Si digo algo de esto a Alberta, ella me dirá: «Ay, no seas crío. Tienes veintiocho años para hacer veintinueve, y no eres un maldito
beatnik
.»
Naturalmente, ninguno de los dos vamos a hablar así en plena reconciliación, sobre todo teniendo en cuenta que yo tengo la sensación inquietante de que ella tiene razón y de que yo podría ser un simple vagabundo como mi padre. Aunque ya llevo un año de profesor, sigo envidiando a las personas que son capaces de sentarse en los cafés y en las tabernas y de ir a fiestas donde hay artistas y modelos y un grupo de jazz en un rincón, tocando música en la onda y tranquila.
Es inútil decirle nada de mis sueños de libertad. Me diría: «Eres profesor. Cuando te bajaste del barco no podías soñar que llegarías tan lejos. Sigue adelante.»
Una vez, en Rhode Island, discutíamos por algo y la abuela Zoe dijo: «Sois buenas personas, pero no cuando estáis juntos.»
No quiere venir a mi apartamento de agua fría, el tugurio, y no me permite ir al suyo, pues su padre está pasando allí una temporada corta porque ha tenido una ruptura con su esposa, Stella. Me pone la mano sobre la mía y nos miramos con tanto ahínco que ella tiene lágrimas y yo me avergüenzo de la rojez que debe de estar viendo y de la supuración.
Camino del metro me dice que cuando termine el curso, dentro de pocas semanas, se marcha a Rhode Island para estar un tiempo con su abuela y ordenar su vida. Sabe que hay una pregunta en el aire: ¿Me invitará a mí a ir?, y la respuesta es no, no estoy en gracia de la abuela en estos momentos. Me da un beso de buenas noches, me dice que hablará conmigo por teléfono pronto y, cuando ha desaparecido en el metro, yo atravieso el parque de la plaza Washington atormentado entre mis ansias de ella y mis sueños de vida libre. Si no encajo con el modo de vida que ella desea, limpio, organizado, respetable, la perderé y nunca encontraré a otra como ella. Nunca se han echado en mis brazos las mujeres, ni en Irlanda, ni en Alemania ni en los Estados Unidos. Nunca podría contar al mundo los fines de semana que pasé en Munich tratando con las putas más tiradas de Alemania, ni cuando yo tenía catorce años y medio y retozaba en un sofá verde de Limerick con una muchacha que se estaba muriendo. Sólo tengo secretos oscuros y vergüenza, y es una maravilla que Alberta se trate conmigo siquiera. Si me quedara alguna fe en algo, podría ir a confesarme, pero ¿dónde hay un cura dispuesto a oír mis pecados sin levantar las manos al cielo con asco y enviarme al obispo o a alguna parte del Vaticano reservada para los réprobos?
El hombre de la Compañía Financiera Benéfica me dice: «¿No le noto un deje irlandés?» Me dice de qué parte de Irlanda eran su padre y su madre y que él mismo tiene intención de hacer una visita, aunque será difícil con sus seis hijos, ja, ja. En la familia de su madre eran diecinueve hermanos.
—¿Verdad que es increíble? —me dice—. Diecinueve chicos. Claro que siete se murieron, pero, qué demonios. Así eran las cosas antiguamente en la Vieja Patria. Tenían hijos como conejas.
»De modo que, volviendo a su solicitud. Quiere pedir un crédito de trescientos cincuenta dólares para visitar la Vieja Patria, ¿eh? No ha visto a su madre desde hace cuánto tiempo, ¿seis años?
El hombre me felicita por querer ver a mi madre. Dice que en nuestros tiempos hay demasiadas personas que se olvidan de sus madres.
—Pero no los irlandeses. No, nosotros no. Nosotros no nos olvidamos nunca de nuestras madres. El irlandés que se olvida de su madre no es irlandés y habría que erradicarlo, maldita sea, y perdone la manera de hablar, señor McCourt. Veo que usted es profesor y yo lo admiro por ello. Debe de ser duro, clases numerosas, sueldo bajo. Sí, me basta con consultar su solicitud para ver el sueldo bajo. No sé cómo es capaz de vivir con ese sueldo, y ése es el problema, lamento decírselo. Eso es lo que provoca un impedimento en esta solicitud, el sueldo bajo y la falta de garantías de cualquier tipo, si me entiende. En la oficina principal van a sacudir la cabeza cuando vean esta solicitud, pero yo voy a apoyarla porque usted tiene dos cosas a su favor, es un irlandés que quiere ver a su madre en la Vieja Patria y es un profesor que se está matando en un instituto de formación profesional, y, tal como le digo, voy a responder por usted.
Yo le digo que me voy a ganar algún dinero en los almacenes en julio, haciendo sustituciones de los hombres que se van de vacaciones, pero eso no significa nada para la Compañía Financiera Benéfica si no puedo demostrar un empleo fijo. El hombre me recomienda que no diga nada de que envío dinero a mi madre. En la oficina principal sacudirían la cabeza si hubiera alguna cosa que pudiera poner en peligro mis pagos mensuales para devolver el crédito.
El hombre me desea buena suerte.
—Es un gran placer hacer negocios con uno de los míos —dice.
El jefe de muelle de carga de Baker y Williams pone cara de sorpresa.
—Jesús, otra vez por aquí. Creía que te habías metido a profesor o alguna maldita cosa por el estilo.
—Así es.
—Entonces, ¿qué demonios haces aquí?
—Necesito el dinero. El sueldo de profesor no es espléndido.
—Deberías haberte quedado en los almacenes, o de camionero o algo así, y entonces ganarías dinero y no tendrías que estar pegándote con esos condenados chicos a los que no les importa nada.
Después, me pregunta:
—¿No andabas tú con ese tipo, Paddy McGovern?
—¿Paddy Arthur?
—Sí. Paddy Arthur. Hay tantos Paddys McGovern que tienen que cambiarse el nombre. ¿Te has enterado de lo que le pasó?
—No.
—El muy imbécil desgraciado estaba en el andén del tren A en la estación de la calle 125. En Harlem, ya sabes. ¿Qué demonios haría en Harlem? Estaría buscando algo de carne negra. De modo que se aburre de estar de pie en el andén como todo el mundo y decide esperar el tren abajo, en la vía. En la maldita vía, evitando el tercer raíl. El tercer raíl te puede matar. Enciende un pitillo y se queda allí de pie con esa sonrisa estúpida en la cara hasta que llega el tren A y le quita las penas. Eso he oído contar. ¿Qué le pasaba a ese imbécil desgraciado?
—Debía de haber estado bebiendo.
—Claro que había estado bebiendo. Los malditos irlandeses siempre están bebiendo, pero yo nunca había oído contar que ningún irlandés esperara el tren en la vía. Pero tu amigo, Paddy, siempre decía que pensaba volver. Que ahorraría lo suficiente y viviría en la Vieja Patria. ¿Qué pasó? ¿Sabes lo que opino? ¿Quieres que te diga lo que opino?
—¿Qué opina?
—Que algunas personas deberían quedarse donde están. Este país te puede volver loco. Ya vuelve locos a algunos que nacieron aquí. ¿Cómo es que tú no estás loco? O a lo mejor lo estás, ¿eh?
—No lo sé.
—Escucha lo que te digo, chico. Yo soy italiano y griego, y nosotros tenemos nuestros problemas, pero lo que aconsejo a un irlandés joven es esto: guárdate de la bebida, y no tendrás que esperar el tren en la vía. ¿Me has entendido?
—Lo he entendido.
En el almuerzo veo a un personaje del pasado lavando platos en la cocina de la casa de comidas, Andy Peters.
Me ve y me dice que espere, que pruebe el pastel de carne y el puré de patatas y que él saldrá dentro de un momento. Se sienta junto a mí en un taburete de la barra y me pregunta qué me parece la salsa de carne.
—Buena.
—Sí, pues la he hecho yo. Es mi salsa de carne de prácticas. En realidad aquí lavo los platos, pero el cocinero es un borracho y me deja preparar la salsa de carne y las ensaladas, aunque por aquí no hay mucha demanda de ensaladas. Los tipos del puerto y de los almacenes creen que la ensalada es para las vacas. He venido aquí a lavar platos para poder pensar, he terminado con la jodida Universidad de Nueva York. Tengo que despejarme la cabeza. Lo que me gustaría hacer de verdad es encontrar un trabajo de pasar la aspiradora. He recorrido los hoteles ofreciéndome a pasar la aspiradora pero siempre hay formularios, siempre hay una investigación de mierda de mi pasado en la que sale a relucir que me expulsaron del ejército por no tener relaciones con una oveja, y eso me chafa lo de pasar la aspiradora. Echas una cagada en una zanja francesa y tu vida está arruinada, hasta que se te ocurre la solución brillante de volver a entrar en la vida americana por el nivel más bajo, fregando platos, y ya verás cómo corro, hombre. Seré el lavaplatos supremo. Se quedarán bizcos de asombro, y antes de que te des cuenta seré cocinero de ensaladas. ¿Cómo? Aprendiendo, fijándome en una cocina de la parte alta, ascendiendo a cocinero de ensaladas, a adjunto del adjunto del chef, y antes de que te des cuenta me dedicaré a las salsas. A las salsas, por Dios, porque la salsa es el ingrediente fundamental de la gilipollez de la cocina francesa y los americanos se lo tragan. De manera que ya verás mi estilo, Frankie, chico, ya verás mi nombre en los periódicos, Andre Pierre, pronunciado como es debido en francés, levantando las cejas hasta el flequillo, el salsista supremo, el mago de la olla, la cazuela y el batidor, parloteando en todos los programas de entrevistas de la televisión sin que a nadie le importe un pito que me haya tirado a todas las ovejas de Francia y de las monarquías adyacentes. Las personas de los restaurantes elegantes dirán «oh» y «ah», felicitarán al chef, que soy yo, y me invitarán a visitar sus mesas para poder hablarme con condescendencia, yo con mi gorro y mi delantal blancos, y naturalmente diré de pasada que me faltó tanto así para obtener un doctorado en la Universidad de Nueva York, y las esposas de Park Avenue me invitarán para hacerme consultas sobre las salsas y sobre el significado de todo, mientras los maridos están en Arabia Saudita comprando petróleo y yo estaré con sus mujeres haciendo excavaciones en busca de oro.
Se detiene un momento para preguntarme a qué dedico mi vida.
—A la enseñanza.
—Me lo temía. Creía que querías ser escritor.
—Quiero serlo.
—¿Entonces?
—Tengo que ganarme la vida.
—Estás cayendo en la trampa. No caigas en la trampa, te lo suplico. Yo estuve a punto de caer en ella.
—Tengo que ganarme la vida.
—Nunca escribirás mientras estés ejerciendo la enseñanza. La enseñanza es una perrería. ¿Recuerdas lo que decía Voltaire? Cultiva tu huerto.
—Lo recuerdo.
—¿Y lo que decía Carlyle? Gana dinero y olvídate del universo.
—Me estoy ganando la vida.
—Te estás muriendo.
Una semana más tarde se ha marchado de la casa de comidas y nadie sabe dónde ha ido.
Con el dinero de la Compañía Financiera Benéfica y con el sueldo de los almacenes puedo pasarme unas semanas en Limerick, y siento la misma sensación antigua cuando el avión desciende y sigue el estuario del Shannon hasta el aeropuerto. El río reluce como la plata y los campos ondulados que se pierden a lo lejos son de tonos sombríos de verde, salvo en las partes donde brilla el sol y viste de esmeralda la tierra. Es muy oportuno estar sentado junto a una ventanilla por si hay lágrimas.
Ella está en el aeropuerto con Alphie y con un coche de alquiler y la mañana es fresca y húmeda de rocío camino de Limerick. Me habla de la visita que hizo Malachy con su esposa, Linda, y de la fiesta desenfrenada que hicieron, en la que Malachy salió a un campo y volvió a casa montado en un caballo que quería meter en la casa, hasta que todos le convencieron de que una casa no era lugar para un caballo. Aquella noche hubo mucho alcohol, y más que alcohol,
poteen
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, que a alguien le había dado un hombre en el campo, y por suerte quiso Dios que los guardias no se acercaran a la casa, pues la posesión de
poteen
es un delito grave por el que puedes acabar en la cárcel de Limerick. Malachy dijo que Alphie y ella quizás pudieran ir a Nueva York para hacernos una visita en Navidad, y verdad que eso sería estupendo, estaríamos todos juntos.
La gente me reconoce por las calles y me dice que tengo un aspecto estupendo, que cada vez tengo más aspecto de yanqui.
—Frankie McCourt no ha cambiado ni una hora, ni una hora —afirma Alice Egan—. ¿Verdad que no, Frankie?
—No lo sé, Alice.
—No tienes el menor asomo de acento americano.
Todos los amigos que yo tenía en Limerick ya no están, han muerto o han emigrado, y yo no sé qué hacer. Podría pasarme todo el día leyendo en casa de mi madre, pero ¿es que he hecho el viaje desde Nueva York para estar sentado gastando el culo y leyendo? Podría pasarme toda la noche sentado en las tabernas y bebiendo, pero eso también podría haberlo hecho en Nueva York.
Me paseo de un extremo a otro de la ciudad y salgo al campo, por donde caminaba mi padre interminablemente. La gente es amable, pero ellos trabajan y tienen familias y yo soy un visitante, un yanqui de vuelta.
—¿Eres tú, Frankie McCourt?
—Lo soy.
—¿Cuándo has venido?
—La semana pasada,
—¿Y cuándo te marchas?
—La semana que viene.
—Estupendo. Estoy seguro de que tu pobre madre se alegra de tenerte en casa y espero que sigas teniendo buen tiempo.
Me dicen:
—Supongo que habrás visto muchos cambios en Limerick.
—Ah, sí. Más coches, menos narices mocosas y menos rodillas con costras. Ningún niño descalzo. Ninguna mujer con chal.
—Jesús, Frankie McCourt, en qué cosas tan raras te fijas.
Me observan para ver si me doy humos, para cortármelos, pero yo no tengo humos que darme. Cuando les digo que soy profesor, parecen desilusionados.
—Sólo profesor. Dios del cielo, Frankie McCourt, pensábamos que ya serías millonario. Desde luego, después de que nos visitara tu hermano Malachy con la atractiva modelo de su mujer y después de que él es actor y todo.
El avión asciende hacia un sol de poniente que llena de oro el Shannon, y, aunque me alegro de volver a Nueva York, ya no sé cuál es mi tierra.
El bar de Malachy tiene tanto éxito que paga los pasajes a mi madre y a mi hermano Alphie en el vapor Silvania, que arriba a Nueva York el 21 de diciembre de 1959.
Cuando salen de la caseta de la aduana a mi madre le cuelga del zapato derecho un pedazo de cuero roto que le deja ver el dedo pequeño de un pie que siempre estaba hinchado. ¿No acabará esto nunca? ¿Es ésta la familia del zapato roto? Nos abrazamos, y Alphie sonríe con los dientes rotos y ennegrecidos.
La familia de los zapatos rotos y de los dientes destrozados. ¿Será éste nuestro escudo de armas?