Esto nos conduce a una discusión en la que le digo que ya sé que mi padre bebía demasiado y que nos abandonó, pero que es mi padre, no el de ella, y que ella no entenderá nunca cómo eran las cosas cuando no bebía, las mañanas que pasé con él junto a la lumbre, oyéndole hablar del noble pasado de Irlanda y de los grandes sufrimientos de Irlanda. Ella no pasó nunca mañanas como aquélla con su padre, que la dejó con Zoe cuando tenía siete años, y yo me pregunto cómo pudo superar aquello. ¿Cómo fue capaz de perdonar a su madre y a su padre por habérsela quitado de encima dejándosela a la abuela?
La discusión es tan fuerte, que me largo y me voy a vivir a mi apartamento del Village, dispuesto a hacer la vida bohemia desenfrenada. Después me entero de que está con otro y de pronto la deseo, estoy desesperado, estoy loco por ella. Sólo soy capaz de pensar en sus virtudes, en su belleza, en su energía y en la dulzura de sus rutinas del fin de semana. Si me vuelve a aceptar, seré el marido perfecto. Llevaré los cupones al supermercado, lavaré los platos, pasaré la aspiradora por todo el apartamento todos los días de la semana, picaré verduras para las grandes cenas todas las noches. Llevaré corbata, me limpiaré los zapatos, me volveré protestante. Lo que sea.
Ya no me importa la vida desenfrenada que hacen Malachy y Michael en la parte alta, ni los
beats
desaliñados del Village con sus vidas inútiles. Quiero a Alberta, fresca, luminosa y femenina, toda calor y seguridad. Nos casaremos, ay, sí, y nos haremos viejos juntos.
Accede a reunirse conmigo en el bar de Louis, cerca de la plaza Sheridan, y cuando entra por la puerta está más hermosa que nunca. Los camareros dejan de servir bebidas para mirarla. La gente estira el cuello. Lleva el abrigo azul vivo con cuello de piel gris pálido que le compró su padre para hacer las paces después de haberle dado un puñetazo en la boca, hace años. Lleva sobre el cuello una bufanda de seda de color lavanda, y yo sé que nunca podré volver a ver ese color sin recordar este momento, esa bufanda. Sé que se va a sentar en el taburete que está a mi lado y que me va a decir que todo ha sido un error, que estamos hechos el uno para el otro y que me vaya con ella ahora a su apartamento, que hará la cena y seremos felices para siempre.
Sí, se tomará un martini, y no, no quiere venir conmigo a mi apartamento, y no, yo no puedo ir con ella a su apartamento porque todo ha terminado. Está harta de mí y de mis hermanos, del ambiente de la parte alta y del ambiente del Village, y quiere vivir su vida. Ya es bastante duro dar clases todos los días como para tener que soportar la tensión de aguantarme a mí y mis quejas porque quiero hacer esto, aquello y lo de más allá, porque quiero ser de todo menos responsable. Demasiadas protestas, me dice. Ya es hora de que me haga adulto. Me dice que tengo veintiocho años pero me comporto como un chico, y que si quiero derrochar mi vida en los bares como mis hermanos, es asunto mío, pero ella no quiere tomar parte.
Cuanto más habla, más se enfada. No me deja que le coja de la mano, ni siquiera que le dé un beso en la mejilla, y, no, no quiere tomarse otro martini.
¿Cómo es capaz de hablarme de ese modo cuando se me está partiendo el corazón, sentado en el taburete del bar? A ella no le importa que yo fuera el primer hombre de su vida, el primero de todos en la cama, aquél que una mujer no olvida nunca. Todo eso no importa porque ella ha encontrado a una persona madura, que la quiere, que está dispuesta a hacer cualquier cosa por ella.
—Yo estoy dispuesto a hacer cualquier cosa por ti.
—Es demasiado tarde —me dice—. Ya has tenido tu oportunidad.
El corazón me palpita con fuerza y siento un gran dolor en el pecho y todas las nubes oscuras del mundo se han reunido en mi cabeza. Quiero llorar derramando las lágrimas en mi cerveza ahí, en el bar de Louis, pero la gente hablaría, ah, sí, otra riña de enamorados, y nos pedirían que nos marchásemos, o al menos me lo pedirían a mí. Estoy seguro de que preferirían que se quedara Alberta para que adornase el local. Yo no quiero estar en la calle con todas esas parejas felices que van de paseo a cenar y al cine y a picar algo más tarde antes de meterse en la cama desnudos y, Jesús, ¿será éste su plan para esta noche cuando yo esté solo en mi apartamento de agua fría sin nadie en el mundo con quien hablar más que con Bill Galetly?
Apelo a sus sentimientos. Le recuerdo mi infancia miserable, los maestros brutales, la tiranía de la Iglesia, mi padre, que prefirió la botella a los niños, mi madre derrotada que gemía junto a la lumbre, mis ojos rojos ardientes, los dientes que se me deshacían en la boca, la miseria de mi apartamento, Bill Galetly que me atormenta habiéndome de la gente de la caverna de Platón y del Evangelio de San Juan, lo mal que lo paso en el Instituto de Formación Profesional y Técnico McKee, los profesores más antiguos que me dicen que forme a golpes a los pequeños desgraciados, los más jóvenes que declaran que nuestros alumnos son verdaderas personas y que depende de nosotros motivarlos.
Le suplico que se tome otro martini. Podría ablandarla lo suficiente como para que viniera a mi apartamento, donde diré a Bill: «Ve a darte un paseo, Bill, necesitamos intimidad.» Queremos sentarnos a la luz de las velas y hacer planes para un futuro de hacer la compra los sábados, pasar la aspiradora, limpiar, ir a buscar antigüedades los domingos, preparar las clases y pasar horas jugueteando en la cama.
No, no, no quiere tomarse otro martini. Va a verse con su hombre nuevo y tiene que marcharse.
—Ay, Dios, no. Me clavas un puñal en el corazón.
—Deja de lloriquear. Ya he oído bastante de ti y de tu infancia miserable. No eres el único. A mí se me quitaron de encima soltándome en casa de mi abuela cuando tenía siete años. ¿Acaso me quejo? Me aguanto, sin más.
—Pero tú tenías agua corriente fría y caliente, toallas gruesas, jabón, sábanas en la cama, dos ojos limpios y azules y la dentadura sana, y tu abuela te llenaba a rebosar la tarterita todos los días.
Se baja del taburete, me permite que le ayude a ponerse el abrigo, se pone al cuello la bufanda de color lavanda. Tiene que marcharse.
Ay, Dios. Me falta poco para lloriquear como un perro al que han dado una patada. Tengo el vientre frío y en el mundo no hay nada más que nubes oscuras, con Alberta en el centro, rubia, con los ojos azules y con la bufanda de color lavanda, dispuesta a dejarme para siempre por su hombre nuevo, y esto es peor que el que me den con una puerta en las narices, es peor que morirse, incluso.
Entonces me besa en la mejilla.
—Buenas noches —me dice. No me dice adiós. ¿Quiere decir con eso que deja una puerta abierta? Si hubiera terminado conmigo para siempre, lo normal sería que me dijera adiós.
No importa. Se ha marchado. Ha salido por la puerta. Ha subido los escalones mientras todos los hombres del bar la miran. Es el fin del mundo. Bien podría estar muerto. Bien podría tirarme al río Hudson y dejar que éste llevara mi cadáver más allá de la isla de Ellis y de la estatua de la Libertad, hasta el otro lado del Atlántico y subiendo por el río Shannon, donde al menos estaría entre mi gente y no me rechazarían los protestantes de Rhode Island.
El camarero tiene unos cincuenta años y a mí me gustaría preguntarle si ha sufrido alguna vez lo que estoy sufriendo yo y qué hizo al respecto. ¿Tiene cura? Hasta puede que supiera decirme qué significa que una mujer que te deja para siempre te diga buenas noches en vez de adiós.
Pero este hombre tiene una cabezota calva y gruesas cejas negras y me da la sensación de que tiene sus propios problemas y sólo me queda bajarme del taburete y marcharme. Podría ir a la parte alta y unirme a Malachy y a Michael en sus vidas emocionantes, pero, en vez de ello, me vuelvo andando a mi casa de la calle Downing confiando en que las parejas felices que se cruzan conmigo no oigan los sollozos que se escapan a un hombre cuya vida ha terminado.
Allí está Bill Galetly con sus velas, su Platón, su Evangelio de San Juan, y a mí me gustaría poder disponer de mi casa yo solo para pasarme una noche sollozando en mi almohada, pero él está sentado en el suelo mirándose fijamente en el espejo y pellizcándose la carne que se encuentra en el vientre. Levanta la vista y me dice que tengo aspecto de llevar una pesada carga.
—¿Qué quieres decir?
—La carga del ego. Te estás hundiendo. Recuerda: el reino de Dios está dentro de ti.
—No quiero a Dios ni Su reino. Quiero a Alberta. Me ha dejado. Me voy a la cama.
—Es un mal momento para irse a la cama. Acostarse es acostarse.
A mí me irrita tener que oír perogrulladas y le digo:
—Claro que lo es. ¿De qué me hablas?
—Acostarse es rendirse a la gravedad en un momento en que podrías ascender en espiral hasta la forma perfecta.
—No me importa. Me voy a acostar.
—Vale. Vale.
Cuando llevo unos minutos en la cama, él se sienta en el borde y me habla de la locura y de la vacuidad del sector de la publicidad. Mucho dinero, y todo el mundo está fatal con úlcera de estómago. Todo es ego. No hay pureza. Me dice que yo soy profesor y que podría salvar muchas vidas si estudiara a Platón y a San Juan, pero que antes tengo que salvar mi propia vida.
—No estoy de humor.
—¿No estás de humor para salvar tu propia vida?
—No, me da igual.
—Sí, sí, eso es lo que pasa cuando te rechazan. Lo tomas como cosa personal.
—Claro que lo tomo como cosa personal. ¿Cómo lo voy a tomar, si no?
—Mira el punto de vista de ella. No te está rechazando a ti, se está aceptando a sí misma.
No llega a ninguna parte, y el dolor que me provoca lo de Alberta es tan grande que tengo que marcharme. Le digo que voy a salir.
—Ah, no hace falta que salgas. Siéntate en el suelo con la vela a tu espalda. Mira la pared. Sombras. ¿Tienes hambre?
—No.
—Espera —me dice, y trae de la cocina un plátano—. Cómete esto. El plátano te sienta bien.
—No quiero un plátano.
—Te llena de paz. Tiene mucho potasio.
—No quiero un plátano.
—Sólo crees que no quieres un plátano. Escucha a tu cuerpo.
Me sigue hasta el pasillo predicando los plátanos. Aunque está desnudo, me sigue por las escaleras, bajando tres pisos, por el pasillo que conduce a la puerta principal. Sigue hablando de plátanos, del ego y de Sócrates que era feliz debajo de un árbol en Atenas, y cuando llegamos a la puerta principal se queda en el escalón superior agitando el plátano mientras los niños que juegan a la rayuela en la acera sueltan gritos y chillidos y lo señalan con el dedo y las mujeres que apoyan el pecho y los codos en los cojines de los alféizares le chillan en italiano.
Malachy no está en su bar. Está en su casa y es feliz con su esposa, Linda, haciendo planes para la vida del niño que va a llegar. Michael ya se ha ido esa noche. Hay mujeres en la barra y en las mesas pero están con hombres. El camarero dice: «Ah, usted es el hermano de Malachy», y no me deja pagar lo que bebo. Me presenta a parejas que están en la barra:
—Este es el hermano de Malachy.
—¿De verdad? No sabíamos que tuviera otro hermano. Ah, sí, conocemos a tu hermano Michael. ¿Y cómo te llamas?
—Frank.
—¿Y a qué te dedicas?
—Soy profesor.
—¿De verdad? ¿No te dedicas a la hostelería? Se ríen.
—¿Y cuándo piensas dedicarte a la hostelería?
—Cuando mis hermanos se hagan profesores.
Eso es lo que digo, pero lo que me pasa por la cabeza es diferente. Tengo ganas de decirles que son unos memos condescendientes, que he conocido a gente como ellos en la recepción del hotel Biltmore, que seguramente dejaban caer la ceniza de los cigarrillos en el suelo para que yo la limpiara y que me miraban como si fuera invisible, tal como se hace con la gente que limpia. Me dan ganas de decirles que me besen el culo, y si me tomara unas cuantas copas más se lo diría, pero sé que dentro de mí sigo tirándome del flequillo y arrastrando los pies en presencia de la gente superior, que se reirían de cualquier cosa que les dijera porque saben lo que soy por dentro, y si no lo saben no les importa. Si me cayera muerto del taburete se pasarían a una mesa para evitar lo desagradable, y más tarde contarían a todo el mundo que se han encontrado con un maestro de escuela irlandés borracho.
En todo caso, nada de todo esto tiene importancia. Alberta está seguramente en un restaurante italiano pequeño y romántico con su hombre nuevo, los dos se sonríen a través del brillo de la vela puesta en el cuello de una botella de Chianti. Él le dice a ella lo que hay de bueno en el menú, y cuando hayan pedido la cena se pondrán a hablar de lo que harán mañana, quizás esta noche, y si pienso en eso se me pondrá la vejiga cerca del ojo.
El bar de Malachy está en la esquina de la calle Sesenta y Tres y la Tercera Avenida, a cinco manzanas de la primera habitación de pensión que tuve, en la calle Sesenta y Ocho. En vez de volver a casa directamente puedo sentarme en los escalones de la casa de la señora Austin y recordar el contenido de los diez años que he pasado en Nueva York, los problemas que tuve cuando quise ver
Hamlet
en el cine de la calle Sesenta y Ocho con mi tarta de limón al merengue y mi botella de
ginger ale
.
La casa de la señora Austin ha desaparecido. Hay un gran edificio nuevo, el Hospital de la Inclusa de Nueva York, y el modo en que están derribando mis primeros tiempos en la ciudad me hace saltar las lágrimas. Por lo menos, el cine sigue allí y, será por la noche de cervezas, pero tengo que apretar todo mi cuerpo contra la pared del cine con los brazos extendidos hasta que una cabeza me dice en voz alta desde un coche de policía:
—Oiga, amiguito, ¿qué pasa?
¿Y si le contara lo de
Hamlet
y la tarta y la señora Austin y la noche de glug y que su casa ha desaparecido y con ella mi habitación, y que la mujer de mi vida está con otro hombre, y acaso va en contra de la ley, agente, besar un cine de recuerdos tristes y alegres cuando es el único consuelo que te queda, acaso va en contra de la ley, agente?
Claro que no voy a contar todo esto a un poli de Nueva York ni a nadie más. Me limito a decirle: «No pasa nada, agente», y él me dice: «Circule», la palabra favorita del departamento de policía.
Yo circulo, y a lo largo de toda la Tercera Avenida sale música por las puertas de las tabernas irlandesas, junto con el olor de la cerveza y del whiskey y con ráfagas de conversaciones y de risa.