Authors: Schätzing Frank
—¡Pues bien! —Una ese áspera, típica de los escandinavos—. Están ante su primer paseo espacial. ¿Están todos excitados?
—¡Claro! —exclamaron Edwards y Parker al unísono.
—Relativamente —sonrió Rogachov—. Ahora que hemos sido confiados a su encantadora custodia.
Locatelli infló las aletas nasales; estar excitado, por lo visto, era algo que estaba muy por debajo de su dignidad. En su lugar, alzó la cámara que se había comprado, apta para sacar fotos en el vacío, y disparó. Hedegaard acogió las respuestas y las reacciones de los huéspedes arrugando la frente en una expresión divertida.
—Pues sí que deberían estar un poco excitados, ya que las actividades extravehiculares están entre las más complicadas que conoce la navegación espacial tripulada. A fin de cuentas, estarán ustedes adentrándose en el vacío; además, se verán expuestos a cambios de temperatura extremos.
—Ah —se asombró Parker—. Siempre pensé que en el espacio, sencillamente, hacía frío.
—Desde el punto de vista puramente físico, en el espacio no predomina ninguna temperatura. Lo que nosotros calificamos como temperatura es la medida de la energía con la que se mueven las moléculas de un cuerpo, un líquido o un gas. Un pequeño ejemplo. En el agua hirviendo, las moléculas se mueven a toda velocidad de un lado a otro, en el hielo permanecen casi inmóviles, de modo que nosotros percibimos una cosa como fría y la otra como caliente. En el vacío, por el contrario...
—Vamos, vamos... —masculló Locatelli, impaciente.
—...casi no existen moléculas. De modo que tampoco hay nada que se pueda medir. En teoría, con cero grados llegamos a la escala de Kelvin, que corresponde a menos doscientos setenta y tres grados centígrados, el punto cero absoluto. De todos modos, registramos la llamada radiación de fondo cósmica, una especie de hervor proveniente de los tiempos del big bang, cuando el universo era todavía inimaginablemente denso y caliente. Ésta alcanza apenas unos tres grados. Eso no hace que la temperatura sea precisamente más cálida. No obstante, ahí fuera, pueden achicharrarse o congelarse, eso depende.
—Eso ya lo sabemos todos —la apremió Locatelli—. A mí más bien me interesaría saber de dónde...
—Bueno, pero
yo
no lo sé —dijo Heidrun, volviendo la cabeza hacia él—. Y a mí
me gustaría
saberlo. Como puede imaginar, tengo cierta predisposición a las insolaciones.
—Pero ¡si todo lo que está contando es cultura general!
Heidrun le clavó los ojos. Su mirada le decía: «¡Que te den, sabihondo!» Hedegaard sonrió con expresión apaciguadora.
—En fin, en el vacío cada cuerpo, ya sea una nave espacial, un planeta o un astronauta, adopta la temperatura que corresponde a su entorno. Ésta se calcula a partir de factores como la radiación solar y la reflexión o la rerradiación hacia el espacio. Por eso los trajes espaciales son blancos, a fin de reflejar la mayor cantidad de luz posible, gracias a lo cual se calientan menos. No obstante, se han medido hasta más de ciento veinte grados centígrados sobre la parte vuelta hacia el Sol de los trajes espaciales, mientras que en la parte de sombra había menos ciento un grados.
—Brrrr —exclamó Parker.
—No tenga miedo, usted no notará nada de eso. Los trajes espaciales están climatizados. En su interior habrá unos soportables veintidós grados. Únicamente, por supuesto, si el traje está bien puesto. Cualquier descuido puede significar la muerte. Más tarde, en la Luna, encontrarán condiciones muy similares, en las regiones polares hay cráteres que, con sus menos doscientos treinta grados, están entre las regiones más frías de todo el sistema solar. En ellos jamás incide la luz. Como promedio, la temperatura del día en la superficie lunar alcanza unos ciento treinta grados, y por las noches desciende a unos menos ciento sesenta grados, lo cual, por cierto, es una de las razones por las que los alunizajes de los Apolos tuvieron lugar durante la mañana lunar, cuando el Sol está bajo y todavía no hace un calor tan extremo. No obstante, cuando Armstrong se situó en la sombra de su módulo lunar, la temperatura de su traje descendió de golpe de sesenta y cinco grados a menos cien grados centígrados. ¡Sólo con un paso! ¿Alguna otra pregunta sobre esto?
—Sobre el vacío —dijo Oleg Rogachov—. Se dice que uno revienta cuando se expone sin protección al espacio sin aire.
—No es así de dramático. Pero sí que moriría en cualquier caso, de modo que es mejor llevar siempre el casco. La mayoría de ustedes conocen ya los viejos trajes espaciales, en los que uno se ve como una nube de algodón. Inflados de tal manera que los astronautas tenían que desplazarse de un lado a otro saltando, ya que las perneras del pantalón no se doblaban. Para misiones de corta duración y ocasionales excursiones por el espacio, eso estaba bien. Pero en ciudades del espacio permanentemente habitadas, en la Luna o en Marte, esos monstruosos trajes serían impensables.
Hedegaard señaló el mono que ella misma llevaba. Estaba hecho de un material grueso parecido al neopreno y cubierto por una red de líneas oscuras. Unas duras conchas protegían los codos y las rodillas. Aunque con él la mujer parecía haberse metido a la fuerza en tres trajes de buceo, el conjunto le confería, en cierto modo, un aspecto sexy.
—Desde hace poco se emplean estos trajes. Se los llama «biotrajes», y han sido desarrollados por una hermosa mujer, la profesora Dava Newman, del MIT, el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Son bonitos, ¿no? —Hedegaard giró sobre sí misma lentamente—. Me preguntarán cómo se crea la presión necesaria. Es muy simple. En lugar de gas, las innumerables partes rígidas metálicas que no se pueden expandir producen una contrapresión mecánica. Sólo en los puntos donde la piel se mueve mucho, el material se mantiene flexible, pero en todas las demás zonas es rígido, de modo que es prácticamente como un exoesqueleto.
A continuación, Hedegaard sacó del armario más próximo un revestimiento en forma de tórax.
—Al traje básico se le pueden acoplar toda suerte de aplicaciones y blindajes, como esta protección torácica hecha con fibra de carbono. Una mochila para los sistemas de soporte vital está conectada a los enchufes de la espalda; además, el aire es bombeado hacia el interior del casco y reconducido a través de unas tuberías hasta las botas y los guantes, las únicas zonas en las que aplicamos presión de gas adicional. El sistema de enfriamiento de antes, tan ruidoso, ha dado paso a una nanopelícula climatizada. Hay otros revestimientos adicionales para las articulaciones, como los que conocemos de las armaduras medievales, sólo que éstos son incomparablemente más ligeros y resistentes. En el espacio exterior se está expuesto a la radiación cósmica, los micrometeoritos vuelan alrededor de uno; en la Luna les dará la lata el regolito, el polvo lunar. Mientras que la movilidad de sus pies apenas desempeña un papel en el vacío, es de una importancia decisiva en las superficies planetarias. Para facilitarla, los biotrajes han sido concebidos según el principio de construcción modular. Decenas de elementos se pueden combinar a gusto, de manera rápida y con pocas maniobras. Lo que se respira es la misma mezcla de nitrógeno y oxígeno a la que estamos habituados en la Tierra, por lo que luego, a bordo, no es necesario someterse a esa infinita espera en las cámaras de presión.
Hedegaard empezó a ponerse las botas y los guantes, acopló la mochila con los sistemas de soporte vital a la placa de la espalda del traje y enchufó todas las conexiones.
—Facilísimo, diría Dava Newman, pero cuidado: no intenten hacerlo solos. No esperen que yo tenga que recoger a alguno de ustedes ahí fuera completamente deforme o deshidratado. ¿Todo claro? ¡Bien! Los biotrajes son fáciles en su mantenimiento, en este sentido, una cosita más: el que sienta alguna necesidad fisiológica durante el paseo, sencillamente, que la deje salir. Su valioso pipí quedará recogido en una gruesa capa de poliacrilato, nadie debe temer que le corra por las piernas. Esto de aquí —dijo Hedegaard, señalando dos consolas situadas debajo de las muñecas— son elementos de mando para un total de dieciséis toberas de navegación situadas en la zona de los hombros y las caderas. Los astronautas ya no cuelgan como recién nacidos de un cordón umbilical, sino que navegan por repulsión. Las igniciones son breves, se las puede soltar de modo manual o dejar el cálculo a criterio del ordenador. Esto último es nuevo. En cuanto la electrónica llega a la conclusión de que alguno de ustedes ha perdido el control, esa persona queda estabilizada por la vía automática. Sus ordenadores están en red con el mío y, además, son dirigidos a distancia, así que, en rigor, nadie corre el riesgo de perderse. Y aquí —la mano de la danesa se deslizó sobre otra consola emplazada a lo largo del antebrazo— encontrarán ustedes treinta pequeños campos, cada uno de ellos con las opciones para hablar y recibir. Con ellos pueden decidir con quiénes quieren comunicarse. Se llaman
Talk to all
(«Hable con todos»), o
Listen to all
(«Escúchelos a todos»). Para soltar alguna declaración de amor, elijan la conexión individual y dejen fuera al resto. —Hedegaard sonrió—. ¿Alguien tiene alguna objeción en presentarse ante mí en paños menores? ¿No? Entonces, ¡fuera esa ropa! Dispongámonos a salir.
—¿Y las gallinas? —preguntó Mukesh Nair.
—Una idea descabellada —repuso Julian—. Todavía nos quedan cuatro. Y dos de ellas, incluso, siguen poniendo huevos, pequeñas bolitas con el valor nutricional de pelotas de golf. En el caso de las otras, la musculatura de la cadera se ha atrofiado demasiado como para poder expulsar nada a presión.
—A eso se reduce el tema de la natalidad en el espacio —dijo Eva Borelius—. Expulsar, expulsar. Pero ¿con qué?
—¿Y la caca de las gallinas? —A Karla Kramp el tema parecía fascinarle de un modo muy especial.
—Oh, lo que es caca, sueltan más de la que nos gustaría —respondió Julian—. Hemos intentado limpiarlo con la aspiradora, pero hay que prestar atención para no arrancarles a los pobres animales las plumas del trasero. Es todo un tanto complicado. Para ser sincero, no sé cómo criar gallinas en estado de ingravidez. A ellas no les gusta, chocan constantemente unas contra otras, es preciso atarlas, parecen atontadas. ¡A diferencia de los peces, por cierto! A ellos parece darles exactamente igual, viven de todos modos en una especie de estado de flotación. Estamos pensando más en la perspectiva de criar peces.
—Aún no hemos agotado todas nuestras municiones —les aseguró Kay Woodthorpe, una mujer robusta con la fisonomía de un perro chihuahua y colaboradora del grupo de investigaciones sobre sistemas biorregenerativos—. En el peor de los casos, probaremos con la gravedad artificial.
—¿Y cómo pretenden hacerlo? -—preguntó Carl Hanna—. ¿Pondrían a rotar la OSS?
—No —dijo Julian, negando con la cabeza—. Sólo el módulo de cría, lo desacoplaríamos y lo situaríamos a algunos kilómetros de distancia. Una estructura como la OSS no se presta mucho para ser una peonza. Para ello se necesitaría una rueda.
—¿Como en las películas de ciencia ficción?
—Exacto.
—Pero eso ya lo tienen aquí —objetó Tautou—. No tendrán una rueda, cierto, pero sí elementos de eje simétrico...
—Usted habla de una esfera de Bernal, amigo mío. Eso es otra cosa. Una rueda cuyo momento giratorio se corresponde con la velocidad de rotación de la Tierra. —Julian arrugó la frente—. Imagínese una rueda de coche o un cuerpo cilíndrico. Cuando éste gira, surgen en la pared interior, es decir, en el lado opuesto al eje, fuerzas centrífugas. Allí reina un estado similar al de la gravedad. Como en una de esas ruedas para hámsteres, podría usted recorrer una superficie cerrada en sí misma, un excelente tramo para hacer
jogging,
por cierto, mientras que la fuerza de gravedad va disminuyendo hacia el eje. En un principio es realizable. El problema viene dado por el tamaño y la estabilidad requeridos en una estructura de esa índole. Una rueda, pongamos, de cien metros de diámetro tendría que girar alrededor de sí misma en catorce segundos, y probablemente la fuerza de gravedad ejercería a sus pies una influencia mayor que en la cabeza, ya que su cuerpo estaría siendo acelerado con intensidad disímil. Además, cuando se hace rotar algo así, y eso lo conoce usted por la conducción de los coches, cuando un neumático no está equilibrado, pega unos bandazos infernales, pues ahora imagínese una estación rotando que empieza a tambalearse. Hay mucha gente moviéndose por ahí, ¿cómo va a conseguir que siempre estén distribuidas de forma pareja? Lo que allí tendría lugar en forma de autooscilaciones sería imposible de calcular, todos se marearían y en algún momento el chisme, probablemente, se partiría en dos...
—Pero vosotros habéis superado ya la era de las construcciones ligeras —dijo Hanna—. Con el ascensor podéis transportar a la órbita volúmenes en cantidades ilimitadas. Construid entonces una más grande, más estable.
—¿Sería eso posible? —preguntó Tautou, lleno de asombro—. ¿Un chisme como el de
2001: Una odisea del espacio?
—Sin duda -—dijo Julian, asintiendo con la cabeza—. Yo conocí a Kubrick. El viejo lo había estado reflexionando mucho, o digamos mejor que hizo que otros reflexionaran por él sobre el tema. Yo siempre soñé con construir una réplica de su estación. Esa imponente rueda que gira al compás de los valses y que se puede recorrer a la redonda. Pero tendría que ser enorme. Con muchos kilómetros de diámetro. Una órbita elevada, fuertemente blindada. Un lugar en el que cabría una ciudad entera con sus barrios residenciales, sus áreas verdes, incluso con un río...
—A mí esto me parece suficientemente fascinante —le dijo Sushma Nair a su esposo, y apretó su brazo, ferviente de entusiasmo—. Mira eso, Mukesh. ¡Espinacas, calabacines!
El grupo flotaba a lo largo de una pared de cristal de varios metros de altura. Tras ella se veía crecer, enroscadas, toda suerte de plantas, retoños, frutas.
—Una labor pionera, Julian —le dijo Mukesh en gesto de aprobación—. Consigue usted impresionar a un simple campesino.
—Del mismo modo que usted ha impresionado al mundo —sonrió Julian.
«Nair, miserable estafador», pensó Hanna.
Mientras un grupito de gente resuelta exploraba en esos minutos el vacío, él, Eva Borelius, Karla Kramp, Bernard Tautou y los Nair recorrían bajo la guía experta de Julian y de Kay Woodthorpe las dos biosferas, esos gigantescos módulos en forma de bolas en los que el Departamento de Sistemas de Soporte Vital Biorregenerativo experimentaba con la agricultura y la cría de animales útiles. La biosfera A unía en cuatro plantas calabacines, coles chinas, espinacas, tomates, pimientos y brócoli, un auténtico surtido de vegetales de todo tipo en el que había además kiwis y fresas, todo ello poblado por una fauna de ajetreados robots que no paraban de plantar, abonar, escardar, cortar o cosechar. A Hanna no le habría asombrado ver conejos reforzados con fibra de carbono y orejas radiotelescópicas mordisqueando una lechuga y luego escapando del lugar en el momento en que ellos se acercaban. El canadiense alzó la cabeza. Un nivel por encima de ellos, se estiraban unas ramitas nudosas de pequeños manzanos rebosantes de frutas con forma de porras.