Authors: Schätzing Frank
Sin embargo, el precio del barril se había desplomado, y esta vez para siempre. De la noche a la mañana, aquella explotación al aire libre había encontrado su fin sin que las empresas que la habían practicado se vieran en condiciones de restituir los ecosistemas dañados. Todo lo que había quedado eran paisajes desolados, un incremento de los índices de cáncer entre la población y firmas como Imperial Oil, una empresa de larga tradición con sede en Calgary, que había ganado su dinero durante un siglo y medio con la extracción de gas natural y de petróleo, su proceso de refinado y, en los últimos años, con las arenas bituminosas. Aunque aún era la punta de lanza del ramo, las luces también se habían apagado allí, y Palstein, en su función de director estratégico de EMCO —la empresa que, con dos tercios de todas las acciones, era la principal propietaria de Imperial Oil—, tuvo que viajar hasta Alberta para anunciarle a la dirección (y a un personal en estado de
shock)
que esa vez iba a dejarlos en la estacada.
Tal vez porque era más eficaz en su resultado dirigir la rabia contra un solo hombre y no contra la lejana Luna, a cuyos recursos se debía ahora su desastre, alguien había disparado a Palstein en Calgary. Había sido el acto de una persona desesperada, o por lo menos así se le presentó a la mayoría.
Loreena Keowa, en cambio, prefería mostrarse escéptica.
No es que tuviera una respuesta, pero ¿cuánto tiempo podría haber evitado la captura un desempleado enfadado? Hacía ya un mes del atentado. Algunos detalles de la teoría del solitario fuera de sí no tenían ningún sentido, y ya que Keowa estaba trabajando en un reportaje titulado «La herencia del monstruo», sobre los daños al medio ambiente provocados por los consorcios petroleros, le pareció sensato seguir el caso a su manera. Ya antes de que apareciera el helio 3, Palstein había apremiado para buscar un rumbo alternativo al ramo petrolero. Estaba demostrado que nunca había sido un adepto del negocio con las arenas bituminosas, y en la conferencia de prensa ofrecida en Anchorage había salido muy mal parado, algo, por demás, bastante inmerecido, según le parecía a Loreena. Por eso la periodista le había ofrecido al empresario realizar un retrato televisivo que mostrase una mejor imagen suya. A cambio, Loreena esperaba obtener algunas informaciones internas sobre el gigante EMCO, ahora en plena decadencia, pero lo que más la excitaba era la perspectiva de contribuir al esclarecimiento del atentado, dentro de la mejor tradición del periodismo de investigación estadounidense.
O incluso, tal vez, resolver el caso.
Palstein había dudado un tiempo, pero al final la invitó a que lo visitara en Texas, donde se estaba recuperando de las heridas y de las malas noticias en la casa que tenía a orillas del lago Lavon. Eso sí, la invitó con la condición de que, para esa primera conversación, la periodista se presentara sin su equipo de filmación.
—Necesitaremos las imágenes —le había dicho Keowa—. Somos un canal de televisión.
—Tendrá algunas, pero siempre y cuando yo me lleve la impresión de que está actuando usted con sinceridad. Hasta un hombre como yo sólo puede aguantar cierto nivel de palizas, Loreena. Así que hablaremos durante una hora, y luego usted podrá traer a su gente. O no.
Ahora, sentada en el taxi que la llevaba desde el aeropuerto hasta el centro de la ciudad de Dallas, Keowa repasaba por última vez sus documentos. El cámara y el técnico de sonido dormitaban en el asiento trasero, abatidos por el calor y la humedad relativa que ese año azotaban Texas con bastante prontitud. EMCO tenía su sede principal en la vecina Irving, pero Palstein tenía su casa al otro lado de la ciudad. En el Sheraton Dallas tomaron una frugal comida, y luego, como le habían anunciado, apareció el chófer de Palstein para recoger a Keowa. Abandonaron la ciudad y atravesaron las zonas de la periferia, cubierta de vegetación, hasta que se hizo visible, por el lado izquierdo, la superficie reluciente del lago rodeado de árboles. Después del turbulento vuelo, y tras haberse sumergido en la sauna de las temperaturas locales, Loreena disfrutaba ahora del viaje en el monovolumen eléctrico con aire acondicionado. Al cabo de un rato, el conductor dobló por una pequeña calle y tomó luego un sendero privado que llevaba directamente hasta el lago y la casa de Palstein. En ese momento la periodista pensó que todo aquello se correspondía muy bien con lo que se había imaginado. Era imposible imaginarse a Palstein en un rancho decorado con astas de búfalos y terraza techada. La aireada disposición de elementos cubistas con sus ventanales de cristal, interrumpida por algunas áreas verdes, la afiligranada viguería y las paredes de aspecto casi ingrávido encajaban mejor con la imagen de aquel hombre.
El chófer la hizo bajar. Un hombre fornido con pantalón de traje y camiseta se le acercó y le pidió cortésmente que le mostrara su identificación. Cerca de la orilla patrullaban otros dos hombres. Por lo que parecía, Palstein había confiado su seguridad a unos guardaespaldas. Loreena le entregó al hombre su identificación, y éste la colocó sobre el escáner de su teléfono móvil. Lo que la pantalla le mostró pareció satisfacerlo, pues le devolvió el documento con una sonrisa y le hizo una seña para que lo siguiera. Atravesaron un jardín japonés y llegaron a un embarcadero, pasando antes junto a una piscina.
—¿Le apetece hacer una excursión?
Apoyado sobre un bolardo, Palstein la esperaba frente a un estrecho yate de color blanco, con un elevado mástil y las velas recogidas. Llevaba vaqueros y un polo, y tenía un aspecto más saludable que durante su último encuentro en Anchorage. El cabestrillo del brazo había desaparecido. Keowa le señaló el hombro.
—¿Mejorando?
—Sí, gracias. —Él la tomó de la mano y se la sacudió brevemente—. Todavía tira un poco. ¿Ha tenido un buen viaje,
Shax'saani Keek'?
Keowa rió, algo desconcertada.
—¿Conoce usted mi nombre indio?
—¿Y por qué no?
—¡Casi nadie lo conoce!
—La cortesía nos obliga a informarnos. Shax'saani Keek', que en la lengua de los
tlingit
quiere decir «la más joven de las hermanas», ¿no es así?
—Estoy impresionada.
—Y yo, probablemente, no sea más que un viejo fanfarrón —sonrió Palstein—. Bueno, ¿cómo lo haremos? No puedo ofrecerle una excursión a vela, todavía no puedo hacerlo, debido a la herida del hombro, pero el motor fuera borda funciona, y tenemos bebidas frías a bordo.
En otras circunstancias, Keowa habría empezado a sospechar. Pero lo que en cualquier otro habría parecido una estrategia de manipulación era, en el caso de Palstein, lo que era: la invitación de un hombre al que le gustaba conducir embarcaciones y que le pedía que lo acompañara.
—Bonita casa —dijo Keowa después de que se hubieron alejado un trecho de la orilla.
El calor se cernía sobre el agua como un pesado bloque, ni una bocanada de agua encrespaba la superficie del lago, pero de todos modos era más soportable que en tierra. Palstein echó un vistazo hacia atrás y guardó silencio durante un minuto, como si contemplara su propiedad por primera vez, desde el punto de vista de que pudiera ser bonita.
—El proyecto se inspira en Mies Van der Rohe. ¿Lo conoce?
Keowa negó con la cabeza.
—A mis ojos, el arquitecto más importante de la modernidad. Un alemán, un gran lógico y constructivista. Su objetivo era traducir el desbordante destape de la civilización tecnológica a estructuras ordenadas, si bien su concepción del orden no estaba en el enclaustramiento, sino en la creación de la mayor cantidad de espacios libres, en una confluencia aparentemente sin suturas entre el mundo exterior y el interior.
—¿También entre el pasado y el futuro?
—¡Exacto! Su trabajo es atemporal, pues hace justicia a cada época. Van der Rohe jamás dejará de influir a nuevos arquitectos.
—A usted le gustan las estructuras claras.
—Me gusta la gente con visión de conjunto. Por cierto, estoy seguro de que conoce usted su máxima más famosa: «Menos es más.»
—Oh, sí —asintió Keowa—. Por supuesto.
—¿Sabe lo que pienso? Si nuestra concepción del mundo se basara en los mismos principios que rigen la obra de Van der Rohe, percibiríamos mucho mejor las relaciones profundas entre las cosas, y llegaríamos a otras conclusiones. La claridad mediante la reducción. El conocimiento por medio de la supresión. La matemática del pensamiento. —Palstein se detuvo—. Pero usted no ha venido hasta aquí para hablar conmigo sobre la belleza de los números. ¿Qué desea saber?
—¿Quiere saber quién le disparó?
Palstein asintió, casi con un gesto de decepción, como si hubiera estado esperando algo más original.
—La policía está buscando a un agresor solitario, alguien frustrado y furioso.
—¿Y usted comparte aún esa valoración?
—He dicho que la comparto.
—Pero ¿se atrevería a revelarme lo que piensa realmente?
Palstein apoyó el mentón sobre las manos.
—Digámoslo de este modo: si usted pretendiera despejar una ecuación, necesitaría conocer las variables. Por tanto, fracasaría si se enamorase de una de esas variables y le otorgara una importancia que tal vez no tiene, y eso es justamente, a mi juicio, lo que está haciendo la policía. Lo más estúpido es que yo tampoco tengo una mejor respuesta que ofrecer. ¿Qué cree usted?
—Bueno. La industria va en picado, y usted viaja por todas partes como su enterrador, diciéndoles a las personas que perderán su trabajo, cerrando instalaciones, desmantelando empresas, aunque, a decir verdad, no es usted el enterrador, sino el médico de urgencias, por supuesto.
—Todo es una cuestión de percepción.
—Precisamente. ¿Y por qué no puede ser entonces un padre de familia desesperado? Lo único que me asombra es que hayan transcurrido cuatro semanas y que todavía no hayan encontrado a nadie. El atentado fue filmado por varios canales de televisión, tendrían que haber visto a alguien. Alguien que levantase sospechas, que sacara un arma, que echase a correr, algo por el estilo.
—¿Sabe usted que frente a la tribuna, al otro lado de la plaza, hay un complejo de edificios...?
—...y la policía cree que dispararon desde allí. También se dice que nadie se acuerda de haber visto a nadie que entrara o saliera después del atentado. Había policías en los alrededores, por todas partes había alguno. ¿No le parece raro eso? ¿No parece todo como una acción realizada por un profesional, algo largamente planeado?
—Lee Harvey Oswald también disparó desde un edificio.
—¡Un momento! Lo hizo desde su lugar de trabajo.
—Pero no lo hizo por un arranque. Debió de preparar su acción; no obstante, son pocos los indicios de que fuera un asesino a sueldo profesional, aunque a millones de teóricos de la conspiración les gustaría que así fuera.
—Estoy de acuerdo. No obstante, me pregunto a quién había que acertar.
—Se refiere a si la bala iba dirigida a mí, como persona privada, como representante de EMCO o como símbolo del sistema, ¿no?
—Usted no es un símbolo del sistema, Gerald. Los ecologistas militantes buscarían a otro y no a la única persona con la que, en determinadas circunstancias, pueden contar. Tal vez sea justo al revés, y es usted una paja en el ojo de los representantes militantes del sistema.
—Habrían tenido oportunidad de clavarme una daga mientras había todavía algo que decidir en EMCO —respondió Palstein haciendo un gesto de rechazo con la mano—. Como bien ha dicho usted, llevo a Imperial Oil ante el paredón y pongo fin a nuestro compromiso con las arenas bituminosas. Si lo hubiera hecho antes de que apareciera el helio 3, tendría algún sentido quitarme de en medio, a fin de poder seguir escarbando en ese barro impregnado de petróleo, pero ¿hoy en día? Cualquier decisión impopular que tomara, las circunstancias hablarían en mi favor.
—Bien, pues echemos un vistazo a Palstein, el hombre privado. ¿Qué tal una venganza?
—¿Una venganza personal contra mí?
—¿Ha estado usted desafiando a alguien?
—No, que yo sepa.
—¿No hay nada de nada? ¿No le quitó la mujer a nadie? ¿O el trabajo?
—Créame, en la actualidad, nadie quiere mi trabajo, y no me queda tiempo para quitarle la mujer a nadie. Pero aun si alguien tuviera motivos personales, ¿por qué busca un sitio tan complicado, un lugar público? Podría haberme liquidado en el lago, con toda tranquilidad.
—Está usted muy bien vigilado.
—Pero sólo desde lo sucedido en Calgary.
—¿Tal vez alguien de dentro, de sus propias filas? ¿Y si usted representa algo que ciertos representantes influyentes de EMCO, independientemente de la situación, no quieren de ningún modo?
Palstein entrelazó los dedos. Había apagado el motor fuera borda, y el pequeño yate reposaba como pegado a la superficie reflectante del agua. Detrás de la cabeza de Keowa se perdió el bondadoso zumbido de un abejorro.
—Hay algunos en EMCO, por supuesto, que opinan que deberíamos descartar del todo el tema del helio 3 —dijo Palstein—. Les parece una idiotez participar en la empresa de Orley. Pero es una postura poco realista: estamos en bancarrota, no podemos descartar nada.
—¿Y su muerte habría cambiado algo en especial para Imperial Oil?
—No habría cambiado nada para nadie. Únicamente no podría haber asistido a un par de citas. —Palstein se encogió de hombros—. Bueno, aun así, no he podido asistir a algunas.
—Usted debía viajar con Orley a la Luna. Él lo había invitado.
—Para ser fiel a la verdad, fui yo quien le pedí que me permitiera estar en ese viaje. Me habría gustado muchísimo volar hasta allí arriba. —La mirada de Palstein cobró una expresión soñadora—. Además, hay gente muy interesante en esa comitiva, tal vez podría haber hilado alguna que otra empresa mixta. Oleg Rogachov, por ejemplo, con una fortuna de cincuenta y seis mil millones de dólares, el mayor proveedor de acero del mundo. Muchos intentan hacer negocios con él. O Warren Locatelli, que no vale menos.
—EMCO y el líder del mercado mundial en células solares —sonrió Keowa—. ¿No le enfurece que su ramo, antiguamente tan poderoso, tenga que estar rogando ahora los favores de esa gente?
—Lo que me enfurece es que EMCO no me escuchara entonces. Yo siempre quise colaborar con Locatelli. Deberíamos haber comprado Lightyears en su momento.
—Cuando ellos todavía tenían algo que ofrecer.
—Sí.