Authors: Schätzing Frank
—¿Y Julian no ha dicho nada? —quiso saber Heidrun, su cuerpo seguía siendo un enorme latido—. Esta mañana, quiero decir.
—Sí, dijo que llegarían un poco más tarde, ya que el programa era demasiado amplio. Eso dice Lynn.
—Bueno, pues será como ella dice.
—A mí me parece un poco raro.
—Seguro que Julian ha intentado comunicarse, y contigo la primera —opinó O'Keefe.
—Sí, estupendo. ¿Y qué harías tú, Finn, si no consigues comunicarte? ¡Ser puntual! Y así no inquietas a los demás. Por otra parte, no soy estúpida, ahí hay algo más. Hay algo que ellos no me están contando.
—¿Quiénes son ellos?
—Dana Lawrence, esa mujer de hielo. Y Lynn. ¿Quién sabe? La cena, por cierto, se ha pospuesto para las nueve.
Heidrun miró a O'Keefe y se dio cuenta de que él estaba pensando exactamente lo mismo que ella en ese momento: si no era mejor aprovechar el tiempo y subir a la suite de él. Pero fue un pensamiento pálido, poco convencido; en realidad fue algo menos que un pensamiento, pues no surgió de la mente ni del corazón, sino del bajo vientre, cuyo intento de ataque se esfumó con suma rapidez. O'Keefe se deslizó hacia adelante y le dio un beso fugaz que tuvo algo de conciliador, de final.
—Ven —dijo él—. Vayamos con los demás.
Tras la conversación con Palstein, Jericho había realizado una solitaria ronda por el universo bien equipado del centro de control de seguridad y había familiarizado a Shaw con el contenido de su mochila.
—Diana
—dijo el detective—. Es la cuarta persona en esta alianza.
—¿Diana?
—En el duro rostro se alzó una ceja.
—Mmm.
Diana.
—Entiendo. ¿Es su hija o su mujer?
Desde entonces
Diana
había estado conectada alternativamente a la Internet pública y a la red interna del Big O, protegida contra cualquier tipo de
hacker,
un sistema totalmente aislado del mundo exterior al que no había ningún acceso de entrada ni de salida. Entretanto, Shaw lo había autorizado sin preámbulos para acceder a todas las bases de datos del consorcio, le había proporcionado una contraseña que le daba poderes para seguir el rastro a toda la red internacional del grupo empresarial, su historial y su estructura de empleados. Al mismo tiempo, y gracias a
Diana,
podía continuar trabajando en terreno conocido. Sin la compañía de Tu y de Yoyo, que habían salido con la intención de visitar el edificio por espacio de unos minutos y llevaban ausentes más de una hora y media, él se sentía ahora opresivamente solo y azotado por el estigma del apestado. Un mensajero, útil únicamente para poner en juego la cabeza por otros, pero no para que alguien lo convirtiera en amigo y confidente.
¡Bah, amigos! Que ambos se revolcaran en su miseria. Ahora, por fin, se sentía otra vez mimado por la voz suave y oscura de
Diana,
aquella voz computerizada, y se veía libre de todo estado de ánimo.
Jericho instruyó a
Diana
para que explorara la red teniendo en cuenta ciertas constelaciones de términos: «Palstein», «ataque», «atentado», «terrorista», «intento de asesinato», «Orley», «China», «investigaciones», «conclusiones», «resultados», etcétera. Siguiendo la iniciativa del magnate petrolero, las autoridades canadienses habían enviado una amplia variedad de material gráfico y fílmico que ahora él estaba evaluando en colaboración con Edda Hoff, con un empleado del Departamento de Seguridad Informática y una mujer del MI6. Si Palstein hubiese estado dispuesto a mostrarles el vídeo, tal vez podría haberles ahorrado todo aquel trabajo agotador.
Diana
iba arrastrando consigo todos los hallazgos relacionados con el atentado de Calgary, y lo hacía como un gato arrastra a un ratón medio muerto; sin embargo, en lo relativo a lo que quedaba por descodificar del fragmento de texto, seguía dando palos de ciego. Por lo visto, aquel misterioso murmullo de la red había enmudecido para siempre. A diferencia de ello, la abundancia de imágenes, informes, valoraciones y teorías de la conspiración respecto de lo ocurrido en Calgary entraban sin cesar, pero sin que nada de ello arrojara luz sobre el asunto.
Entonces Jericho decidió hacer una visita a Jennifer Shaw.
—Me alegro de verlo —dijo Shaw, que estaba en medio de una videoconferencia con representantes del MI6, y le hizo señas para que se acercara—. Si tiene algo nuevo...
—¿Cuándo se debía inaugurar el Gaia originalmente? —preguntó Jericho al tiempo que acercaba una silla.
—Ya lo sabe, el año pasado.
—Sí, pero ¿cuándo exactamente?
—Bueno, habíamos previsto que fuera a finales del verano, pero tales proyectos sufren siempre a causa de sus propias características prototípicas. También podría haber sido en otoño o en invierno.
—Y todo por culpa de la crisis lunar...
—No sólo por eso —dijo Norrington, que en ese momento entró en la habitación—. Usted está aquí, en el templo de la verdad, Owen. Admitimos con gusto que hubo retrasos de carácter técnico. La inauguración extraoficial estaba prevista para agosto de 2024, pero aun sin la crisis no lo habríamos conseguido antes de 2025.
—Entonces, ¿el momento de la terminación no estaba previsto por aquella fecha?
—¿Por qué lo pregunta? —quiso saber uno de los hombres del MI6.
—Porque me inquieta la idea de si esa
mini-nuke
fue llevada hasta allí arriba con el propósito de destruir el Gaia. Algo sobre lo que se sabía que sería terminado, pero no
cuándo.
En cualquier caso, cuando lanzaron el satélite, el hotel aún no estaba terminado.
—Tiene usted razón —dijo el hombre del MI6 en tono pensativo—. Podrían haber esperado para lanzarlo, o incluso deberían haberlo hecho.
—¿Por qué «deberían»? —preguntó otro.
—Porque toda bomba emite radiaciones. No pueden tener ese chisme guardado en la Luna durante mucho tiempo, sobre todo teniendo en cuenta que no existe ninguna convección para eliminar el calor. Se correría el peligro de que la bomba se sobrecalentase y estallase antes de tiempo.
—Entonces la iban a lanzar definitivamente en el año 2024 —conjeturó Shaw.
—Es lo mismo que pienso yo —dijo Jericho—. ¿Estaba o está destinada únicamente al Gaia? ¿Cuánto explosivo se necesita para volar por los aires un hotel?
—Muchísimo —dijo Norrington.
—Pero ¿no tiene que ser precisamente una bomba atómica?
—A menos que quieran contaminar todo el emplazamiento, el entorno más lejano —declaró el hombre del MI6.
El detective asintió.
—¿Y qué más hay en ese sitio?
—¿En el Vallis Alpina? —dijo Shaw, pensativa—. Nada, hasta donde yo sé. Pero eso no significa nada.
—¿Adónde quiere ir a parar realmente? —preguntó Norrington.
—Muy sencillo: mientras estemos de acuerdo en que la bomba debía ser lanzada a toda costa en el año 2024, independientemente de que se terminara el Gaia o no, tenemos que preguntarnos por qué eso no sucedió.
Shaw reflexionó.
—Porque algo se interpuso —dijo.
Jericho sonrió.
—Porque a alguien se le interpuso algo. Porque a ese alguien le impidieron encender la mecha del artefacto, fuera como fuese. Eso quiere decir que deberíamos dejar de preguntarnos por el dónde y el cuándo y concentrarnos en la persona que, posiblemente, muy probablemente, no se llame Carl Hanna. Así que, ¿quién estuvo en la Luna el año pasado, o camino de ella, que podría haber activado la bomba? ¿Qué fue lo que ocurrió para que la explosión no se produjera?
Durante todo ese tiempo, el detective había estado pensando: «¿A quién le cuento yo todo esto?» Shaw había expresado sus suposiciones sobre la existencia de un topo, de un traidor que sacaba su información del círculo más íntimo de la seguridad del consorcio. ¿Quién era ese topo? ¿Edda Hoff, tan impenetrable y frágil? ¿Uno de los jefes de departamento? ¿Tom Merrick, aquel manojo de nervios que tenía bajo su mando la seguridad de las comunicaciones, podía ser él el responsable de un bloqueo de las conexiones que él mismo fingía investigar? ¿Había alguien más, aparte de Andrew Norrington, que escuchara sus disquisiciones, la persona que menos debía escucharlas? Siempre presuponiendo que Shaw no hubiera lanzado la idea de los topos con el propósito de desviar la atención del hecho de que ella misma era el topo.
¿Cuán seguros estaban ellos en el Big O?
El protocolo pudo reconstruirse rápidamente. Fiel a su nombre, Gravedigger cavó y cavó hasta llegar a las profundidades del sistema y estar en condiciones de hacer una lista completa, pero puesto que ésta abarcaba las actividades de varios días, se leía como una especie de terapia ocupacional para tres fines de semana lluviosos.
—Mierda —dijo Thiel en voz baja.
Ahora bien, si uno delimitaba los períodos dignos de atención, era posible avanzar más rápidamente de lo esperado. En efecto, la huella del falsificador se extendía por todo el protocolo como una especie de patrón, ya que en cada punto donde había sido necesario hacer limpieza, esa persona la había hecho sin dudarlo. El vídeo de la excursión nocturna de Hanna, por ejemplo, había sido editado mientras el canadiense exploraba en compañía de Julian los alrededores del Gaia, o, más exactamente, entre las seis y cuarto y las seis y media de esa mañana; una prueba inequívoca de que Hanna no había podido borrar sus propias huellas.
¿Dónde estaba ella en ese momento? En la cama. Ese día se había levantado hacia las siete. Hasta ese momento, el vestíbulo y la central de mando estuvieron poblados únicamente por las máquinas. Por medio de una proyección simultánea, hizo pasar varias grabaciones de ese período de tiempo en que aquel fantasma había realizado su faena, pero nadie había salido de su habitación, no se veía a nadie agazapado en un rincón oculto, manipulando el sistema desde alguna otra parte.
¡Era imposible!
¡Alguien tenía que haber estado merodeando por el hotel a esas horas!
¿O acaso también habían manipulado esos vídeos?
Thiel estudió con mayor detenimiento el protocolo, hizo que el ordenador examinara todas las películas a partir de los fragmentos introducidos a posteriori.
En efecto.
Se quedó mirando fijamente la pared de monitores. Aquel asunto le resultaba cada vez más inquietante. A partir de todo lo que estaba viendo allí o, mejor dicho, de lo que no veía, podía inferirse que todo había sido hecho con una inquietante profesionalidad y unos nervios de acero. Si las cosas continuaban por ese camino, al final tendría que verificar cada orden dada, y todo con la vaga esperanza de que el falsificador se pusiera al descubierto gracias a algún ínfimo descuido. Su estado de ánimo, que en un comienzo había cobrado rasgos de euforia veraniega, empezó a retirarse hacia un talante de finales de otoño. Nada de lo que hiciera serviría. Aquella persona desconocida había sabido aprovechar muy bien su tiempo y su oportunidad, y era en todo superior a ella.
Tal vez debía intentar abordar el asunto desde otro ángulo. Tal vez debía comenzar con el último incidente de importancia, la interrupción de la comunicación por satélite. Quizá el fantasma no había tenido tiempo, desde entonces, de hacer su limpieza.
Thiel aisló el pasaje de la conferencia telefónica hasta el momento en que ésta se interrumpía de manera repentina, y luego hizo que el ordenador reprodujera de nuevo toda la secuencia. Sus propias acciones eran ahora visibles en aquella reconstrucción: se veía cómo aceptaba la llamada, cómo informaba de ella a Lynn y a Lawrence, que estaban en el Selene, y cómo las comunicaba con Julian Orley. Y entonces...
Se cernió sobre ella. Thiel se estremeció, alzó la cabeza bruscamente y se echó hacia atrás.
—Eh... Yo... pensé que tendrías hambre.
—¡Axel!
La complexión monolítica de Axel Kokoschka había provocado un eclipse sobre su escritorio. El cocinero sostenía un plato en su mano derecha. Sobre él destacaba la huesuda garra de un carré de cordero que despedía un halagüeño aroma de calabacines y nueces.
—¡Axel, joder! —dijo ella, jadeante—. ¡Qué susto me has dado!
—Lo siento, yo...
—No pasa nada. ¡Uf! Pero ¿tú no tenías que poner patas arriba paredes y suelos?
—El cancerbero nos ha exonerado —dijo, sonriente—. ¿Tienes hambre? Te he traído cordero de marisma de la Frisia oriental.
Él la miró, luego miró hacia un lado, hacia el suelo, y finalmente se atrevió otra vez a establecer contacto visual. «Cielos, no.» Sophie lo había presentido. Alemán ama a alemana. Kokoschka estaba chiflado por ella.
—Es muy amable de tu parte —dijo Thiel con los ojos fijos en el plato.
Él expandió su sonrisa, colocó el cordero junto a ella, en una esquina libre del escritorio, y también una servilleta y los cubiertos. De repente Thiel se dio cuenta de que el hambre se había ido colando en el transcurso de las últimas horas, socavando en toda regla su voluntad. Con avidez, inhaló los aromas que emanaba el plato. Kokoschka había cortado las chuletas especialmente para ella. Sophie cogió entre sus dedos una de las frágiles chuletitas y chupó la tierna carne del hueso, al tiempo que dirigía de nuevo su atención a la pantalla.
—¿Qué haces? —preguntó Kokoschka.
—Examino el protocolo de la tarde —dijo la alemana con la boca llena—. Así tal vez consiga averiguar algo sobre la avería de los satélites.
—¿Crees que de verdad hay una bomba?
—No tengo ni idea, Axel.
—Mmm. Es extraño. En realidad, no me interesa mucho. —Su frente se cubrió de sudor. En visible discrepancia con sus palabras, el cocinero parecía nervioso, inquieto, cambiaba el peso de pierna cada dos por tres, jadeaba—. Entonces, ¿lo que pretendes averiguar es dónde está la bomba?
—No, quiero saber quién es el cómplice de Hanna en...
En eso, ella lo miró fijamente.
Kokoschka le sostuvo la mirada por espacio de unos segundos, pero de inmediato sus ojos derivaron hacia la consola con los monitores. Su sudoración se hizo entonces más intensa. Tenía la calva empapada, una arteria palpitaba en la sien. Thiel dejó de masticar, manteniendo la barbilla alargada y los carrillos llenos.
—De acuerdo, es probable que ya lo sepas desde hace mucho tiempo —dijo Kokoschka al aire.
Ella tragó en seco. Retrocedió un poco.
—¿Qué es lo que tengo que saber?
Él la miró.