Si dijera a Alberta que pensaba dejar la enseñanza para entrar en el mundo emocionante de los bares, seguramente huiría de mi lado y se casaría con un abogado o con un jugador de fútbol americano.
Así pues, no voy a dejar la enseñanza, no por Horace ni por el estibador ni por Alberta, sino por lo que podría decirme yo a mí mismo después de una noche de servir copas y de divertir a los clientes. Me acusaría a mí mismo de haber seguido el camino fácil, y todo porque me derrotaron unos muchachos y unas muchachas que se resistían a
Tu mundo y tú
y a
Gigantes en la tierra
.
No quieren leer y no quieren escribir.
—Ay, señor McCourt —dicen—, todos los profesores de Lengua Inglesa quieren que escribamos de cosas tontas, como nuestras vacaciones de verano o la historia de nuestra vida. Qué aburrido. Escribimos todos los años la historia de nuestra vida, desde el primer curso de primaria, y lo único que hacen los profesores es marcarlo como leído y decirnos «Muy bonito».
En las clases de Lengua Inglesa les asusta el examen de mitad de curso con sus preguntas tipo test sobre ortografía, vocabulario, gramática y comprensión de lectura. Cuando distribuyo los exámenes de Ciudadanía Económica hay murmullos. Se oyen palabras duras contra la señorita Mudd y se oye decir que su barco debería chocar con una roca y que ella debería ser pasto de los peces.
—Hacedlo lo mejor posible y yo seré razonable con las calificaciones —les digo; pero en el aula reina una frialdad y un resentimiento como si yo los hubiera traicionado obligándoles a hacer ese examen.
La señorita Mudd me salva. Mientras mis clases están haciendo el examen de mitad de curso, yo exploro los armarios del fondo del aula y descubro que están llenos a rebosar de libros viejos de gramática, periódicos antiguos, exámenes de reválida y centenares de páginas de redacciones de alumnos sin corregir que se remontan a 1942. Estoy a punto de tirarlo todo a la basura hasta que empiezo a leer las viejas redacciones. Los chicos de entonces tenían ansias de luchar, de vengar las muertes de sus hermanos, de sus amigos, de sus vecinos. Uno escribió: «Voy a matar a cinco japoneses por cada uno que mataron ellos de mi barrio». Otro escribió: «No quiero ir al ejército si me mandan matar italianos porque yo soy italiano. Podría estar matando a mis propios primos, y no quiero luchar si no me dejan matar alemanes o japoneses. Preferiría matar alemanes porque no quiero ir al Pacífico, donde hay selvas de todas clases con bichos y serpientes y porquerías como esas.»
Las chicas estaban dispuestas a esperar. «Cuando Joey vuelva a casa nos vamos a casar él y yo y nos iremos a vivir a Jersey para librarnos de la loca de su madre.»
Reúno en un montón sobre mi escritorio los papeles que se deshacen y me pongo a leérselos en voz alta a mis clases. Ellos prestan atención. Hay nombres familiares.
—Oye, ése era mi padre. Lo hirieron en África.
—Oye, ése era mi tío Sal, al que mataron en Guam.
Cuando leo en voz alta las redacciones hay lágrimas. Los chicos salen corriendo del aula a los servicios y vuelven con los ojos rojos. Las chicas lloran abiertamente y se consuelan las unas a las otras.
Aparecen docenas de apellidos de familias de la isla de Staten y de Brooklyn en estos papeles tan quebradizos que tememos que se deshagan. Queremos salvarlos, y la única manera es copiarlos a mano, los centenares que siguen amontonados en los armarios.
Nadie se opone. Estamos salvando el pasado próximo de familias próximas. Todo el mundo tiene pluma y se pasan el resto del curso, de abril a finales de junio, descifrando y escribiendo. Siguen las lágrimas y hay exclamaciones repentinas:
—Éste es mi padre cuando tenía quince años. Ésta es mi tía, que murió cuando daba a luz a un hijo.
De pronto les interesan las redacciones tituladas «Mi vida», y a mí me dan ganas de decirles: «¿Veis lo que podéis aprender de vuestros padres, de vuestros tíos y de vuestras tías? ¿No queréis escribir acerca de vuestras vidas para que lo lea la próxima generación?»
Pero lo dejo pasar. No quiero trastornar un aula tan silenciosa. El señor Sorola siente la necesidad de investigar. Se pasea por el aula, mira lo que está haciendo la clase y no dice nada. Creo que agradece el silencio.
En junio apruebo a todos, sintiéndome agradecido de haber sobrevivido a mis primeros meses de ejercer la enseñanza en un instituto de formación profesional, aunque me pregunto qué habría hecho sin aquellas redacciones que se deshacen.
Quizás hubiera tenido que enseñar.
Como hace mucho tiempo que perdí la llave, la puerta de mi apartamento está abierta siempre, y no importa, porque no hay nada que robar. Empiezan a aparecer desconocidos, Walter Anderson, agente de relaciones públicas entrado en años; Gordon Patterson, aspirante a actor; Bill Galetly, buscador de la verdad. Son parroquianos del bar sin hogar enviados por Malachy con la generosidad de su corazón.
Walter empieza a robarme. Adiós, Walter.
Gordon fuma en la cama y provoca un incendio, pero lo que es peor es que su novia se queja de mí en el bar de Malachy por lo incómodo que está Gordon y por mi actitud hostil. También él se marcha.
Ha terminado el curso y tengo que trabajar otra vez, día a día, en los muelles del puerto y en los muelles de carga de los almacenes. Me presento todas las mañanas para sustituir a los hombres que están de vacaciones, a los hombres que están enfermos, o cuando de pronto hay mucho movimiento y necesitan más trabajadores. Cuando no hay trabajo vago por los muelles y por las calles del Greenwich Village. Puedo llegar hasta la Cuarta Avenida para mirar libros en una librería tras otra y soñar con el día en que vendré aquí y me compraré todos los libros que quiera. Lo único que me puedo permitir de momento son ediciones baratas en rústica, y vuelvo a casa satisfecho con mi fardo, compuesto de
A este lado del paraíso
, de Scott Fitzgerald,
Hijos y amantes,
de D. H. Lawrence,
Fiesta
, de Ernest Hemingway, y
Siddharta
, de Herman Hesse, lectura para un fin de semana. Me calentaré una lata de judías en mi infiernillo eléctrico y herviré agua para el té y leeré a la luz que sale del piso de abajo. Empezaré con Hemingway porque he visto la película de Enrol Flynn y Tyrone Power, todos lo pasaban bien en París y en Pamplona, todos bebían, iban a las corridas de toros, se enamoraban, aunque existía una tristeza entre Jake Barnes y Brett Ashley por el estado de él. Así me gustaría vivir a mí, recorriendo el mundo sin preocupaciones, aunque no me gustaría ser Jake.
Llevo mis libros a casa y me encuentro allí con Bill Galetly. Después de Walter y de Gordon no quiero más intrusos, pero a Bill es más difícil echarlo y al cabo de un tiempo ya no me importa que se quede. Ya se había instalado cuando hace una visita Malachy para decir que su amigo Bill, que ha renunciado al mundo, ha dejado su trabajo de ejecutivo en una agencia de publicidad, se ha divorciado de su esposa, ha vendido su ropa libros discos, necesita alojamiento por poco tiempo y que seguro que a mí no me importará.
Bill está de pie desnudo sobre una báscula de baño, ante un espejo largo apoyado en la pared. En el suelo hay dos velas de luz vacilante. Mira alternativamente al espejo y a la báscula, una y otra vez. Sacude la cabeza y se dirige a mí.
—Demasiado —dice—. Esta carne sólida, demasiado sólida.
Señala su cuerpo, una colección de huesos rematada por una cabeza de pelo negro lacio y por una barba negra poblada salpicada de gris. Tiene unos ojos azules que miran fijamente.
—Tú eres Frank, ¿eh? Hola.
Se baja de la báscula, se pone de espaldas al espejo, se gira para mirarse por encima del hombro y se dice a sí mismo:
—Estás gordo y fondón, Bill.
Me pregunta si he leído
Hamlet
y me dice que él lo ha leído treinta veces.
—Y he leído
Finnegans Wake
, es decir, si es que alguien es capaz de leer
Finnegans Wake
. Me he pasado siete años con el maldito libro, y por eso estoy aquí. Sí, te extraña. Si te lees Hamlet treinta veces, empiezas a hablar solo. Si te pasas siete años leyendo
Finnegans Wake
, te dan ganas de meter la cabeza debajo del agua. Lo que tienes que hacer con
Finnegans Wake
es salmodiarlo. Puede que tardes siete años, pero podrás contárselo a tus nietos. Te mirarán con admiración. ¿Qué tienes ahí? Judías?
—¿Te apetecen? Las voy a calentar en ese infiernillo de allí.
—No, gracias. Nada de judías para mí. Tú cómete tus judías y yo te transmitiré el mensaje mientras comes. Estoy intentando reducir el cuerpo a lo mínimo indispensable. El mundo es demasiado para mi. ¿Me entiendes? Demasiada carne.
—No lo capto.
—Ya ves. Por medio de la oración, del ayuno y de la meditación, voy a llegar a pesar menos de cien libras, los tres dígitos despreciables. Quiero pesar noventa y nueve libras, o nada. Quiero. ¿He dicho «quiero»? No debería decir «quiero». No debería decir «no debería». ¿Estás desconcertado? Ay, cómete tus judías. Yo intento eliminar mi ego, pero ese acto es, en sí mismo, ego. Todo acto es ego. ¿Me sigues? No estoy aquí con mi espejo y mi báscula por el bien de mi salud.
Trae dos libros de la habitación contigua y me dice que todas mis preguntas tendrán respuesta en Platón y en el Evangelio de San Juan.
—Dispensa —dice—, tengo que echar una meada.
Coge la llave y sale desnudo al retrete del pasillo. Cuando vuelve, se sube a la báscula para ver cuánto peso ha perdido con la meada.
—Un cuarto de libra —dice, y suelta un suspiro de alivio. Se sienta en cuclillas en el suelo, vuelve a mirar el espejo con una vela a cada lado, con Platón en la mano izquierda, San Juan en la derecha. Se estudia en el espejo y me habla.
—Adelante. Cómete tus judías. Libros. Eso es lo que tienes ahí, ¿eh?
Yo me como las judías, y cuando le digo los títulos de los libros él sacude la cabeza.
—Oh, no, oh, no. Hesse, puede. De los demás, olvídate. Todo ego occidental. Todo mierda occidental. Hemingway no me sirve ni para limpiarme el culo. Pero no debería decir eso. Arrogancia. Cosas del ego. Lo retiro. No, espera. Ya lo he dicho. Lo dejaré ahí. Ya no está. Leo
Hamlet
. Leo
Finnegans Wake
, y estoy aquí sentado en el suelo de un apartamento del Greenwich Village con Platón, con Juan y con un hombre que come judías. ¿Qué sacas en limpio de estos ingredientes?
—No lo sé.
—A veces me desanimo, y ¿sabes por qué?
—¿Por qué?
—Me desanimo pensando que podría llegar demasiado lejos con Platón y con Juan y descubrir sus carencias. Podría llegar a un punto perdido. ¿Sabes?
—No.
—¿Has leído a Platón?
—Lo he leído.
—¿Y a San Juan?
—Leían constantemente los evangelios en misa.
—No es lo mismo. Tienes que sentarte a leer a San Juan, tenerlo en las manos. No hay otro modo. Juan es una enciclopedia. Ha cambiado mi vida. Prométeme que leerás a Juan y no esas cosas condenadas que has traído a casa en la bolsa. Lo siento: ya me asoma otra vez el ego.
Suelta una risita burlona mirándose al espejo, se da palmadas donde debería estar su vientre y pasa de libro a libro leyendo versículos de Juan y párrafos de Platón, suelta chillidos de placer:
—Ii, ii, ay, el griego y el judío, el griego y el judío.
Me habla de nuevo.
—Lo retiro —dice—. Con estos tipos no hay puntos perdidos. No hay puntos perdidos. La forma, la caverna, la sombra, la cruz. Jesús, necesito un plátano.
Saca medio plátano de detrás del espejo y, después de murmurarle algo, se lo come. Cruza las piernas bajo su cuerpo, apoya los dorsos de las manos sobre las rodillas, en la posición del loto. Cuando paso por detrás de él para tirar a la basura la lata de judías, veo que se está mirando fijamente la punta de la nariz. Cuando le doy las buenas noches no me responde, y comprendo que ya no estoy en su mundo, que bien puedo irme a la cama a leer. Leeré a Hesse para mantener el ambiente.
Alberta habla de matrimonio. Le gustaría establecerse, tener un marido, visitar las tiendas de antigüedades los fines de semana, preparar la cena, tener algún día un apartamento decente, ser madre.
Pero yo no estoy preparado todavía. Veo que Malachy y Michael lo pasan en grande en la parte alta. Veo a los hermanos Clancy, que cantan en la sala del fondo de la Taberna del Caballo Blanco, que actúan en el Teatro Cherry Lane, que graban sus canciones, los descubren y van a actuar a clubes sofisticados donde hay mujeres hermosas que los invitan a fiestas. Veo a los beats en los cafés de todo el Village, que leen sus obras con el fondo de los músicos de jazz. Todos son libres y yo no lo soy.
Beben. Fuman marihuana. Las mujeres son fáciles.
Alberta sigue las rutinas que tenía su abuela en Rhode Island. Todos los sábados preparas café, te fumas un cigarrillo, te pones rulos rosados en el pelo, vas al supermercado, haces un pedido grande, llenas la nevera, llevas las cosas sucias a la lavandería automática y esperas hasta que están limpias y dispuestas para doblarlas, llevas al tinte unas prendas que a mí me parecen limpias, y cuando pongo reparos ella se limita a decir: «¿Qué puedes saber tú de tintes?», limpias la casa, haga falta o no, te tomas una copa, preparas una gran cena, vas al cine.
Los domingos por la mañana te levantas tarde, haces un gran almuerzo, lees el periódico, miras antigüedades en la avenida Atlantic, vuelves a casa, preparas las clases de la semana, corriges los ejercicios, preparas una gran cena, te tomas una copa, corriges más ejercicios, tomas té, te fumas un cigarrillo, te vas a la cama.
Ella trabaja más que yo en la enseñanza, prepara sus clases con cuidado, corrige los ejercicios a conciencia. Sus alumnos son más estudiosos que los míos y ella puede animarles a que hablen de literatura. Si yo hablo de libros, de poesía, de obras de teatro, mis alumnos gruñen y piden con voz lastimera el pase para ir al retrete.
El supermercado me deprime porque yo no quiero comer una gran cena todas las noches. Me agota. Yo quiero vagar por la ciudad, beber café en los cafés y cerveza en los bares. No quiero enfrentarme con la rutina de Zoe todos los fines de semana durante el resto de mi vida.
Alberta me dice que hay que cuidar de las cosas, que tengo que hacerme adulto y sentar la cabeza porque si no seré como mi padre, un vagabundo loco que se mata de tanto beber.