por lo bajo.

Francesca no resistió la tentación y acarició a Pegasus, sin atender a la mirada penetrante que Al-Saud le dispensaba ni a la manera acelerada en que le subía y le bajaba el pecho. Se complacía con la tranquilidad del animal que pocos minutos antes habría destrozado a Khalid con los dientes, envanecida porque el árabe comprobaba que ella se las arreglaba muy bien con un caballo rabioso como ése, y le habría pedido de montarlo si, al levantar la vista, los ojos de Al-Saud no la hubiesen asustado.

En un instante que no vivió se encontró entre sus brazos, que la apretaron sin compasión. Intentó liberarse, pero la fuerza del árabe la doblegó con facilidad y quedó laxa sobre su pecho. Entonces, Al-Saud se inclinó sobre su rostro y le cubrió la boca con sus labios. La besó sin mesura, aturdido él también, indiferente al pánico de Francesca, que temblaba y se quejaba, sorprendida por lo ininteligible y vertiginoso del momento. La echó levemente hacia atrás y le pasó los labios por la garganta hasta el nacimiento del escote.

—No imaginas cuánto esperé este momento —expresó él, con la cara hundida en su cuello—. ¿Por qué tiemblas? ¿Acaso me temes? Mírame.

—No —musitó ella, incapaz de volver a encontrarlo con la mirada.

Delicadamente, Al-Saud le levantó el rostro por el mentón.

—Abre los ojos y mírame —ordenó en un susurro, y Francesca obedeció.

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