—Está bien este sitio... Oye, ¿tienes dinero? Yo llevo sólo cinco mil pelas...
—Yo llevo veinte. ¿Qué te apetece?
—Tú mandas, Fittipaldi.
Ojeé la carta.
—A ver qué te parece esto: una escalibada central para ir picando..., trucha ahumada..., una fuente de lomo embuchado y un par de platos de jamón. Y pan de chapata untado con tomate; lo tuestan a fuego de leña. Luego ya veremos. Creo recordar que tienen un manchego meritorio.
—Te hago responsable de que me guste.
Me volví en busca de un camarero. Se acercó enseguida el único que estaba en la sala, un poco aburrido por lo escaso de la clientela, y le hice el pedido. Finalmente me decidí por el Remelluri y advertí que no nos lo sirvieran demasiado caliente. Con el rollo de que el tinto se toma a temperatura ambiente te acaban sirviendo el Rioja sin refrescar así lo tengan a veinticinco grados.
En cuanto se fue el camarero, la Fina empezó el interrogatorio:
—Bueno: explícame eso del coche de tu hermano.
No me gusta mentirle a la Fina. No me gusta nada.
—Primero explícame tú qué haces aquí conmigo. ¿No volvía hoy tu marido?
Inclinó la cabeza; caída de ojos; los volvió a abrir con las pupilas puestas en un rincón lejano del techo:
—Reunión... Tienen que informar al jefe de la movida de Hewlett Packard en Toledo... Lo de siempre. Me he cabreado y le he dicho que saldría con algún amigo y que no me esperara despierto.
Encendí un Ducados para darle oportunidad de elegir entre seguir por ahí o cambiar de tema.
—Ya no sé qué hacer, tío... Mira que hoy lo estaba esperando como una tonta..., me hacía ilusión verlo, de verdad, salir a cenar a algún sitio, no sé, hacer un poco de vida de pareja... Pues no: «Ah, es que hemos quedado en el despacho para hablar...»; lo hubiera matado, te lo juro. A veces creo que está conmigo sólo para parecer una persona normal, ¿sabes?: como lo natural es estar casado, pues se casa uno y punto... Hace no sé cuántas semanas que no echamos un polvo. Me voy a buscar un amante, te lo digo en serio. Claro que sí, tío, es que estoy harta...
—¿Has hablado con él?
—Lo he intentado. ¿Y sabes qué hace?, pues me trata de neurótica, ¿sabes?, como si todo fueran comidas de coco mías. «Tío: ¡pero si no follamos!», ¿sabes?... Pues nada. Se pone a ver la tele un rato y en cuanto llegan las once se mete a dormir. Como madruga... Y a la que un sábado pasa cualquier cosa y no hay jodienda, pues ya se ha pasado el día y hasta la próxima. La semana pasada porque se iba a Toledo, la anterior porque fuimos a Girona a ver sus padres y volvimos tarde, la otra no sé qué coño pasó que tampoco... Pues ahora a la que no le apetece es a mí, ya está.
La llegada del vino y unas rodajitas de embutidos surtidos que trajeron para hacer boca interrumpió la conversación. El camarero venía dispuesto a hacer el número de la cata. Le dije que podía servirnos directamente y nos dejó tranquilos.
—Bueno, cuéntame lo del coche; no tengo ganas de hablar de mi marido.
—Nada: mi hermano me ha encargado un trabajo de vigilancia y necesitaba un coche para usarlo como punto de observación.
—¿Y eso?
—No sé, mangoneos de los suyos. Está interesado en una finca del barrio y quiere que le encuentre al propietario. Cincuenta mil pelas si le tengo el nombre para antes del lunes.
—¿Y qué vas a hacer, quedarte esperando en la puerta ver quién sale?
—Algo así.
—Pues ese cacharro que llevas no es como para pasar desapercibido. Te iría mejor un Corsa.
—Puede; pero mi hermano no tiene un Corsa, tiene Lotus.
—¿Y piensas ir a vigilar esta noche?
—Ése es el plan. Cenamos, tomamos algo en el bar de Luigi y después me voy para allá.
—Ayer noche pasé, por el bar de Luigi. Estaba harta de dar vueltas en la cama; te llamé por teléfono y como no estabas me imaginé que andarías por allí. Llegué diez minutos tarde. Me dijo Roberto que habías desaparecido a toda prisa.
—Fui a comer algo al Paralelo.
—Ya... Y después de putas, ¿no?...
Hice un gesto entre la inocencia y la resignación. Pero a ella debió darle morbo insistir en el tema:
—Y qué, qué tal, ¿algo especial?
—Psss..., nada que no hayamos hecho tú y yo. Ya sabes que en cuestión de papeo y jodienda soy poco imaginativo.
—Me parece que yo también me voy a ir de putos un día de estos.
Llegó la comida. La escalibada demasiado tibia para mi gusto; el lomo un poco rechichivao, como si lo hubieran tenido guardado en la nevera; el jamón estupendo, aceitosito y aromático; la trucha bien. El paseíto en la Bestia nos había abierto el apetito, pero aun así la Fina encontró huecos para seguir con su investigación particular.
—Oye: ¿y ese cambio de
look
?
—Convenía. Para el encargo que tengo entre manos...
Se quedó mirándome con cara de sospechar algo y no saber exactamente qué:
—Pues, ¿sabes?, te encuentro muy raro. El peinado, la ropa, el coche..., veinte mil pelas en el bolsillo, olor a colonia buena... Y además estás muy serio, no has hecho ni una sola payasada de las tuyas.
No se me ocurrió ninguna payasada que hacer.
—Mi hermano me ha dejado su tarjeta para cubrir gastos... No sé: puede que esto de ir bien vestido y llevar dinero encima imprima carácter. Y no estoy acostumbrado a conducir un deportivo de veinte kilos.
—Y qué: ¿Te gusta?
—Psss... Es divertido, para variar.
—¿Y si te gusta por qué no haces algo? Tus padres están forrados, tu hermano igual, ¿eres socio de su empresa, no?, podrías tener la pasta que quisieras...
—No te molestes, ya me conozco ese discurso.
—... ¿por qué no intentas sacarte provecho a ti mismo?, no sé, al menos para poder tomarte una copa cuando te apetezca y no andar dejando deudas por los bares. Eres un tío con coco, y tú lo sabes. Úsalo.
—En realidad creo que si tuviera menos coco sería más inteligente.
—Ya estás otra vez diciendo cosas raras.
—¿Lo ves?: el coco, que me sale con ocurrencias de Perrito Piloto.
Puse cara de Perrito Piloto en pleno vuelo, con sus gafas y su gorro de orejeras. La Fina tuvo que taparse la boca con una mano para no soltar la papa. Pero volvió a la carga en cuanto se le pasó la risa.
—No lo entiendo, de verdad. ¿No puedes hacer simplemente lo que se espera que hagas, sin más? Y no me vengas con jueguecitos de palabras...
Generalmente detesto que me pidan explicaciones sobre lo que hago o lo que dejo de hacer, ya tengo suficiente, con los sermones de SP y los sarcasmos de mi Estupenda Hermano, pero esta vez me venía bien apartar la atención de mis transformaciones indumentarias para cambiar de tercio y entretener la conversación en otra cosa.
—Muy bien, te voy a contestar con una historia verídica a modo de parábola.
—Pero después tienes que volver a poner cara de Perrito Piloto.
—Ya veremos, primero escucha.
—Escucho.
—Verás: ésta es la historia de un joven que embarcó rumbo al Yukon en plena fiebre del oro. Su padre, un comerciante próspero, acababa de morirse de puro viejo en su ferretería de Omaha y le dejó cierta cantidad de dinero. Eso y lo que pudo sacar al liquidar el negocio le pareció suficiente para pagar el viaje y probar suerte en el norte, así que el tío se llegó hasta Seattle atravesando medio país y allí tomó el primer vapor hacia Skagway, cerca de la frontera oeste del Canadá. ¿Sigo?
—Ya que has empezado...
—Bueno, pero no quiero que te imagines al típico oportunista en busca de fortuna; era más bien un... experimentador, ¿vale?: más que oro buscaba un punto de vista privilegiado, contemplar el mundo desde el Norte absoluto, subir a la cúspide del planeta, algo así.
—Un sonao.
—Exacto, veo que lo vas pillando. Bueno, pues el tío salió de Skagway a lomos de una mula en la gran caravana de hombres y ganado que se adentraba hacia el norte hasta Dawson. Seiscientos kilómetros de ruta infernal: aludes, escasos pastos para los animales y un frío de cojones en plena primavera. A parte de algún fuerte construido un poco más al norte, Dawson era por aquel entonces el último lugar civilizado en el que se podían comprar víveres antes de adentrarse en tierras ignotas, una especie de puesto de vanguardia desde el que partían los aventureros hacia el Círculo Polar.
—Parece un cuento de Jack London.
—De Jack Leches: lees demasiado, se te va a estropear la vista.
—Es que follo poco... En fin, sigue.
—Bueno, la cosa es que una vez en Dawson empezó a darle mal rollo la idea de meter los pies en remojo de aguas de deshielo y quebrarse el espinazo buscando indicios de polvo dorado que la mayoría de las veces aparecía en cantidades ridículas. Se lo pensó dos veces y decidió descansar unos días en la ciudad. Dawson todavía no había alcanzado su máximo esplendor, pero empezaba ya a ser conocida por el París del Norte: se podía beber champán, comer caviar o contratar a señoritas francesas que te bailaban un cancán en ropa interior con blondas; todo a precios de nuevo rico, por supuesto. Y mezclados con los que despilfarraban su polvo de oro en los salones, pululaban centenares de desgraciados incapaces de pagar la fortuna que se pedía por un plato de judías y un trozo de pan, así que aquello no tardó mucho en convertirse en una olla a presión que la policía canadiense apenas podía controlar ¿Te haces una idea? Bueno, pues mira por dónde nuestro hombrecito de Nebraska traía dinero en el bolsillo y a los dos días empezó a importarle un pimiento el norte y sus perspectivas privilegiadas: pasó una semana, pasaron dos, tres, y entre copas de champán y polvos dorados que no requerían mojarse los pies en absoluto acabó dilapidando la herencia de su padre.
—No sé por qué pero me lo esperaba.
—Espera que ahora viene lo bueno. Resulta que cuando le quedaban apenas unos dólares comprendió que no tenía más remedio que ponerse en marcha. Compró un saco de víveres, lanzó una moneda al aire para decidir el rumbo, se marchó con su saco, su mula y su cedazo justo en la misma dirección que el resto de los buscadores, Klondike arriba. Pero el Klondike estaba ya más explorado que las blondas de las madmuaseles, no quedaba ni un metro de río que no tuviera marcada la concesión, y lo mismo pasaba en los afluentes importantes, así que nuestro sonao se empeñó en remontar un arroyuelo ridículo en el que nadie había encontrado el más mínimo vestigio de oro. El caso es que al cabo de un mes de estirar raciones y trepar por los Montes Mackencie, el saco de víveres se había agotado y el futuro tomaba mal color. Otros podían sobrevivir en pleno invierno a base de cazar y pescar, pero aquel hijo de un ferretero de Omaha apenas distinguía un conejo de un salmón, y no se le ocurría manera de capturar a ninguno de los dos. Total: estaba ya a punto de emprenderla a mordiscos con su cabalgadura cuando, agachado cerca del arroyuelo, se encontró con un siwash pescando.
—¿Un si-qué?
—Un indio del norte. El caso es que debió ver al ferretero tan acabado que se lo llevó con su familia. El clan del indio solía acampar en verano junto a un pozo que formaba el riachuelo poco más arriba, y una vez allí le dieron de comer y después durmió una larga siesta ante la mirada atenta de toda la parentela, que no estaba acostumbrada a ver tipos tan rubios y tan peludos. El ferretero durmió todo el día y al despertar se sintió mucho mejor. Estaba casi anocheciendo cuando se levantó y fue hacia el pozo con intención de despejarse metiendo el cabezón en el agua helada. Fue entonces cuando lo vio.
—¡Oro!
—Exacto, oro. En el fondo del pozo: una pátina dorada que relumbraba a la luz oblicua de media tarde como una botella de Freixenet puesta a trasluz. Casi se ahoga. Al principio los siwash no entendieron a qué venía tanto alboroto, pero el abuelo del clan terminó por dar con una explicación plausible: aquel polvo debía de ser una suerte de cosmético, el pigmento dorado que daba color a los cabellos del Rostro Pálido y al pelo brillante que le poblaba el pecho y se le acumulaba alrededor de la boca.
—Te lo estás inventando...
—En serio: aquella gente no estaba acostumbrada a ver hombres rubios más que de lejos, buscando algo invisible en el lecho de los ríos. Piensa que al lado de un siwash,
nickerboker
descendiente de holandeses reluce al sol como una aparición mariana, exactamente igual que el fondo aquel pozo. Y a todo esto nuestro joven comprendió por qué nadie había remontado aquel arroyuelo. Generalmente las pepitas de oro fluyen a lo largo de todo el río arrastradas por la corriente; los buscadores probaban suerte en algún lugar lo suficientemente poco profundo como para poder cribar la arena del fondo, y si encontraban algo seguían cribando más arriba, si no, se olvidaban del riachuelo y probaban en otro sitio. Pero resulta que sobre aquel pocillo diez o doce metros cuadrados la corriente pasaba muy lentamente, lo suficiente como para que el oro que contenía sedimentara como una fina lluvia de purpurina y el agua superficial siguiera fluyendo limpia río abajo. O sea: el pozo era una especie de decantador natural que iba acumulando oro en su fondo, y sólo quedaba por averiguar qué grosor tenía aquella capa dorada. ¿Más vino?
—Más vino.
Serví las dos copas, le di un repaso a mi plato de jamón y un meneo a la escalibada tibia, que no acababa de convencerme. Mejoró bastante una vez salada y lubricada con un buen chorro de espeso aceite color verdoso. La Fina aprovechó también para picotear la trucha y darle un par de buenos mordiscos a una tostada. Esperé para continuar hasta que, cubriéndose un poco la boca llena con una mano, explicitó su impaciencia:
—Bueno, y qué pasó.
—Pues pasó que nuestro héroe salió con una brillante idea de Perrito Piloto. El caso es que, por pura curiosidad, se sumergió a tres metros en el pozo y llenó su sombrero con polvo del fondo. Una vez en la superficie se dio cuenta de la tremenda riqueza de la arena, casi cuarzo y oro a partes iguales, y en cuanto comprendió que era inmensamente rico le dio pereza la idea de ponerse a bucear como un pato durante días para extraer su tesoro. Entonces no se le ocurrió otra cosa que aprovechar la oportunidad para hacer un cursillo de caza y pesca con los siwash. Al fin y al cabo el oro seguiría allí esperando el tiempo que hiciera falta; en cambio los indios no paraban quietos más de una semana en el mismo campamento y era muy improbable volver a encontrarlos. Así que guardó el sombrero en la alforja de la mula y decidió olvidarse del asunto hasta que llegara el momento de trabajar en serio, cosa que bien podía esperar unos días.