Límite (36 page)

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Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
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Hanna pensó en Vic Thorn.

Habían contado con todo, pero no con que Thorn sufriría un accidente. Su misión había sido preparada de forma modélica, con mucha antelación. Nada tenía por qué haber fallado; sin embargo, un diminuto fragmento de basura espacial había dado un giro inesperado a todo en unos pocos segundos.

Hanna miró hacia afuera, hacia el espacio.

Thorn estaba allí en algún sitio. Había pasado a formar parte del inventario del cosmos, convertido en un asteroide con una trayectoria desconocida. Muchos suponían que se había quedado en el campo gravitacional de la Tierra, lo que significaría que podría encontrarse su cuerpo en órbita con una frecuencia cíclica. Pero Thorn seguía sin aparecer. Era posible que un día muy lejano se despeñara en el Sol. También era probable que, dentro de un par de millones de años, apareciera en el entorno de algún planeta habitado por una inteligencia no humana, provocando así un enorme desconcierto.

Hanna sostuvo en alto un tubo de desodorante, le quitó la tapa, la puso de nuevo y lo guardó.

Esta vez iba a funcionar.

La misión

26 de mayo de 2025

XINTIANDI, SHANGHAI, CHINA

Chen Hongbing llegó a la habitación con esa postura encorvada propia de la gente cuya estatura está en permanente conflicto con los marcos de las puertas y las lámparas demasiado bajas. De hecho, era extraordinariamente alto para ser chino. Por otra parte, al arquitecto que había construido aquella casa estilo
shikumen
no podía reprochársele que no hubiese mostrado consideración por ciertas tallas un tanto extravagantes. El dintel medía tres metros, y no hacía necesarios aquellos hombros encorvados ni la barbilla estirada hacia adelante, próxima al esternón, que parecía servir de sostén a toda aquella posición irresoluta. A pesar de su estatura, Chen mostraba un aspecto demacrado y sumiso. Su mirada parecía estar siempre al acecho, como si esperase recibir una paliza o algo peor. A Jericho le dio la impresión de que había estado toda la vida hablando desde un asiento con una persona que estaba de pie.

Chen Hongbing rozó fugazmente el marco de la puerta con la punta de los dedos, como si quisiera asegurarse un sólido sostén ante la perspectiva de un desplome repentino, observó con inquietud la pila de cajas de mudanza y cruzó el umbral con la cautela de un equilibrista. La claridad del sol del mediodía inundaba el salón, una escultura de luz fragmentada miles de millones de veces por los remolinos de polvo. En medio de ella, Chen parecía un fantasma que entornaba los ojos. Parecía más joven de lo que se lo había descrito Tu Tian. Tenía la piel tersa sobre los pómulos, y una frente y una barbilla que resultaban difíciles de surcar con arrugas. Solamente alrededor de los ojos se entretejían los hilos de un delicado macramé, que, más que arrugas, parecían dar forma a una superficie agrietada. Para Jericho, eran los testimonios de una vida rota y vuelta a recomponer.

—Ta chi le hen duo Ku
—le había dicho Tu Tian—. Hongbing ha probado la amargura durante muchos años, Owen. Todas las mañanas se le repite, y él se la traga de nuevo; un buen día se va a ahogar. Ayúdalo,
xiongdi.

Probar la amargura. En China, hasta la miseria se comía.

Jericho miró indeciso la caja que sostenía en sus manos y meditó por un instante si debía ponerla sobre el escritorio, como había planeado, o si la devolvía a la pila. Chen llegaba en un mal momento. El detective no lo esperaba tan temprano. Tu Tian le había hablado de una visita por la tarde, pero todavía no eran las doce. A Jericho le sonaban las tripas, la frente y el labio superior mostraban un brillo aceitoso. Cuanto más se pasaba la mano por el rostro y el cabello, mezclando el polvo con el sudor, menos se parecía a alguien que estaba a punto de tomar posesión de su alojamiento en el elegante y caro barrio de Xintiandi. Los tres días sin afeitarse comenzaban a hacer sus estragos. Envuelto en aquel trapo de camiseta —a la que, más que el color que había poseído alguna vez, podían identificársele los treinta y siete grados de temperatura y el 99,9 por ciento de humedad relativa—, tras casi veinticuatro horas sin comer, Jericho no veía el momento de acabar cuanto antes la mudanza, terminar con aquella caja, bajar a uno de los quioscos de la calle Taicang Lu, ducharse y afeitarse.

Ése era su plan.

Pero cuando vio a Chen bajo aquel halo de luz polvorienta, se percató de que no debía deshacerse del visitante y citarlo para más tarde. Chen era de esas personas que luego se le aparecían a uno en sueños si antes la habías echado de casa. Además, hacerlo habría sido una descortesía para con Tu Tian. Por tal razón, el detective colocó la caja sobre la pila y adoptó su sonrisa de categoría B: cordial pero reservada.

—Es usted Chen Hongbing, supongo.

El aludido asintió con la cabeza y miró atónito aquel hacinamiento de cajas y muebles. Tosió ligeramente. Luego retrocedió un poco.

—Llego en mal momento...

—No, en absoluto.

—Todo surgió así, yo... estaba por aquí cerca, pero si molesto, también podría volver más tarde...

—No me molesta usted en absoluto. —Jericho miró a su alrededor, acercó una silla y la puso delante del escritorio—. Tome asiento, honorable Chen, siéntase como en su casa. Me acabo de mudar, de ahí el desorden. ¿Puedo ofrecerle algo?

«No puedes ofrecerle nada —pensó Jericho—; para ello tendrías que haber hecho la compra, pero eres un hombre.»

Cuando las mujeres se mudaban, se aseguraban de tener una nevera llena antes de que bajaran la primera caja del camión de la mudanza, y si no la tenían, la compraban y la conectaban de inmediato. Entonces el detective se acordó de la media botella de zumo de naranja. Estaba desde el día anterior por la mañana en el poyo de la ventana del salón, lo que significaba que llevaba dos días de existencia bajo un sol intenso y que en su interior podría haberse desarrollado alguna forma de vida inteligente.

—¿Café, té? —preguntó Jericho de todos modos.

—No, gracias, muchas gracias. —Chen se dejó caer en el borde de la silla y se dedicó a contemplar su rodilla. Apenas era imposible determinar desde el punto de vista físico si su cuerpo, realmente, había entrado en contacto con el asiento—. Un par de minutos de su tiempo es más de lo que podría esperar en estas circunstancias.

Había un recio orgullo en sus palabras. Jericho acercó otra silla, la colocó junto a Chen y vaciló. En realidad, el sitio delante de su escritorio debería estar ocupado por dos cómodos sillones que estaban al alcance de la vista, transformados en dos bultos informes de plástico de burbujas envueltos en cinta adhesiva.

—Para mí es un placer poder ayudarlo —dijo al tiempo que daba un poco más de margen a su sonrisa—. Nos tomaremos el tiempo que sea necesario.

Chen se deslizó lentamente en la silla y se apoyó con suavidad sobre el respaldo.

—Es usted muy amable.

—Y usted está incómodo. Discúlpeme nuevamente. Permítame ofrecerle un asiento más cómodo. Es que todo está embalado, pero...

Chen levantó la cabeza y lo miró con un parpadeo. Jericho se sintió molesto por un momento, pero luego se dio cuenta de que Chen, en general, tenía muy buen aspecto. En otros tiempos debía de haber sido uno de esos hombres a los que las mujeres suelen llamar guapos. Hasta el día en que algo transformó sus bien proporcionados rasgos en una máscara. Ahora había algo grotesco en su rostro, carecía de toda gestualidad, a menos que se tuviera en cuenta aquel parpadeo nervioso.

—No permitiría de ninguna manera que por mi culpa usted...

—Para mí es un placer.

—De ningún modo.

—De todos modos, en algún momento tendré que desembalarlos.

—Eso es cierto, pero ya lo hará en el momento que usted elija. —Chen sacudió la cabeza y se levantó de nuevo. Sus articulaciones crujieron—. ¡Se lo ruego! He venido demasiado temprano, usted está en medio del trabajo y no le habrá causado mucho entusiasmo verme.

—¡De eso nada! Me complace su visita.

—No, debería volver más tarde.

—Querido señor Chen, no podría haber llegado usted en un momento más oportuno. Por favor, quédese.

—No puedo pedirle esto. Si lo hubiera sabido...

Y así sucesivamente.

En teoría, aquel juego podía continuar indefinidamente. No es que alguno de ellos tuviera dudas sobre la posición del otro. Chen sabía muy bien que había sorprendido a Jericho en un momento inapropiado, y eso no cambiaría por mucho que el otro lo negara. A su vez, para Jericho era evidente que Chen habría estado más cómodo sentado en una tabla con clavos que en cualquiera de las sillas de su cocina. La culpa la tenían las circunstancias. La presencia de Chen allí se debía a un sistema de vida en el que los favores se daban caza unos a otros como cachorros juguetones. Chen se sentía avergonzado por haberlo estropeado todo. Estaba allí como resultado de uno de esos favores, había sido torpe y llegado demasiado temprano, en medio de una mudanza, con lo que hacía quedar mal al mediador y ponía a su contacto en una situación poco agradable al obligarlo a interrumpir el trabajo por su culpa. Porque, claro, Jericho no iba a despacharlo y citarlo para más tarde. El ritual de la cortesía preveía toda una larga serie de expresiones: «¡No, pero claro, de ninguna manera, sin duda, sería un honor para mí, de ningún modo, sí, no, sí!» Era un juego que requería años de práctica para ser dominado. Si uno era un
peng you,
un amigo en el sentido de «contacto útil», actuaba de un modo diferente que si era un
xiongdi,
una persona de toda confianza. La condición social, la edad, el género, el objeto de la conversación, todo se incluía en las coordenadas de la decencia.

Tu Tian, por ejemplo, había acortado el juego al pedirle a Jericho sin rodeos aquel favor y, sencillamente, llamarlo
xiongdi.
Ante un alma gemela uno podía ahorrarse las comedias de la diplomacia. Quizá lo hubiera hecho porque en realidad había algo en Chen que lo conmovía, o tal vez porque sencillamente no quería interrumpir su partida de golf con un ritual demasiado largo y cuyo resultado ya estaba previsto. Cuando Tian le planteó el asunto, un sol amarillo como la yema de un huevo se alzaba por entre las abombadas nubes que se alejaban amablemente, y la luz inundó el ambiente con los colores de la pintura paisajística italiana del Renacimiento. Por fin cesaba una lluvia que había durado dos días, y Tu —quien,
comme il faut,
había empezado diciendo: «Owen, sé que estás demasiado liado con la mudanza, y en circunstancias normales no me atrevería a molestarte»— alzó los ojos al cielo, adoptó su voz de bajo y concluyó con esta frase lapidaria: «Pero creo que podrías hacerme un favor,
xiongdi.»

Tu Tian en el campo de golf Tomson Shanghai Pudong, dos días antes, muy concentrado.

Sea cual sea el favor, Jericho se somete a la espera. Tu se encuentra temporalmente como en otro planeta, toma impulso para dar un
drive,
un rítmico giro que parte de la espalda, con los músculos y las articulaciones automáticamente en armonía. Jericho es un tipo con talento, hace dos años que tiene el honor de jugar en los mejores campos de golf de Shanghai, cada vez que alguien como Tu lo invita, y si no lo invitan, juega en el prestigioso pero asequible club de Luchao Harbour City. La diferencia entre él y Tu Tian es que uno nunca podrá alcanzar lo que al otro parece haberle sido dado por genética. Ambos han resuelto tardíamente lanzar aquellas pelotitas blancas a una velocidad de más de doscientos kilómetros por hora con el fin de colarlas en los pequeños agujeros del terreno. Sólo que Tu, el primer día que pisó un campo de golf, debió de experimentar una especie de morriña. Su juego tiene una nobleza que está más allá de la habilidad y la elegancia. Tu ha jugado desde que nació, del mismo modo que nadan los bebés. Él es el juego.

Jericho observa con devoción cómo su amigo lanza la bola en una parábola perfecta. Tu permanece unos segundos en posición de saque y deja caer luego el palo Big Bertha con expresión más que satisfecha.

—Has dicho algo acerca de un favor —dice Jericho.

—¿Cómo? —Tu frunce el ceño—. ¡Ah, sí! No es nada del otro mundo, ya sabes...

Tu comienza a moverse con largos pasos, siguiendo el rastro de su pelota. Jericho marcha a su lado. No sabe nada, pero intuye lo que está por venir.

«¿Cuál será el problema de ese hombre? —piensa el detective, mirando el azul del cielo—. ¿O el de esa mujer?»

—Es un hombre, un amigo. Su nombre es Chen Hongbing. —Tu sonríe—. Pero no es necesario que resuelvas por él este último asunto.

Jericho es consciente del componente mordaz que encierra dicha observación. El nombre es como una broma de mal gusto de la que no pueden reírse sobre todo aquellos a quienes les ha sido impuesto el apelativo. Chen, probablemente, nació a finales de los años sesenta del siglo pasado, cuando los guardias rojos asolaban el país con el terror, y los recién nacidos recibían los nombres más estrafalarios para mayor gloria de la Revolución y del Gran Timonel, Mao Zedong: no era raro encontrar a alguien que, a una edad en que aún ni siquiera era capaz de controlar el esfínter, se llamara «Abajo Estados Unidos», «Honor al Gran Timonel» o «Larga Marcha».

En realidad, era el miedo el que adjudicaba esos nombres. Había que arreglárselas. En 1969, antes de que el Ejército Popular de Liberación pusiera un sangriento fin a los guardias rojos, reinaba la incertidumbre sobre quién llevaría la voz cantante en una futura China. Tres años antes, Mao Zedong, en cierto modo, había descendido donde el resto de los mortales en la plaza de la Paz Celestial, al colocarse un trozo de tela roja a modo de brazalete alrededor de la manga, situándose de forma simbólica a la cabeza de los guardias rojos, un grupito de alrededor de un millón de fanáticos, en su mayoría pubertarios desertores de las escuelas y las universidades, que rapaban a sus profesores, los golpeaban y recorrían las calles como bestias de carga, ya que cualquiera que tuviera los más mínimos conocimientos y no fuera campesino ni obrero era considerado un intelectual y tomado por subversivo. No fue hasta la primavera de 1969 cuando terminó la pesadilla, o por lo menos ésta, ya que el fantasma de la denominada Banda de los Cuatro continuó haciendo sonar las cadenas entre bastidores. Los guardias rojos sufrieron el mismo destino que sus propias víctimas y se vieron encerrados en campos de reeducación, lo que, en opinión de muchos chinos, fue peor. Jiang Qing, la mujer de Mao, empezó a delirar con las llamadas «óperas revolucionarias», e hizo su calentamiento con algunas de las peores atrocidades en la historia de China. Pero, por lo menos, el tema de los nombres empezó a normalizarse.

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