Hubo suerte y el golpe de la pieza sonó un par de pisos por debajo de donde estaban los guardias: inmediatamente oí sus botas bajando en busca de aquel fantasma y yo seguí subiendo: subiendo y subiendo en la oscuridad, quizá seis o siete plantas que superé desestimando las puertas dobles que me iba encontrando hasta que, en el último rellano, no tuve más remedio que elegir la que se me ofreció y meterme en un lugar tan oscuro que sólo pude intuir, quizá por el eco de los sonidos que yo mismo producía, un espacio enorme y vacío por el que seguí avanzando pegado a la pared.
Alcanzado el rincón que formaba esa pared con su perpendicular, me dejé caer en el suelo para recuperar el resuello. Por unos segundos todo yo fui sólo corazón y pulmones pugnando por ver quién sonaba más fuerte. Después empecé a notar el escozor del sudor en los ojos y, de nuevo, el dolor de cabeza pulsátil. No se veía un pijo; olía a humedad, a cartón, no sé: diría que olía a animales disecados, pero no por semejanza con los efluvios de algún producto relacionado con la taxidermia, sino por semejanza con las palabras «animales disecados», y ya sé que es una comparación difícil de entender pero también es difícil de entender la relatividad del tiempo y todo el mundo se la traga. No había oído alarmas ni nada parecido, y confié en que quizá los guardias se entretuvieran buscando planta por planta hasta llegar arriba, pero en cualquier caso había que espabilar. Me saqué de la boca el trozo de chocolate que había logrado arrancarle a la pieza del Nico y me lo metí en el bolsillo de la camisa. Deshice el hatillo y distribuí también su contenido por los pantalones. De paso aspiré un poco de farlopa con la nariz pegada a la papelina y me apliqué una mezcla de saliva y polvo sobre la sien en la esperanza de que la cocaína tuviera algún efecto tópico. Después me até el mantelito blanco a la cintura por si podía servirme más adelante y empecé a sentirme como en una de esas aventuras de Roger Wilco en las que nunca sabes qué coño vas a necesitar en la próxima pantalla.
A unos diez metros de mí, resplandecía una tenue línea de luz a la altura del suelo, como la que escapa por la rendija de una puerta cerrada. Encendí el mechero y avancé un poco. Efectivamente, una puerta cerrada. La abrí sin pensármelo mucho: era un pequeño aseo con aspecto de no haber sido usado en años, débilmente iluminado por el resplandor que provenía de un ventanuco. Volví a salir y seguí usando el mechero para alumbrarme. El local era amplio y diáfano, como el de unas oficinas, pero sin mesas ni ordenadores: sólo polvo. En una de las paredes encontré otra puerta, una de esas cortafuegos. Presioné la barra horizontal que la recorría y se abrió. Más allá, atravesando un muro grosísimo, me encontré a la luz del mechero en una habitación también vacía, pero mucho más pequeña. Estaba decorada con papel pintado de estampado inglés; la distribución de los enchufes, ciertas marcas en el suelo, zonas donde el papel cambiaba sutilmente de tono, me revelaron que aquello había sido un dormitorio. De ahí pasé a un corredor y enseguida comprendí que me hallaba en una vieja vivienda abandonada a la que habían tapiado las ventanas. Y todo eso pertenecía a otro edificio, no había duda. De ese segundo pasé a un tercero, y del tercero a un cuarto.
En fin: tratar de describir un laberinto es como tratar de fotografiar a un fantasma. Y en realidad aquello tampoco era un verdadero laberinto, era una alambicada unión de edificios que a ratos daba el pego, nadie lo había planeado para confundir al transeúnte. Aun así, lo desconcertante de un laberinto no es su complicación geométrica, sino la experiencia que induce, y aquella oscuridad interminable inducía de lo lindo. Tuve que recurrir a todo mi aplomo para no sucumbir al terror y extraviarme. Lo que sí perdí fue la noción del tiempo, de modo que no sé cuánto duró mi deambular por locales, viviendas y escaleras de vecinos sumidas en una eterna noche artificial. El olor a animales disecados persistía: era el olor del abandono, del aire olvidado. Todo lo que encontré aquí y allá fue algún mueble desvencijado en medio de una habitación vacía, o pequeños objetos no por corrientes menos inquietantes: un caniche de porcelana azul abandonado sobre un estante de formica, un calendario del año 83 con foto de paisaje suizo, restos de un póster de Bruce Springsteen en un dormitorio, un rollo de papel higiénico y un cepillo de dientes infantil en un lavabo tomado por las arañas: piezas olvidadas que inspiraban esa congoja de los objetos recuperados de un remoto naufragio. Acordándome de las
quest
para ordenador, recopilé el caniche de porcelana y el cepillo de dientes; el uno no dejaba de ser un objeto arrojadizo contundente, además de proporcionar pedazos de aristas cortantes al romperse, y el cepillo de dientes tenía también un nosequé de herramienta útil. En eso estaba cuando oí un estruendo que hizo vibrar el aire aprisionado. Curiosamente no me asusté; al contrario: comprendí inmediatamente que era un petardo: un bendito petardo que me devolvía a la realidad de que había un lugar, sólo un poco más allá de las paredes que me rodeaban, donde se preparaba la verbena de San Juan, y al menos supe que seguía en Barcelona.
Resolví no tentar más la suerte y volver al edificio en que había iniciado el recorrido: no sólo porque era poco probable que los guardias que andaban buscándome se concentraran justamente en el lugar del que había escapado, sino porque el aseo de aquella primera oficina era la única entrada de luz natural que había visto en toda la exploración. También recordé la mención a mi Estupendo Hermano que hizo el veterinario.
The First
no debía de andar muy lejos, no era plausible que quienquiera que estuviera al mando de aquella locura desperdigara a sus prisioneros por todo el laberinto, seguramente aquella planta en la que había despertado constituía algo así como los calabozos de la organización, o la secta, o lo que quiera que formara aquella gentuza.
Una vez llegué al aseo me asomé al ventanuco. Hacia abajo, el hueco de ventilación se oscurecía y apenas dejaba adivinar un fondo negro. Hacia arriba mostraba la luz del cielo tamizada por una claraboya verde. Además de agorafobia, misantropía y aversión a las gallinas, estoy también afectado de un vértigo considerable, pero la necesidad de salir al exterior fue por un momento tan fuerte que me planteé trepar hasta aquella luz glauca. Sin embargo, ese hueco de ventilación debía de pasar probablemente cerca de la zona de calabozos (llamémosla así), bastaba imaginar el esquema de mi desplazamiento en la huida para confirmarlo. Y aceptado esto, quizá lo más sensato no fuera subir por el hueco hacia la azotea, sino bajar por él hasta la planta adecuada y tratar de encontrar a
The First
. Después de todo, lo mío podía considerarse no sólo una huida sino también un rescate. Además, el descenso ofrecía una gruesa tubería de uralita como punto de apoyo, ventaja que no tenía el ascenso. Era impensable bajar seis pisos aferrado a ella, pero quizá pudiera aproximarme varias plantas por las escaleras y salvar el último piso (incluso los dos últimos) a través del respiradero. La pregunta ahora era cuántas plantas por debajo de mí estaban vacías y, por tanto, hasta cuál de ellas tenía acceso al aseo correspondiente sin que nadie me viera.
Sólo había una manera de responder a aquella pregunta: probar a ir bajando. Primero me acerqué con mil precauciones a la caja de escaleras por las que había subido huyendo de los guardias. El silencio era absoluto. La oscuridad también. Me asomé al hueco central y vi luz eléctrica en la planta más baja. Me atreví a bajar un piso; seguí atisbando por el hueco; apliqué el oído a la puerta doble que daba acceso al local de esa planta y no oí nada; abrí una rendija y miré: todo oscuro, como arriba. Eso me animó y bajé una planta más. Y otra y otra: así hasta el nivel inmediato al de la puerta de rejas que daba al corredor de las puertas. Todo permanecía quieto, sólo se oía un «zzzzzz», zumbido de fluorescentes. Esta vez con sigilo reforzado, abrí la puerta del local que quedaba justo encima de la zona de calabozos.
Lo que vi no brindó ninguna novedad a la luz de mi mechero. Salvo porque tenía el suelo de parqué y, junto a la entrada, se amontonaban una nevera sin enchufar, un par de sillas polvorientas y un perchero vacío, en lo demás era exactamente igual que el ático, igual de vacío y sucio, aunque el fuerte olor a laberinto era aquí imperceptible, como si la proximidad de la zona habitada diluyera su esencia. Fui directo al baño del fondo, abrí la ventana del respiradero y comprobé que el abismo terminaba en el piso inmediatamente inferior. Me puse entonces a la labor de sacar mi cuerpo por la ventana. Eso fue lo peor. Después me descolgué y aterricé sin novedad, pero daba bastante yuyu posar los pies descalzos en el suelo de aquel respiradero inmundo, así que probé a entrar por la ventana del piso más bajo lo más rápidamente posible, pasando el marco de cabeza. Eso me obligó a aterrizar en el aseo al que daba haciendo la vertical. Sólo lo sentí porque se me cayeron los gachets de los bolsillos, con el resultado de cuartito de cocaína desparramado y pérdida de porcelana encefálica en caniche azul. A lo del caniche pude ponerle remedio días más tarde con un pega-plus y hoy me contempla mientras escribo, pero amorrarse a chupar el suelo de un aseo me pareció excesivo incluso para Roger Wilco y el cuarto de cocaína se perdió para siempre.
Bien. Ya estaba en el lavabo del piso que me interesaba, probablemente a unos veinte metros del guardia. Y ahora qué.
Oí toses: esa tos de bronquítico que nos hermana a tantos fumadores.
Podía mantenerme escondido en el aseo, esperar a que el tío tuviera ganas de mear y darle un mal tanto con los restos del caniche en cuanto traspasara la puerta. Claro que quizá el tipo tardara horas en entrar o quizá los guardias meaban en otro sitio, o las normas les impedían abandonar el puesto bajo ningún concepto. Por otro lado no tengo costumbre de dejar a la peña grogui de un solo golpe y no me sentí capaz de calibrar el impacto mínimo necesario: tanto podía quedarme corto y darle ocasión de reaccionar, como reventarle el cráneo al primer toque de gracia.
Decidí asomar un poco el bigote por la puerta y ver si se me ocurría alguna alternativa al estozolamiento por caniche azul. Los accesos de tos se repetían cada poco, el pobre tipo trataba de expulsar una flema profunda que se le resistía. Aproveché uno de ellos para abrir la puerta un par de palmos, por si chirriaba. Eso dejó a la vista la escalera descendente que había visto al salir de la habitación entre los guardias: estaba a sólo un par de metros de mí. Al siguiente acceso de tos abrí más aún el batiente y fui asomando a la luz del corredor. La mesa del guardia quedaba parcialmente oculta tras el retranqueo de la pared y sólo se le veía medio cuerpo al tipo. Tenía los brazos doblados por el codo y los puños apoyados sobre las orejas, como el que empolla para un examen. Estaba a unos treinta metros a mi izquierda.
Lo más sensato era bajar las escaleras de la derecha y ver qué había abajo confiando en que no fuera otro centinela. Lo único que quedaba por decidir era si salir del aseo reptando o aprovechar un ataque de tos del guardia y deslizarse de puntillas. A mí, reptar, lo que se dice reptar, no es que se me dé muy bien, todo lo más conseguiría arrastrarme como un caracol, así que era mejor salir de puntillas. Pero me costó decidirme a atravesar la puerta. Los ataques de tos dejaron de repetirse y empecé a ponerme nervioso. Volví a sacar la nariz por el quicio a ver qué coño pasaba. Vi que el tipo se inclinaba a su derecha y oí unos sonidos de fricción, cajones abriéndose... No desperdicié la ocasión y salí de allí con el aliento contenido, no muy deprisa pero sí dando pasos largos en dirección a las escaleras. Sólo me apresuré al llegar al primer peldaño, plin, plin, plin, y bajé lo más rápido que pude hasta la mitad del descenso. Allí me quedé un momento, agachado sobre los escalones, tratando de atisbar la planta a la que llegaba. El descenso desembocaba en un espacio de unos veinte metros cuadrados que no contenía a la escalera sino que empezaba justo a partir del último peldaño, y eso producía la sensación de estar llegando a una cámara encapsulada en una construcción maciza. Sonaba una gota cayendo sobre varios litros de agua quieta, plong, plong... El suelo de cemento estaba encharcado a pesar del desagüe central. Vi un grifo en la pared de enfrente al que estaba conectada una manguera. De ahí procedía la gota, plong, plong, y caía sobre una pila adosada a la pared. El color dominante, además del blanco de las baldosas que cubría la parte baja de las paredes, era un gris hormigón, entristecido por la luz del fluorescente que se reflejaban en el agua del piso. Aquí el olor a humedad era intenso, y si algo de lo que había visto hasta entonces tenía pinta de calabozo era justamente esto: parecía una cámara de torturas medieval reinterpretada por Le Corbusier. Pero lo más interesante del lugar es que las paredes presentaban cuatro puertas enfrentadas dos a dos: puertas metálicas, también grises, con cerrojo y ventanilla a modo de visor, pero eran ventanas mucho más estrechas que las del piso de arriba, recordaban una de esas mirillas que tienen los tanques.
Terminé de bajar las escaleras, ya erguido en toda mi altura, y noté la humedad del cemento traspasándome los calcetines. Me acerqué a la primera de las puertas de la izquierda y miré por el visor. Una silla de madera, un colchón de espuma en el suelo, cortina de plástico que aislaba una cuarta parte de la celda, poco más. Me fijé en las manchas de las paredes, siempre embaldosadas de blanco hasta media altura: algunas eran gotas, salpicaduras, otras refregaduras, degradados, a veces trazos que avanzaban temblorosos en grupos paralelos.
Traté de no dejarme impresionar y fui a mirar por el visor de la puerta de enfrente. Esta vez lo de menos fue el mobiliario y las paredes, porque lo primero que me saltó a la vista fue un tipo grandote en calzoncillos. Quedaba de frente, cabizbajo, sentado en una silla como la de la otra habitación, con las manos ocultas a la espalda. Parecía dormitar, la respiración le abultaba el pecho a intervalos regulares. Al reparar en su cara, incluso en esa posición que la mantenía semioculta, comprendí que alguien le había intentado hacer la cirugía plástica a puñetazos.
Pero el trabajo del hijo de puta que le había hecho eso no me impidió reconocer a Sebastián, mi hermano.
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Para cuando hube descorrido el cerrojo, el Cristo sedente había ya alzado la cabeza en dirección a la inesperada visita y trataba de abrir los ojos.