Límite (166 page)

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Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
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La directora hizo un giro y apartó la mano del hombre con un golpe.

—¡Cállese la boca!

El enorme cráneo de Donoghue se tiñó de color carmín.

—Escúcheme... Escúcheme, mamarracha, yo le enseñaré a usted...

—¡Chuck, no! —le suplicó Aileen.

—Señorita Orley —insistió Lawrence.

Lynn negó con la cabeza con gesto ofendido. En sus párpados inferiores empezaron a acumularse las lágrimas.

—¿Qué ha hecho con Thiel, Lynn? —volvió a insistir Lawrence—. Usted ha estado antes en la central.

—Eso no es cierto. Yo estaba...

—¡Claro que ha estado allí!

—Dana, es suficiente —ordenó Tim entre dientes.

—Bueno. —Lawrence le dirigió una mirada helada—. Para mí sí es suficiente. No pienso seguir participando de toda esta payasada. Déjelo ya, Lynn. Díganos de una vez qué hay de esa bomba.

—¿Una
bomba?
—tronó Chuck. Como un búfalo, avanzó hacia adelante, empujó a Lynn contra la pared, alzó una de sus enormes manos y le arrebató el generador de oxígeno—. ¿Es que se han vuelto todos locos?

Los dedos de Lynn se crisparon formando dos zarpas. La hija de Julian tomó impulso y dejó un rastro de sangre sobre la mejilla de Chuck Donoghue. Antes de que éste pudiera recuperarse de su asombro, ella ya había llegado a la escalera, la bajó dando saltos y desapareció en el nivel inferior.

—¡Lynn! —gritó Tim.

—¡No, espere! ¡Por favor, espere!

Horrorizado, Kokoschka fue testigo de cómo el joven Orley corría detrás de su hermana, que estaba totalmente fuera de control. «Quédate —pensó—. No me hagas lo mismo otra vez, tengo que...»

—De parte de Sophie, tengo que...

Demasiado tarde. ¿Qué hacer? ¿Correr detrás de él? La locura generalizada exigía su tributo, de modo que tuvo que ver, con desamparo, cómo Donoghue convertía a la directora del hotel en blanco de su indignación y se abalanzaba sobre ella con el generador de oxígeno alzado en un gesto amenazante. Una tormenta se desató en su cabeza, ráfagas de viento, caída de temperatura, brazos de tornado, cúmulos de miedo. Algo terrible iba a suceder. Como hojas marchitas, sus pensamientos bailoteaban en desorden, movidos en todas direcciones por las ráfagas de viento de la confusión. Cada vez que intentaba atraparlos, se le escapaban en un torbellino, y él, mientras tanto, giraba y giraba. ¿Qué debía hacer? Por fin, en un momento, consiguió asir una de aquellas hojas sueltas que contenían sus ideas, ésta quiso escapársele de nuevo con un sonoro y fantasmal aleteo, pero él la retuvo con fuerza, al tiempo que le decía que aquello que Sophie había escrito en aquel papel, fuera lo que fuese, explicaría la escalada de los acontecimientos que tenía lugar ante sus ojos; que el papel le diría lo que tenía que hacer y que, puesto que aún no había conseguido cumplir con su cometido, tal vez fuera mejor que lo leyera.

Con dedos temblorosos, desplegó la hoja.

En ese preciso instante, Lawrence percibió el cambio. Todo el cuerpo de la directora reaccionó. Con una comprensión sismográfica de la desgracia, los vellos de su antebrazo se pusieron como escarpias, y empezaron a sonar las sirenas de alarma. Sucedieron muchas cosas al mismo tiempo. Del restaurante se acercaban voces, ya que el barullo debía de haber llegado arriba y la gente bajaba a ver lo que ocurría, mientras que Axel Kokoschka, que parecía una estatua de bronce, lanzaba oleadas de incredulidad e indignación hacia todas partes.

Lentamente, la directora volvió la cabeza hacia él.

El cocinero la miraba con fijeza, sujetando un trozo de papel en su mano izquierda. La derecha se alzó y proyectó hacia adelante un índice acusador. Lawrence le arrebató la hoja de la mano y echó un vistazo a las palabras garabateadas en ella.

—Menuda estupidez —dijo la mujer.

—No —repuso Kokoschka, acercándose—. No, no es ninguna estupidez. Ella lo averiguó. ¡Ella lo averiguó!

—¿Quién averiguó qué? —ladró Donoghue.

—Sophie. —El dedo de Kokoschka temblaba, era como una criatura sin ojos que intentaba reconocer por el olfato, que se mantenía en el aire y apuntaba hacia Lawrence—.
Es ella.
No es Lynn. ¡Es ella!

—Ha pasado usted mucho tiempo delante de los fogones —dijo Lawrence retrocediendo—. Se le ha reblandecido el cerebro con tanto calor, estúpido.

—No. —La figura corpulenta de Kokoschka se puso en movimiento, como un Frankenstein que intentara caminar por primera vez—. Ella fue quien interrumpió las comunicaciones. ¡Quiere volarnos a todos por los aires! ¡Es ella! ¡Es Lawrence!

—¡Usted está loco!

—¿Ah, sí? —Los ojos de Donoghue se achicaron hasta convertirse en dos finas ranuras—. Creo que eso podemos averiguarlo rápidamente —dijo alzando el cartucho de oxígeno y acercándose a ella por el otro flanco—. Se me ocurre un chiste muy bueno en el que...

Lawrence metió la mano en el bolsillo de su pantalón, sacó un arma y apuntó a la cabeza de Chuck Donoghue.

—Ésta es la parte cómica —dijo, y apretó el gatillo.

Donoghue se mantuvo de pie. Del agujero de su frente empezó a salir algo de masa cerebral, y un hilillo de sangre corrió por entre las cejas y a lo largo de la nariz. El generador de oxígeno se le cayó de las manos. Aileen, boquiabierta, dejó escapar un alarido hueco. Lawrence agitó el arma, y en ese momento las puertas del ascensor se abrieron y Ashwini Anand salió de él, llevada a la perdición por el impulso de su tardanza. El proyectil alcanzó a la india antes de que ésta estuviera en condiciones de comprender la situación. La mujer se desplomó al suelo bloqueando las puertas del ascensor, pero su inesperada llegada le había costado algunos segundos a Lawrence, segundos que Kokoschka aprovechó para atacar. Dana le apuntó y se vio en ese preciso momento embestida por Aileen, que saltó sobre ella, se le enganchó del pelo y le dobló la cabeza hacia atrás. La texana seguía chillando sin cesar, eran lamentos fúnebres de naturaleza fantasmal. Lawrence estiró la mano hacia atrás, esforzándose por deshacerse del agarre de Aileen y poder apuntar con la derecha. Pero en eso Kokoschka le agarró la muñeca. Inmediatamente antes de que la rodilla de la directora le aplastara los testículos, se escaparon dos disparos. El cocinero se retorció, pero todavía consiguió arrebatarle el arma a Lawrence de un manotazo. A continuación, le propinó un golpe en la garganta con el canto de la mano, y se deshizo de la furia que colgaba a sus espaldas con un giro brusco del hombro. Casi con gracia, Aileen salió disparada hacia el lugar donde estaba su marido, que permanecía de pie, aunque ahora con una mirada perdida, atónita, y se deslizó al suelo junto con él. Kokoschka cayó de rodillas. Lawrence le dio una patada en el pecho cuando, de pronto, algo metálico, una especie de silbido, se deslizó en su conciencia, algo que no prometía nada bueno.

Las escotillas comenzaron a cerrarse.

Ella miró los agujeros en la pared donde habían impactado los dos disparos que se habían escapado.

¡Los tanques! Debían de haber impactado contra alguno de los tanques ocultos. Bajo una alta presión, el oxígeno comprimido empezaba a salir, elevando la presión parcial, y provocaba que los sensores de alarma se activaran y sellaran los accesos a los niveles inferiores y superiores. No podía descartarse que los conductores de enfriamiento exteriores hubieran sido alcanzados por uno de los disparos. En ese caso, habría un escape de amoníaco, una sustancia altamente tóxica y combustible.

Se encontraba en el interior de una bomba.

¡Tenía que salir de allí!

El gas invisible fue depositándose sobre Aileen, sacudida por violentas convulsiones, sobre el cadáver de Chuck Donoghue, se fue introduciendo en el ascensor abierto, cuyas puertas habían quedado bloqueadas por el cuerpo inerte de Anand. Los ojos de Kokoschka se salieron de sus órbitas. Barboteando, se puso de pie y extendió ambos brazos hacia donde estaba Lawrence. Ella no le prestó atención y echó a correr. Los accesos se cerraban a una velocidad inquietante. De un salto llegó al pasillo que conducía a las suites, saltó y, por un pelo, pasando por entre la escotilla que se cerraba, logró salir del cuello de Gaia; luego corrió escaleras abajo y llegó a la espalda del hotel.

Kokoschka la siguió.

El entrenamiento recibido le bastaba para conocer el potencial destructivo de un descontrolado escape de oxígeno. La mera velocidad con la que el gas se abría paso a través de los diminutos orificios de los disparos provocaba un calor que hacía casi inevitable la catástrofe. Llevado por la desesperada esperanza de poder llegar a tiempo afuera, siguió a Lawrence a través de aquella abertura que se hacía cada vez más pequeña; logró pasar un trecho, pero entonces la escotilla se clavó en su barriga y lo comprimió contra la pared.

Estaba atrapado.

—No, no... No puede ser —lloriqueó el cocinero.

Podía oír el tenue siseo del gas al escaparse. Temiendo morir, intentó apartar con las manos la plancha de metal que se le echaba encima. Le faltaba el aire, tenía todos los órganos comprimidos. Oyó cómo se rompían las costillas inferiores, vio a Aileen arrodillarse sobre el cadáver de Chuck y hundir su rostro en el cuello de su marido. Un sabor metálico se extendía por su cavidad bucal, los ojos se le salían de las cuencas. Intentó gritar, pero todo cuanto fue capaz de emitir fue el graznido de un ave moribunda.

—Chuck —lloraba Aileen.

Ni siquiera se produjo un sonido especialmente intenso cuando el oxígeno combustionó. Dos lanzas de fuego brotaron de repente de la pared en la que habían impactado los proyectiles, alcanzando a Aileen, el cuerpo de Chuck y el cadáver torcido de Ashwini Anand, las paredes y el suelo. A una velocidad vertiginosa, las llamas fueron devorándolo todo, lamiendo las puertas del ascensor, penetrando en la cabina abierta del elevador del personal, como seres vivos, espíritus de fuego en un éxtasis orgiástico. Un instante después, todo el nivel intermedio estaba en llamas. Nunca antes Kokoschka había visto arder un fuego de ese modo; se decía, sin embargo, que con gravedad reducida los incendios se extendían de un modo más lento, pero lo que estaba viendo allí...

El cocinero escupió una bocanada de sangre. Implacable, la escotilla seguía comprimiendo su cuerpo más aún, y de repente, como si el fuego, en su búsqueda de una salida, notara por primera vez su presencia, se alzó cobrando una nueva altura y pareció detenerse por un momento, indeciso.

Pero entonces saltó sobre él, voraz.

En compañía de Sushma Nair, Miranda Winter había emprendido el camino hacia el nivel inferior cuando, inevitablemente, se percataron de que allí se estaba produciendo una violenta trifulca. En la escalera que iba del Selene hasta el Chang'e oyeron, en rápida secuencia, dos sonidos apagados que, en su imaginación educada por el cine, fueron asociados de inmediato con dos disparos de pistola; luego siguieron los estremecedores alaridos de Aileen y unos ruidos que parecían producidos por unas campanas, como si un martillo chocara contra un metal. La mirada de Sushma expresaba un miedo sin tapujos, mientras que Winter, de naturaleza más robusta, le dio a entender a la india que esperara y se acercó al pasillo que conducía hasta el cuello de Gaia.

«¿Qué diablos...?»

—La escotilla se cierra —gritó Winter—. ¡Eh, nos están encerrando!

Perpleja, se aproximó, a fin de poder echar un vistazo hacia abajo a través de la rendija que quedaba.

Una figura de fuego le salió al paso.

Winter fue lanzada hacia atrás. Aquel demonio de fuego le soltó un bramido, ardió, extendió hacia ella sus chisporroteantes extremidades, chamuscando sus pestañas, sus cejas y su cabello. Miranda tropezó, cayó y rebotó, a fin de escapar de las veloces llamas.

—¡Joder! —gritó—. ¡Vete, Sushma, vete!

Los bramidos del demonio se aproximaban, se multiplicaban, dando a luz a nuevas criaturas inquietas que correteaban por todas partes, incendiando con avidez todo cuanto se interpusiera en su camino. Con increíble rapidez, cubrieron la fachada acristalada, pero, al encontrar una superficie menos interesante, trasladaron su devastadora orgía hacia los suelos, las columnas y el mobiliario. Miranda Winter se incorporó de un salto, corrió escaleras arriba espantando con sus gritos a la nerviosa Sushma para que corriera delante de ella. Directamente encima de ellas se cerraron las escotillas de acceso al Selene. Una pared de calor empezó a acercárseles, con su aliento de fuego. Sushma tropezó, y Winter la empujó, de modo que la india pudo pasar, a través de la escotilla, hacia la siguiente planta situada encima.

¡Era poco el espacio! ¡Dios santo, pronto sería muy poco!

Como una gimnasta en la barra fija, agarró el borde de la escotilla y se estiró hacia arriba. Por un instante temió que su tobillo quedara trabado en ella, pero luego, por un milímetro, consiguió llegar al Selene al tiempo que la escotilla caía con un golpe seco y la salvaba de aquella apisonadora de fuego.

—Los otros —dijo, jadeante—. ¡Por el amor de Dios! ¡Los otros!

Lawrence yacía de espaldas, con las piernas de Kokoschka por encima de ella, que golpeaban salvajemente y martilleaban arrítmicamente los peldaños de la escalerilla de caracol. Sentía en la nuca el crepitar del fuego, seguido de las propias llamas, que ascendían hambrientas por la chaqueta y los pantalones de Kokoschka. Había en su avance un peculiar gesto de tanteo, de búsqueda. En oleadas, fluían a lo largo del techo, la estructura y el decorado, explorando en busca de alimento.

Lawrence se puso en pie de un salto.

Tenía que liberar el cuerpo de Kokoschka para que la escotilla pudiera cerrarse. Los incendios provocados por el oxígeno eran incontrolables, con un potencial destructivo y de calor mayor que el de otros incendios habituales. Aunque el gas, como tal, no combustionara, sí que apoyaba de un modo fatal la destrucción de casi cualquier material; era, además, más pesado que el aire. El rescoldo se derramaría del cuello del Gaia como si fuese lava, y abarcaría luego toda la zona de las suites. De un salto estuvo junto al campo de controles para el accionamiento manual, se agazapó para protegerse del calor y golpeó el mecanismo que haría retroceder la escotilla. Ésta se abrió y liberó el cuerpo de Kokoschka, que cayó escaleras abajo y golpeó contra la galería, pataleando en todas direcciones en un acto reflejo. Unos tentáculos de fuego salieron de la abertura, como si quisieran arrastrar de nuevo hacia arriba la presa que se les había escapado. La escotilla, en proceso de cerrarse, los atravesó y selló el cuello de Gaia de la zona de los hombros.

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