Authors: Schätzing Frank
—¡Aquí abajo! —gritó—. ¡Aquí!
Miranda Winter había perdido toda su serenidad.
—¿Rebecca? —sollozó.
En un arranque de distanciamiento, O'Keefe pensó que ella era una de las pocas personas que, incluso estando deshecha en lágrimas, conservaba su atractivo. Había ciertas fisonomías bien formadas que, en un estado de sufrimiento o dolor, adoptaban rasgos muy semejantes a los de un sapo; había otras que parecían querer soltar una carcajada y no sabían cómo hacerlo. Las cejas se situaban más allá del nacimiento del cabello, y entonces, algunas narices otrora bellas se hinchaban formando un forúnculo purulento. Había tenido que presenciar todo tipo de deformación de los rasgos, pero la desesperación de Miranda Winter encerraba cierto atractivo erótico, algo que se acentuaba ahora debido a su negro maquillaje, que se deshacía en unas franjas que cruzaban su cara.
¿Por qué le pasaban tales cosas por la cabeza? Estaba harto de sus pensamientos. No eran más que maniobras de distracción para impedir que afloraran sus sentimientos. ¿Con qué propósito? ¿Tal vez porque el duelo creaba cercanía hacia aquellos que también lo guardaban, y él, normalmente, solía acoger cualquier proximidad con recelo? ¿No era mucho mejor acaso salir del Madigan's Pub y caer de bruces en plena Talbot Street, completamente solo y borracho? ¿Acaso lo más importante no era mantener la distancia?
—De modo que utilizaremos los conductos de ventilación —resumió Funaki, luchando por mantener la serenidad.
—Pero no el situado al oeste —dijo la imagen de Lynn en el monitor—. Está muy próximo al E2; además, los sensores indican que ahí el humo va en aumento. Intentadlo por el otro lado, allí todo parece estar bien.
—¿Y qué hay...? —preguntó Funaki, tragando en seco—. ¿Qué hay de los demás? ¿Están, por lo menos...?
Lynn guardó silencio. Su mirada vagó por el recinto. A O'Keefe le parecía que tenía un aspecto terrible; no era más que un envoltorio que se asemejaba a Lynn, pero desde el cual los miraba algo distinto. Algo que él no estaba interesado en conocer más de cerca.
—Están bien —respondió la hija de Julian casi sin voz.
Funaki asintió con la cabeza en un gesto de autorreproche.
—Entonces, ahora abriremos el hueco de la parte este.
—Bajad al vestíbulo. Michio, usted ya sabe cómo llegar.
En realidad ya no quedaba allí nada más que pudiera arder.
El segundo tanque de oxígeno también se agotó, de los tres cadáveres sólo quedaban restos de ceniza amontonada. Todo lo que podía ser cubierto por las llamas había quedado consumido; sin embargo, todavía se veía el parpadeo y el brillo del rescoldo. Desde el derrumbe parcial del E2, el humo había aumentado en el hueco del ascensor del personal, se había congestionado allí, impedido de circular ahora que habían dejado de funcionar los ventiladores, que, de otro modo, lo habrían extendido por todas partes. Sin embargo, las diferencias de temperatura habían creado su propio sistema de circulación, y de los materiales deformados subía cada vez más humo, de modo que el hueco del ascensor que el grupo de Borelius había cruzado no hacía ni un cuarto de hora era ahora un sitio en el que resultaba imposible respirar y que no permitía ni un solo centímetro de visibilidad. A la altura de los humeantes restos de la cabina, se habían fundido los sellos de las puertas de acceso al conducto de ventilación del lado oeste y todo estaba repleto de humo; en cambio, las protecciones del conducto este estaban intactas. Prevalecían, no obstante, en el cuello de Gaia, temperaturas como las de un horno solar, las cuales elevaban de un modo dramático la viscosidad de las vigas de acero que sostenían la cabeza de la figura. Una vez más, el mentón de Gaia se inclinó un poco más, y esta vez...
...pudo notarse claramente.
—El suelo se ha movido —susurró Olympiada Rogachova, aferrándose al brazo de Miranda Winter, cuyo grifo de lágrimas se cerró en ese preciso momento.
—Seguramente el edificio tiene una estructura elástica —dijo, resoplando y acariciando la mano de Olympiada—. No te preocupes, querida. Los rascacielos de la Tierra también se estremecen, ya sabes, a causa de los terremotos.
—Tú
sí que eres elástica —dijo O'Keefe, mirando con la boca reseca hacia afuera—. Pero seguro que el Gaia no.
—¿Y tú cómo lo sabes? Eh, Michio, ¿qué...?
—¡No tenemos tiempo! —Funaki estaba de pie en el rellano de la escalera, sacudiendo los brazos con vehemencia—. ¡Vamos, de prisa!
—Tal vez seamos presas de la histeria colectiva —le dijo Winter a la perturbada Olympiada mientras seguían al japonés hasta el Luna Bar y, de allí, al Selene, una planta más abajo.
Una vez más, el suelo cedió.
—Chikusho!
—exclamó entre dientes Funaki.
Los conocimientos de O'Keefe del japonés eran casi nulos, pero después de varios días en compañía de Momoka Omura, uno llegaba a familiarizarse lo suficiente con ciertas expresiones duras.
—¿Tan grave es? —preguntó el actor.
—Extremadamente grave. No deberíamos perder ni un segundo.
Funaki abrió un armario, sacó cuatro máscaras de oxígeno y corrió hacia una de las dos columnas que estaban libres, cubiertas con holografías de constelaciones, y que O'Keefe, hasta ese momento, había tomado por meros objetos decorativos. Ahora, cuando el japonés movía hacia un lado una de sus superficies, se vio detrás una escotilla con la altura de un hombre.
—¡El conducto de ventilación!
—Sí —asintió Funaki—. Comienza aquí arriba. Deseémonos suerte. Los de la central creen que el interior está libre de humo y que no se ha producido pérdida de presión —añadió al tiempo que repartía las máscaras—. No obstante, ahora nos pondremos las máscaras hasta que estemos seguros. Sólo tienen que metérselas por la cabeza hasta que queden bien ajustadas y los ojos estén protegidos tras las gafas. ¡No, señora Rogachova, así no, es al revés! —Las manos del japonés revolotearon en un gesto de exasperación—. Señorita Winter, ¿podría usted ayudarla, por favor? Gracias. Señor O'Keefe, ¿puedo ver? Sí, así está bien. Perfecto.
A la velocidad del rayo, Funaki se puso su máscara, comprobó que estaba bien colocada y continuó hablando en sordina:
—En cuanto la escotilla se abra, entraré. Esperen a que yo les dé la señal, entonces me siguen, en fila india, primero la señora Rogachova, después la señorita Winter y, por último, el señor O'Keefe. La escalera nos conducirá directamente al vestíbulo. Manténganse bien pegados a mí. ¿Alguna otra pregunta?
Las mujeres negaron con la cabeza.
—No —respondió O'Keefe.
Funaki tocó el sensor, dio un paso atrás y esperó. La escotilla se abrió y brotó una ola de calor. O'Keefe se acercó al japonés y miró hacia abajo. Vieron un conducto escasamente iluminado que parecía no tener fondo.
—Hay buena visibilidad.
Funaki asintió con la cabeza.
—Esperen a que les dé la luz verde.
El japonés entró. Colocó los pies en los peldaños, se aferró con ambas manos a las vigas laterales e inició el descenso, el pecho, los hombros y la cabeza desapareciendo tras el borde. O'Keefe lo siguió con la vista. El japonés miró a su alrededor, echó una ojeada crítica a las profundidades. Tras haber bajado unos cinco metros, se detuvo y volvió su rostro hacia los demás.
—Hasta ahora, todo bien. Pueden venir.
—¡Olympiada, cariño! —Winter tomó a la rusa en sus brazos, la estrechó contra su cuerpo y le estampó un beso en la frente—. Ya casi lo logramos, corazón. —Su voz se atenuó en un susurro—. Y cuando lo hayamos conseguido, lo dejas. ¿Me estás escuchando? No tienes necesidad de pasar por eso. Déjalo. Ninguna mujer tiene necesidad de pasar por eso.
Los enlaces moleculares empezaron a hacer su trabajo.
Para fundir el acero como mantequilla, habrían hecho falta temperaturas más altas, pero el calor era suficiente para transformar algunos de los puntales en una especie de goma resistente que se deformaba poco a poco bajo la presión de las toneladas que reposaban sobre ellos. Por lo visto, la cabeza de Gaia presionaba el debilitado material, generando de ese modo tensiones para las cuales no estaban preparados ni el ventanal acristalado de la fachada ni las losas de hormigón lunar. Entre los cristales dobles, el agua evaporada presionaba las estructuras y las iba separando y, de repente, uno de los módulos de hormigón se resquebrajó a todo lo ancho.
El mentón de Gaia cayó pesadamente sobre la fachada de ventanas.
Sucesivamente, se rompieron los cristales interiores y exteriores. En una reacción en cadena, fueron arrastrados al vacío, junto con el vapor de agua, miles de fragmentos de vidrio, elementos constructivos inestables, los destrozados componentes de los sistemas de soporte vital y las cenizas. La atmósfera artificial se repartió en forma de nube alrededor del cuello de Gaia y se desvaneció bajo el calor de los rayos del sol, pero la mayoría de ellos quedaron a la sombra, de modo que el aire cristalizó en ellos, mientras que el frío del espacio penetró en el interior, apagando al instante todas las llamas y enfriando tan aceleradamente el acero que éste no pudo solidificarse de nuevo con lentitud, sino que quedó rígido, en un estado de quebradiza fragilidad.
Las vigas se sostuvieron todavía unos segundos.
Pero luego se doblaron.
Esta vez, la cabeza de Gaia cayó hacia adelante un trecho considerable, ahora sólo sostenida por el núcleo principal de la maciza columna principal de acero, que hasta ese momento había resultado escasamente afectada. Entonces terminaron de hacerse añicos los últimos restos de la fachada del cuello, el mentón se inclinó otro trecho y, por encima de los hombros, reventó la capa de aislamiento y los módulos de hormigón, mientras que el conducto de ventilación se agrietaba hasta quedar como una boca abierta.
O'Keefe cayó de espaldas sobre una mesa. Olympiada, que en ese instante se disponía ya a bajar al conducto, fue lanzada contra Winter y la derribó al suelo.
«Nos despeñaremos —pensó el actor—. ¡La cabeza se está desplomando!»
Horrorizado, se incorporó, sus dedos buscando sostén. Su mano derecha consiguió alcanzar el borde de la esclusa.
—Al conducto —gritó—. Rápido.
Sus ojos miraron al interior.
«¿Al conducto?»
¡Tal vez fuera mejor no entrar ahí! Funaki alzó unos ojos desorbitados hacia él y empezó a trepar de nuevo, pero algo se lo impidió, tirando de su cuerpo con extrema violencia. El japonés gritó algo y estiró un brazo. O'Keefe se inclinó para aferrar la mano extendida, pero de repente se apoderó de él la inquietante sensación de estar mirando en la garganta de un ser vivo. Su pelo, su ropa, todo comenzó a revolotear. Una imponente fuerza de absorción lo rodeó, y entonces comprendió, de pronto, lo que estaba sucediendo.
Una fuerza aspiraba el aire de la cabeza de Gaia. En algún lugar del conducto debía de haberse abierto un agujero.
El vacío amenazaba con tragárselos.
O'Keefe se aferró al marco, haciendo un esfuerzo por alcanzar la mano de Funaki. El japonés ponía el máximo empeño en llegar al siguiente peldaño. Por el rabillo del ojo, el actor vio cómo la escotilla empezaba a moverse y se acercaba a él. Los malditos aparatos automáticos... Pero no, estaba bien así. El conducto tenía que cerrarse para que no murieran todos, pero... ¿y Funaki? ¡No podía abandonar a Funaki! Unas manos se aferraron a su ropa, Winter y Rogachova gritaban confusamente, tratando de impedir que fuera succionado. La compuerta se acercaba cada vez más. Estiró el brazo cuanto pudo y sintió que sus dedos rozaban por un momento los del japonés. Pero en ese instante Funaki fue sacado violentamente del peldaño y se perdió con un grito de desesperación en las profundidades.
Las dos mujeres lo apartaron a rastras de la compuerta. Ante los ojos del actor, la escotilla se cerró con un ruido seco. Sin aliento, lo ayudaron a ponerse de pie, al tiempo que luchaban por mantener el equilibrio sobre el suelo inclinado del restaurante. Fantasmales crujidos y gemidos llegaban desde las profundidades del Gaia, heraldos de una catástrofe aún peor.
Lawrence oyó los mismos ruidos directamente encima de su cabeza. Una imponente sacudida la derribó al suelo, seguida de un bramido polifónico que, sin embargo, se extinguió rápida y completamente. Aún le parecía que la galería estaba llena con el eco de los estruendos parecidos a explosiones que habían precedido el bramido. Todo el edificio había vibrado como un diapasón, pero luego volvió a aquietarse. De repente reinaba un silencio sepulcral, excepto por los lamentos y los crujidos provenientes del techo. Los ruidos parecían emitidos por gatas en celo que recorrieran la noche en busca de un macho.
Dana Lawrence corrió hacia la escotilla y golpeó el mecanismo. Seguía cerrada.
—¡Lynn! —gritó.
No recibió respuesta.
—¡Lynn! ¿Qué está pasando? ¡Lynn!
Nadie en la central reaccionó.
—¡Respóndame! Algo grande se ha roto allí arriba. No tengo ningún deseo de diñarla aquí abajo.
Dana miró a su alrededor. Ahora la visibilidad en la galería era mejor, los ventiladores habían hecho un buen trabajo. Pronto se restauraría la presión, pero si allí arriba había ocurrido lo que ella se temía, había peligro de que esa sección del edificio quedara, más tarde o más temprano, sepultada bajo el peso de la cabeza.
¡Tenía que salir de allí! Tenía que recuperar el control.
¡Lynn!
—Dana. —La voz de Lynn sonó como la de un robot—. Ha habido una serie de accidentes. Espere a que le llegue su turno.
Lawrence, agotada, se dejó caer pegada a la pared. ¡Esa maldita perra! Claro que no podía reprochársele nada, tenía todas las razones para estar enojada; pero, así y todo, en Lawrence se encendió el odio contra la hija de Julian. En contra de su naturaleza, empezaba a tomarse aquel asunto como algo personal. Lynn la había metido en ese lío. «Ya verás», pensó.
Hacia las once, Omura, de repente, se detuvo.
—Si ha caído, tiene que ser por aquí —dijo.
Julian, que iba en la delantera, también se paró. Aparcaron los coches uno detrás del otro, en la vastedad del Mare Imbrium, ahora iluminado por el sol. A la izquierda, en medio del mar de basalto, se alzaba el cabo Heráclides, con las estribaciones meridionales de los montes Jura, el agreste preámbulo del Sinus Iridum, la bahía del Arco Iris. No faltaba mucho para imaginar que, en lugar de estar sentados en unos Rover, descansaban sobre unas embarcaciones de recreo, con la mar en calma, y contemplaban desde ellas la tierra; en realidad, sólo faltaba un poco de color y la pintoresca figura de un faro sobre un acantilado rocoso. Como si se quisiera crear la ilusión perfecta, las imágenes del satélite mostraban unas olas alargadas y bajas, con las cuales la petrificada marea de aquel mar bañaba aquella «bahía del Arco Iris». A decir verdad, se trataba de tomas antiguas, ya que con el comienzo de la extracción del helio 3, la situación meteorológica del Sinus Iridum había cambiado bastante. Actualmente, un extenso banco de niebla se tragaba las olas y parecía desplazarse hacia el interior. Desde su posición podían contemplar esas nubes a lo lejos, un gris de contorno indefinido que se cernía sobre el lago petrificado.