El médico militar de Munich dice que los médicos de Nueva York y de Lenggries son gilipollas y me vierte en los ojos una cosa plateada que me produce una sensación ácida. Me dice que deje de lloriquear, que sea hombre, que no soy la única unidad que ha tenido esa infección, maldita sea, que debo dar gracias de no ser una unidad en Corea donde me volarían el culo a tiros, que la mitad de estas unidades de culo gordo que están en Alemania deberían estar en Corea luchando al lado de sus compatriotas. Me dice que mire arriba, que mire abajo, que mire a la derecha, que mire a la izquierda, y así las gotas me llegarán hasta todos los rincones de los ojos. ¿Y cómo demonios, me pregunta, cómo demonios han admitido esos dos ojos en este ejército de hombres? Menos mal que me enviaron a Alemania. En Corea me habría hecho falta un perro lazarillo para defenderme de las malditas unidades
chinks
. Debo quedarme en el hospital unos días, y si tengo los ojos abiertos y la boca cerrada seré una unidad sana.
No sé por qué me llama unidad, y empiezo a preguntarme si los oftalmólogos en general son diferentes de los demás médicos.
Lo mejor de estar ingresado en el hospital es que, incluso con los ojos mal, puedo pasarme leyendo todo el día y hasta bien entrada la noche. El médico dice que debo descansar los ojos. Dice al enfermero que vierta el líquido plateado en los ojos de esta unidad todos los días hasta nuevo aviso, pero el enfermero, Apollo, me dice que el médico es gilipollas y trae un tubo de ungüento de penicilina que me aplica en los párpados. Apollo dice que sabe alguna cosilla porque él fue a la facultad de Medicina, pero tuvo que dejar la carrera por un desengaño amoroso.
La infección desaparece al cabo de un día, y ahora temo que el médico me vuelva a enviar a Lenggries, con lo que habrían terminado mis días de tranquilidad leyendo libros de Zane Grey, de Mark Twain, de Herman Melville. Apollo me dice que no me preocupe. Si el médico viene a mi sala debo frotarme los ojos con sal y parecerán...
—Dos agujeros de meadas en la nieve —digo.
—Eso es.
Yo le cuento que mi madre me hizo frotarme los ojos con sal hace mucho tiempo para que parecieran irritados y poder sacar dinero para comida a un hombre mezquino de Limerick.
—Sí, pero esto es ahora —dice Apollo.
Me pregunta por mi ración de café y de cigarrillos, que, evidentemente, no voy a utilizar, y dice que tendrá mucho gusto en aligerarme de ella a cambio del ungüento de penicilina y del tratamiento de sal. De lo contrario, vendrá el médico con el potingue plateado y en menos de nada volveré a estar en Lenggries contando sábanas y mantas hasta que me licencien dentro de tres meses. Apollo dice que Munich está repleto de mujeres y que es fácil echar un polvo, pero que él quiere algo de categoría y no alguna puta en un edificio destruido por las bombas.
La causa de todas mis desgracias es un libro de Herman Melville titulado
Pierre o las ambigüedades
, que no se parece en nada a
Moby Dick
y que es tan aburrido que me deja dormido en pleno día y me encuentro con que el médico me está sacudiendo para despertarme y me enseña el tubo de penicilina que se dejó Apollo.
—Despiértate, maldita sea. ¿De dónde has sacado esto? Te lo ha dado Apollo, ¿verdad? Esa unidad, Apollo. Ese maldito estudiante expulsado de una facultad de Medicina de tres al cuarto de Mississipi.
Va hasta la puerta y ruge por el pasillo:
—Apollo, trae aquí el culo.
Y se oye la voz de Apollo que dice:
—Sí, señor, sí, señor.
—Tú, maldita sea, tú. ¿Has proporcionado tú este tubo a esta unidad?
—En cierto modo, señor, sí, señor.
—¿De qué demonios me estás hablando?
—Estaba sufriendo, señor, gritaba con los ojos.
—¿Cómo demonios se grita con los ojos?
—Quiero decir, con el dolor, señor. Él gritaba. Yo le aplicaba la penicilina.
—¿Quién te manda, eh? ¿Acaso eres médico, maldita sea?
—No, señor. Es que vi que lo hacían así en Mississipi.
—Que se joda Mississipi, Apollo.
—Sí, señor.
—Y tú, soldado, ¿qué estás leyendo ahí con esos ojos?
—
Pierre o las ambigüedades
, señor.
—Jesús. ¿De qué demonios trata?
—No lo sé, señor. Creo que trata de un tal Pierre que tiene un dilema entre una mujer morena y una mujer rubia. Intenta escribir un libro en una habitación en Nueva York, y pasa tanto frío que las mujeres le tienen que calentar ladrillos para los pies.
—Jesús. Vas a volver a tu compañía, soldado. Si puedes estar ahí tumbado leyendo libros que tratan de unidades como ésas, es que puedes volver a ser una unidad activa. Y tú, Apollo, tienes suerte de que no te mande ante un pelotón de fusilamiento.
—Sí, señor.
—Retírate.
Al día siguiente, Vinnie Gandía me vuelve a llevar a Lenggries y conduce sin sus palillos. Dice que ya no lo puede hacer, que estuvo a punto de matarse después de la última vez que me trajo a Munich. Uno no puede conducir, tocar la batería y ocuparse del asma, así de sencillo. Uno tiene que elegir, y él había tenido que renunciar a los palillos. Si tuviera un accidente y se lesionara las manos y no pudiera tocar, metería la cabeza en el horno con el gas abierto, así de sencillo. No ve la hora de volver a Nueva York y de andar por la calle Cincuenta y Dos, la mejor calle del mundo. Me hace prometerle que nos veremos en Nueva York y que me llevará a todos los grandes clubes de jazz, gratis, de balde, porque él conoce a todo el mundo y todos saben que si no tuviera ese maldito asma estaría allí arriba con Krupa y con Rich, allí arriba.
Hay una ley que dice que puedo reengancharme otros nueve meses en el ejército y librarme de estar seis años como reservista. Si me reengancho no podrán movilizarme cada vez que los Estados Unidos decidan defender la democracia en lugares remotos. Podría pasarme los nueve meses aquí en el almacén de suministros, repartiendo sábanas, mantas, condones, bebiendo cerveza en el pueblo, acompañando a alguna que otra chica a su casa, leyendo libros de la biblioteca de la base. Podría hacer otro viaje a Irlanda para explicar a mi abuela cuánto siento haberme marchado enfadado. Podría tomar lecciones de baile en Munich para que todas las chicas de Limerick hicieran cola para salir a la pista conmigo, que llevaría los galones de sargento que, sin duda, conseguiría.
Pero no puedo permitirme pasar otros nueve meses en Alemania con las cartas de Emer en las que me dice que cuenta los días que faltan hasta mi vuelta. Yo no sabía que ella me quería tanto y ahora la quiero por quererme a mí, pues es la primera vez en la vida que he oído a una chica decirme eso. Me emociona tanto que Emer me quiera, que le escribo y le digo que la amo, y ella me dice que también ella me ama a mí, y con eso estoy en el cielo y me dan ganas de hacer el petate y saltar a un avión para ir a su lado.
Le escribo y le digo cuánto la echo de menos y que aquí, en Lenggries, me dedico a aspirar el perfume de sus cartas. Sueño con la vida que haremos en Nueva York, con que yo iré a mi trabajo todas las mañanas, un trabajo abrigado, a cubierto, en el que estaré sentado ante un escritorio y redactaré decisiones importantes. Todas las noches cenaremos y nos acostaremos temprano para tener tiempo de sobra para la excitación.
Naturalmente, en las cartas no puedo hablar de lo de la excitación, porque Emer es pura y si su madre se entera de que yo tengo esos sueños me darían con la puerta en las narices para siempre, y yo me quedaría sin la compañía de la única chica que me ha dicho que me quiere.
No puedo contar a Emer cómo deseaba yo a las chicas universitarias en el hotel Biltmore. No puedo contarle la excitación que he hecho con chicas en Lenggries, en Munich y en el campamento de refugiados. Se escandalizaría tanto que podría contárselo a toda su familia, sobre todo a su hermano mayor, Liam, y mi vida correría peligro.
Rappaport dice que antes de casarte tienes la obligación de contar a la novia todo lo que has hecho con otras chicas. Según Buck, eso son memeces, lo mejor de la vida es tener la boca cerrada, sobre todo con la persona con quien te vas a casar. Es como en el ejército: no decir nada, no presentarse voluntario para nada.
—Yo no contaría nada a nadie —dice Weber, y Rappaport le dice que vaya a colgarse de un árbol. Weber dice que cuando se case sí hará una cosa por la chica, se asegurará de que él no tiene purgaciones, porque éstas se pueden transmitir y no le gustaría que ningún hijo suyo naciera con las purgaciones.
—Jesús, la bestia tiene sentimientos —dice Rappaport.
La noche anterior a mi vuelta a los Estados Unidos hay una fiesta en un restaurante de Bad Tolz. Los oficiales y los suboficiales llevan a sus esposas, y eso quiere decir que las clases de tropa no pueden llevarse a sus novias alemanas. A las esposas de los oficiales no les parecería bien, sabiendo que ciertas clases de tropa tienen esposas que los esperan en la patria y no está bien sentarse junto a unas muchachas alemanas que podrían estar destrozando unas buenas familias americanas.
El capitán pronuncia un discurso y dice que yo he sido uno de los mejores soldados que ha tenido a su mando. El sargento Burdick pronuncia un discurso y me presenta un pergamino en el que se me felicita por mi estrecho control de las sábanas, de las mantas y de los dispositivos de protección.
Cuando dice «dispositivos de protección» se oyen risitas a lo largo de la mesa, hasta que los oficiales echan las miradas de advertencia que indican a los hombres: «Basta ya, están aquí nuestras esposas.»
Uno de los oficiales tiene una esposa llamada Belinda que es de mi edad. Si no tuviera marido podría tomarme unas cervezas que me dieran valor para hablar con ella, pero no me hace falta porque ella se inclina hacia mí y me susurra que todas las esposas me encuentran atractivo. Esto me hace sonrojarme tanto que tengo que ir al servicio, y cuando vuelvo Belinda está diciendo a las otras esposas algo que las hace reír, y cuando me miran se ríen todavía más y estoy seguro de que se están riendo por lo que me dijo Belinda. Esto me hace sonrojarme de nuevo y me pregunto si hay alguien de quien se pueda fiar uno en este mundo.
Parece que Buck sabe de algún modo lo que ha pasado.
—Que se vayan al infierno esas mujeres, Mac —me susurra—. No deberían burlarse de ti de ese modo.
Sé que tiene razón, pero me entristece que el último recuerdo que me llevaré de Lenggries será el de Belinda y las esposas de los oficiales burlándose de mí.
El día en que me licencié del ejército en el Campamento Kilmer me encontré con Tom Clifford en el bar Breffni de la Tercera Avenida, en Manhattan. Comimos carne en conserva y repollo untados con mostaza y bebimos cerveza a discreción para refrescarnos la boca. Tom había encontrado una casa de huéspedes irlandesa en el Bronx sur, la pensión Logan, y en cuanto yo dejase allí mi petate podríamos volver para ver a Emer después de su trabajo, en su apartamento de la calle Cincuenta y Cuatro Este.
El señor Logan parecía un viejo calvo y con la cara roja y carnosa. Puede que fuera viejo, pero tenía una esposa joven, Nora de Kilkenny, y un niño de pocos meses. Me dijo que ostentaba un grado elevado en la Antigua Orden de los Hibernianos y en los Caballeros de Colón y que yo no debía confundirme respecto de su postura en cuestión de religión y de moral en general, que ninguno de sus doce huéspedes podía contar con desayunar los domingos por la mañana a no ser que pudiera demostrar que había asistido a misa y, si ello era posible, que había recibido la Santa Comunión. Los que habían comulgado y podían demostrarlo con dos testigos al menos recibirían salchichas con el desayuno. Naturalmente, cada huésped contaba al menos con otros dos huéspedes que daban fe de que había comulgado. Se daba fe a diestro y siniestro, y el señor Logan estaba tan molesto con lo que le costaba en salchichas que se disfrazó con el sombrero y el abrigo de Nora y se deslizó hasta el centro de la iglesia para descubrir que no sólo los huéspedes no habían comulgado sino que Ned Guinan y Kevin Hayes eran los únicos que iban a misa. Los demás estaban en la avenida Willis entrando disimuladamente por la puerta de servicio de un bar para tomarse una copa ilegalmente antes de la hora oficial de apertura, el mediodía, y cuando volvieron corriendo a desayunar, apestando a alcohol, el señor Logan les quiso oler el aliento. Le dijeron que se fuera a joder a otra parte, que aquél era un país libre y que si tenían que aguantar que les olieran el aliento por una salchicha se conformarían con los huevos y la leche aguada, el pan duro y el té flojo.
Además, en la casa del señor Logan no se consentían las blasfemias ni las groserías de ninguna especie; en caso contrario, nos invitarían a darnos de baja y a marcharnos. No estaba dispuesto a consentir que su esposa y su hijo, Luke, tuvieran que presenciar conductas vergonzosas de ninguna especie por parte de los doce jóvenes huéspedes irlandeses. Por mucho que nuestras camas estuvieran en el sótano, él se enteraría siempre de las conductas vergonzosas. No, desde luego, cuesta años levantar una pensión y él no iba a consentir que doce obreros de la Vieja Patria la hundieran. Ya era bastante desgracia que estuvieran llegando a diestro y siniestro los negros, que destrozaban el barrio, una gente sin moral, sin trabajo y cuyos niños que corrían por las calles como salvajes no tenían padres.
La cama y el desayuno costaban dieciocho dólares a la semana, y si quería cenar me costaría un dólar más cada día. Había ocho camas para doce huéspedes, y eso era porque todo el mundo trabajaba en turnos diferentes en el puerto y en diversos almacenes y para qué iban a tener camas de más ocupando espacio en las dos habitaciones del sótano. La única ocasión en que se llenaban todas las camas era la noche del sábado, cuando había que acostarse con otro. No importaba, porque la noche del sábado era la noche en que uno se emborrachaba en la avenida Saint Nicholas, y a uno le daba igual dormir con un hombre, con una mujer o con una oveja.
Había un cuarto de baño para todos, cada uno tenía que poner su propio jabón, y dos toallas largas y estrechas que habían sido blancas. En cada toalla había una línea negra que separaba la parte superior de la inferior, y así era como había que usarlas. Había en la pared un letrero escrito a mano que decía que la parte superior era para todo lo que estaba por encima del ombligo, la inferior para todo lo que estaba por debajo, firmado J. Logan, propietario. Las toallas se cambiaban cada dos semanas, aunque siempre había peleas entre los huéspedes que guardaban el reglamento y los que podían haberse tomado una copa de más.