Hay que guardar las apariencias: son lo único que tenemos.
Hay algo estupendo en el dormirse y hay también algo grande en el despertar, esa sensación de que el mundo es en cierto modo nuevo. Estar siempre despierto debe de ser la locura: he oído decir que sometido un gato al tormento de impedirle dormir acaba adquiriendo tendencias suicidas. No sé si es un experimento científico contrastado, pero yo he decidido creerlo. Y si no es cierto no será por culpa de la hipótesis, sino de los gatos, que no la cumplen.
I know that, so it is
, que diría John.
Tenía un hambre feroz, pero la sensación de debilidad había desaparecido con la breve siesta. Las ocho y media. Pensé que tenía tiempo de cagar. Después me dieron ganas de ducharme otra vez. Estaba visto que había entrado en fase de compulsión higiénica. Bueno no me pareció demasiado grave y me lo concedí. Además, cenar con
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en un restaurante de veinticinco tenedores requería algún remilgo indumentario, así que incluso dediqué un minuto entero a decidir qué camisa ponerme. Había usado la negra y la morada; quedaban siete inmaculadas —además de la jaguayana, que no parecía oportuna para la ocasión—. Probé con la naranja y me gustó el tipo del espejo: parecía el butanero de los Picapiedra, no sé, o quizá el butanero de Bill Gates. Hasta ensayé unos gestos de rapero, como el que discute con una policía de tráfico en pleno Bronx, y recité un padrenuestro en inglés a modo de letra andergráun. Mi vena histriónica reclama atención diaria, tengo que comer, cagar, dormir y hacer gansadas al menos una vez al día; si no, empiezo a encontrarme mal. En cambio sin beber puedo aguantar hasta cuarenta y ocho horas, y sin follar mucho más.
Me di un toque con la colonia cara y salí a la calle sin olvidar llevarme el teléfono móvil de
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y las llaves de la Bestia.
Llegué al bar de Luigi sin muchas prisas.
El Roberto había empezado ya el turno.
—Roberto, ¿tú no tienes un gualqui-talqui d'estos?
Estiró un poco el cuello para fijarse e hizo gesto de que sí: «Juh-juh».
—¿Y guarda memoria de las llamadas que recibe, con el número y tal?
Aquí empezó una disertación larguísima. No puedo reproducirla porque no entendí casi nada, pero recuerdo que versaba sobre la diferencia entre que te llamen desde un teléfono fijo, o desde un móvil con tarjeta, o sin ella, o desde un repetidor español, o un satélite europeo, o en fin un lío espantoso.
—A ver, Roberto, céntrate: si yo quiero saber desde que teléfono he recibido la última llamada qué coño he de hacer.
Me quitó el aparato de las manos, le dio al botoncito que enciende la pantalla y al rato dictaminó:
—Está activada la barrera por contraseña.
Eso no podía ser bueno.
—Y qué...
—Pues que si no tienes la contraseña no puedes acceder a esa parte de la agenda. A no ser que compres otra tarjeta.
Inmediatamente se abandonó de nuevo a disquisiciones técnicas sobre tarjetas y satélites y lo dejé hablar mientras pensaba en otra cosa. Quizá
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conocía la maldita contraseña, aunque no era muy probable. En cualquier caso no tuve mucho tiempo para darle vueltas al asunto porque de repente el aparato se puso a sonar, bib-bib, una mariconada de ruidito que sin embargo me sobresaltó. El Roberto calló en seco y me devolvió el aparato con cara de extrañado por mi extrañeza. Pensé rápido: «Tengo que contestar, quizá es una pista, no puedo dejarlo sonar y quedarme sin saber quién llama».
Pulsé el botoncito que tenía dibujado un auricular descolgado.
—¿Diga?
—¡Pablo José...!: ¿se puede saber qué estás haciendo en el teléfono de tu hermano?
Mi Señora Madre: inconfundible tono entre sorprendido y severo, como cuando de pequeño me descubría curioseando en el dormitorio de
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en busca de algo que le molestara que le robasen. Pensé que iba a mandarme salir de allí inme-diata-mente bajo amenaza de contárselo todo a SP.
—Es que... Sebastián me lo ha prestado.
—¿Te lo ha prestado...?, ¿dónde estáis?
—Estoy solo..., aquí, cerca de casa.
—¿No irás a decirme que has ido y vuelto de Bilbao sólo para pedirle el teléfono a tu hermano?
—No: se lo dejó en el despacho. Debió de olvidarlo.
—¿No dices que te lo ha prestado?
—Sí; bueno: me dio permiso por teléfono para usarlo.
Seguí sintiéndome como si me estuviera excusando por una travesura.
—Pablo José, no me mientas. Detesto que me mientas. Además, a tu padre podrás engañarlo, pero a mí no, ya lo sabes. Llevo dos días llamando sin parar a este número y no contesta nadie, y ahora de repente apareces tú... ¿Cómo es que Sebastián te llama a ti y a mí no?, ¿quieres explicar me inme-diata-mente a qué estáis jugando, o quieres que me dé un tantarantán aquí mismo?
Cuando mi Señora Madre amenaza con sucumbir a un tantarantán hay que tomar medidas inme-diata-mente o de lo contrario le da: posee tal dominio mental sobre el cuerpo que a su lado el Dalai Lama parecería un epiléptico.
—Es que ha habido novedades... Pero no quiero que se entere papá, y me da miedo que se te escape...
—Pablo José: ¡qué pasa ahora!
Bien. No se me ocurría nada. Lo mejor en estos casos es soltar algo al azar:
—Han atropellado a Torres. Está hospitalizado en cuidados intensivos.
—¿A quién?
Nadie que me viera allí en el bar, frente a la estantería de los coñacs, tendría duda de en qué me inspiré para improvisar el apellido, y tuve que dar gracias una vez más a la providencia por no haber puesto ante mis ojos una botella de Licor 43. Pero todavía le saqué más provecho a la botellería:
—Torres, Ricard Torres. ¿No te acuerdas de él?
—Francamente: no.
—Fue socio de papá. Precisamente en los tiempos del lío con Ibarra. ¿Te acuerdas de lo que te conté sobre Ibarra?
—Sí: aquel señor tan maleducado que mandó atropellar a tu padre. Pero no veo la relación...
Fingí impaciencia:
—Mamá, no prestas atención, ¿no te dice nada el hecho de que atropellen primero a papá y luego a un socio suyo, con dos días de diferencia?
Silencio. Sonido de aspiración alarmada.
—¡Cielo santo!: quieres decir que... insiste, el muy... contumaz.
Sólo a mi Señora Madre se le ocurre insultar a alguien llamándole «contumaz». La afición le viene de mi Estupendo Abuelo, que la inició en el coleccionismo de adjetivos a muy temprana edad.
—Contumacísimo: el asunto es más serio de lo que pensábamos, y Sebastián ha tenido que alargar un poco el viaje. Me llamó para avisar de que ha puesto denuncia directamente en un juzgado de primera instancia de Bilbao.
Ignoro si un juzgado de primera instancia es lugar adecuado para poner esta clase de denuncias, pero a mi Señora Madre le dio igual la denominación exacta del establecimiento. Mi Señora Madre no colecciona nombres, sólo colecciona adjetivos, y si le hubiera dicho que había puesto una denuncia en el Benito Villamarín hubiera quedado igualmente conforme.
En fin: el resto de la conversación fue ya un constante exclamarse por todas las iniquidades domésticas que la afligían. Logré averiguar que mi Señor Padre seguía igual de malhumorado, que llevaban todo el día sin dirigirse la palabra más que a través de la asistenta o de la Beba, y que no habían salido de casa en los dos últimos días. Habían recibido en cambio la visita de Gonzalito el masajista y de las componentes habituales de las partidas de canasta de mi Señora Madre. Al parecer SP se había mostrado especialmente hosco con ellas y no había consentido en ir a fumarse su apestoso Montecristo a la biblioteca —he aquí el origen de la ruptura de relaciones verbales con él—. La Beba, por su parte, se había negado a servirles moscatel y pastas a las visitas alegando que ella no era un bodeguero y que si aquellas cotorras querían echar la partida se fueran a la taberna. La Beba tiene estos prontos, y no le gustan las amigas de SM, pero estuve de acuerdo con mi Señora Madre en que no debió llamarles cotorras a unas invitadas de la casa; y estuve de acuerdo también en que hacía feo que mi Señor Padre se pusiera a inhalar guarrerías sin siquiera pedir permiso a las señoras, aunque estuviera en el salón de su propia casa. En fin, todo seguía bajo control, o bajo el descontrol sistemático de costumbre. Lo malo fue que no pude capear una trampa que me tendió cuando ya estaba a punto de despedirme. «Supongo que mañana por la noche vendrás a cenar...», soltó de pronto, como si fuera una obviedad que casi no valía la pena formular. Resulta que al día siguiente era su cumpleaños. No recuerdo el día de cumpleaños de nadie a excepción del mío y el de Albert Einstein —dos grandes hombres para un mismo día—, y aún éstos me pasan a veces desapercibidos, de modo que rara vez los celebro. Pero considerando el estado de cosas me pareció cruel no acudir y confirmé mi asistencia. Al fin y al cabo mi señora Madre cumplía sesenta, una cifra lo suficientemente redonda para justificar cierta excepción. La cuestión es que, como siempre, este estúpido sentimentalismo mío me ocasionó problemas extra. Y no descubrí la trampa hasta después de haber dado el sí:
—Estupendo, entonces seremos exactamente cinco parejas: cena en familia.
—¿Cinco parejas?
—Cinco; además de tu padre y yo: tía Salomé y tío Felipe, tía Asunción y el tío Frederic, los señores Blasco, su hija Carmela, y tú... Ya sabes, Carmela, aquella chica de la que te hablé..., la bohemia.
Valiente bohemia si aceptaba una invitación para cenar con sus padres en casa de los míos, y en compañía además de otros dos matrimonios maduros cuyos miembros masculinos eran un alto cargo de Convergencia i Unió y un ex general del Ejército de Tierra. Claro que conociendo a SM pudiera ser que la incauta Carmela hubiera caído en alguna de sus argucias de casamentera. Mi Señora Madre es capaz de enredar a la Coordinadora Gay-Lesbiana para que asista con mantilla española a una misa por Escrivá de Balaguer, ése es otro de sus talentos. En fin, me comprometí a acudir a casa a las nueve en punto y me dejó colgar sin dar más la lata.
El Roberto, viéndome enfrascado en una conversación difícil, se había desentendido de mí y andaba trasteando con el mando a distancia de la tele. Al parecer buscaba un canal que atentara lo más posible contra la estética al uso y recaló en BTV. Eran las diez menos diez en el reloj de la barra, había tiempo para un chupito de vodka antes de ir a recoger a
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; pero, ante la entrevista que le estaban haciendo los de la tele a un joven pintor en pleno barrio gótico, empecé a deprimirme y tuve que salir pitando con el gaznate seco. No sé qué pasa con los progres que me ponen triste.
En la calle busqué con la vista a Bagheera en el lugar donde la había aparcado: allí estaba, agazapada como acostumbra. Le habían puesto propaganda en el limpiaparabrisas: pidsas, túnel de lavado, plazas de parquin, recurso de multas... Me molesté en retirarle las legañas de papel, le lancé un beso con la punta de los dedos y la dejé allí, aseadita y feliz. Debí llegar al portal de
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unos pocos minutos antes de las diez. Llamé al interfono. Se puso ella misma. Ya estaba lista, bajaba en treinta segundos. En efecto, apenas me dio tiempo de fumar tres o cuatro caladas del Ducados que encendí y apareció saliendo del ascensor. Al menos no había que esperarla tres cuartos de hora como a la Fina.
—No pensé que llegaras tan puntual. No tienes fama de eso —me dijo nada más salir del portal.
—Perdona, no era mi intención defraudarte.
Lo dije completamente en serio, pero creo que ella lo tomó a broma. Llevaba unos pantalones color crudo, un jersey de cuello alto y una americana azul marino, como los zapatos planos. El conjunto dibujaba un cuerpo esbelto y bien modelado; no era exactamente mi tipo, pero daban ganas de mirarla de reojo. Mantenía el peinado a lo Greta Garbo que le sentaba tan bien y, completamente serena, tenía un aire misterioso no del todo desagradable: ese tipo de mujer de la que Oscar Wilde hubiera dicho que tenía un pasado. Aprovechando el silencio del camino, se me ocurrió pensar en qué actitud me convenía adoptar con ella a lo largo del encuentro, pero llegué a desarrollar tres puntos de vista distintos que aconsejaban otras tantas soluciones incompatibles entre sí, así que mandé a paseo la estrategia y decidí improvisar según avanzara la noche. La cuestión es que caminamos sólo un par de manzanas, pero el silencio fue tan denso como el de una partida de ajedrez.
Llegamos a la entrada del restaurante: un macetero con ibiscus, un atril que sostenía la carta y el rótulo dorado («El Vellocino de Oro, cocina de mercado»). Era uno de esos locales ante los que había pasado mil veces y en los que no había entrado nunca. Ni siquiera había reparado hasta entonces en que fuera un restaurante.
En el interior nos encontramos a una chica con chaleco y pajarita que se encargaba de la recepción y la guardarropía. Parecía conocer a
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.
—Mesa para dos, por favor, Susana. La de siempre, si es posible.
—Muy bien. Voy a avisar a don Ignacio.
«Don Ignacio», nada menos. Por un momento me imaginé a Paco Martínez Soria vestido de párroco rural, pero acerté sólo a medias. La tal Susana no tardó mucho en volver haciendo gestos de asentimiento. Atravesamos uno de los dos pasos velados por cortinas de terciopelo azul y aparecimos en el salón comedor. A lado y lado del umbral había un par de tíos enormes, vestidos con traje oscuro y las manos cruzadas sobre el vientre. No me gustan nada los tipos más grandes que yo, y menos de dos en dos, y menos aún flanqueando una salida. La decoración era oscura; no vi más de una docena de mesas iluminadas con velitas y, desde el fondo de la sala, una especie de Ministro de Asuntos Exteriores que se nos acercaba con cara de felicidad infinita.
—Señora Miralles: nos tiene usted abandonados.
Incluso se atrevió a tomarle una mano a
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y rozarle el dorso con los labios. En lo que a mí respecta, no encuentro nada más zafio que besarle la mano a una mujer (a menos que la mujer en cuestión acabe de darse crema de Pons y no quede otro recurso para evitar besarla en la cara), pero la experiencia me dice que a las pánfilas de las mujeres les encanta. Se merecen que las traten como a objetos sexuales, por bobas.
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ya se esperaba algo así y había alzado un poco el brazo para facilitarle la tarea: