Authors: Schätzing Frank
—Eso es dentro de diez minutos —dijo Hsu con voz ronca.
—Esto no suena bien —gruñó Donoghue.
—¿Por qué? —Impasible, Miranda Winter vaciaba una bandejita de tarta de queso—. Ha dicho que no tenemos motivos para inquietarnos.
—Claro, eso es lo que quiere que creamos. —Donoghue se deslizaba, alterado, de un lado a otro, con las manos cerradas en sendos puños, y golpeando de manera desacompasada sobre el asiento—. Ya os lo he dicho: ésa nos toma el pelo. ¡Hace ya rato que llevo diciéndolo!
—Ahora, en principio, nos informarán —lo corrigió Aileen.
—No, Chuck tiene razón —comentó con desánimo Olympiada Rogachova—. El indicio más seguro de que se aproxima una catástrofe es que las autoridades hagan un aviso público.
—Tonterías —repuso Winter.
—Claro que sí, tenemos que estar preparados para lo peor —dijo Donoghue apoyando a Olympiada, mientras Winter se dedicaba a saquear otra bandejita.
—Sois todos tan negativos... Tenéis un karma pésimo.
—Te acordarás de lo que digo.
—Chorradas.
—Conozco el tema por el trabajo en el Parlamento —le explicó Olympiada a su copa semivacía—. Cuando decimos, por ejemplo, que no subiremos los impuestos, es, precisamente, porque nos proponemos subirlos. Y cuando...
—Pero aquí no estamos en el Parlamento —respondió Tim con más acritud de la que se había propuesto—. Hasta ahora, la organización del hotel ha sido muy profesional, ¿no?
La mujer lo miró.
—Mi marido está en ese
Ganímedes.
—Y también mi esposa.
—Bueno, vosotros podéis esperar si queréis —dijo Donoghue, saltando de su asiento y dirigiéndose a toda prisa a la escalera—. ¡Yo voy a bajar ahora mismo!
—¿Dónde está Sophie?
—¡Señor Kokoschka! —Lawrence lo fulminó con una mirada furibunda—. ¿Qué tal si, para variar, está usted alguna vez localizable?
El cocinero se estremeció. Se frotó las manos en los costados de la chaqueta y dejó vagar la mirada por el recinto de la central de mando.
—Lo siento. Sé que debemos reunimos en el Mama Killa...
—Acostúmbrese de una vez a llevar su móvil consigo. Y soy yo quien le hace ahora esa misma pregunta: ¿dónde está Thiel?
—¿Thiel? —Kokoschka empezó a hurgarse la oreja izquierda—. Pensé que estaría aquí. No lo sé. ¿No debería empezar ya con la cena?... Todavía tendría que... —El cocinero vaciló. Aquel papelito parecía estar ardiendo y abriendo un hueco en el fondo del bolsillo de su chaqueta—. Por cierto, ¿sabe usted dónde está Tim Orley?
—¿A qué viene eso ahora? —Entre las cejas de Lawrence apareció una profunda arruga—. ¿Es un concurso televisivo? ¿Acaso estamos jugando al escondite?
—Yo sólo preguntaba.
—Tim Orley tendría que estar en el bar. Acaba de subir.
—Bien, entonces yo... —Kokoschka retrocedió un paso.
—Quédese aquí —le dijo Lawrence con tono severo—. Cuénteme exactamente dónde ha estado buscando usted esta tarde. ¿Miró también en la zona de las saunas?
—También. —El cocinero empezó a dar vueltas bajo el marco de la puerta. De repente sentía una gran preocupación por Sophie. ¿Qué significaba todo aquello?
—Tranquilícese —dijo Lawrence—. Dentro de unos minutos subiremos juntos.
El bar se fue poblando. Karla Kramp y Eva Borelius aparecieron en la escalera, seguidas por los Nair y O'Keefe, que le bloquearon el camino a Donoghue, quien, con aquellos jinetes del Apocalipsis como séquito, bajaba impetuosamente.
—¿Sabéis algo? —les preguntó con mirada relampagueante.
—No más que tú, creo —dijo Borelius encogiéndose de hombros—. Quieren comunicarnos algo.
—Esperemos que no sea nada grave —señaló con preocupación Sushma Nair.
—Algo más que el horario será, eso puedes apostarlo —insistió Donoghue—. Ha sucedido algo.
—¿Eso crees?
—Amigos, ¿de qué nos sirve ponernos a especular? —dijo Nair, sonriente—. Dentro de pocos minutos sabremos más cosas.
—Dentro de pocos minutos asistiremos a un discursito preparado de antemano —lo aleccionó Donoghue—. Se lo noté a Lynn y a esa estilista en las narices. Nadie va a joder a Chucky.
—¿Y quién dice que alguien quiera joderte? —inquirió O'Keefe.
—Mi experiencia—resopló Donoghue—. ¡Mi próstata!
—¿Ya te has hecho la revisión?
—Eh, chavalín...
—¿Por qué te alteras tanto? ¿Crees que nos están ocultando algo? No lo están haciendo.
—¿Ah, no? —dijo Donoghue, achicando los ojos—. ¿Y tú cómo lo sabes?
—¡Por mi próstata! —O'Keefe sonrió con sarcasmo—. Tonterías, Chucky, si quisieran ocultarnos algo, no convocarían esta reunión.
—Yo no quiero saber lo que le van a decir a todo el mundo. —Donoghue se golpeó en el pecho con el puño cerrado—. Quiero toda la verdad, ¿entiendes? —Se abrió paso entre ellos—. Y antes, que lo sepáis, no dejaré subir a esa chapucera de la directora del hotel.
—Vaya, vaya —dijo Kramp, mirándolo—. Para ser hostelero, le gusta sacar a relucir su condición de huésped.
—Tenemos que subir —dijo Heidrun.
Yacía a medias sobre Ögi y a medias junto a él, con el antebrazo velludo de él, como el de un mono, apoyado en la espalda. Como infectada por el veneno de la infidelidad, lo había obligado a hacer el amor, a que le suministrara el antídoto de su deseo, y estaba experimentando una exorbitante pirotecnia neuronal cuando sonó la voz de Lawrence, como si el timbre monótono de la directora del hotel fuera el verdadero desencadenante de aquel juego de fuegos de artificio. Por mucha legitimidad que tuviera aquella interrupción, Heidrun se tomó tan a mal el anuncio de Lawrence que prefirió ignorarlo, lo que hizo durante los siguientes seis minutos, con los dedos de Ögi enroscados en su nuca.
—¿Qué hora es? —preguntó el suizo.
Ella rodó hacia un lado, de mala gana, y lanzó una ojeada al panel digital situado sobre la puerta.
—Faltan cuatro minutos para las ocho y media. Todavía podríamos intentar ser puntuales.
—¿Qué? ¿Estás loca?
—Es lo que se espera de los suizos en general.
—Pues ya va siendo hora de desmontar tales clichés, ¿no te parece? —Ögi retomó un mechón de su pelo. Era queratina con una falta de pigmentación, pero él veía en ellos la blanca luz de la luna derramándose entre sus dedos—. Vale, tal vez tengas razón y no deberíamos remolonear. Luego vienen las preocupaciones.
—¿Por lo del
Ganímedes?
—Por cualquier cosa. Ser invitado a esa clase de encuentros tiene poco de tranquilizador.
—Esa cotorra ha dicho que no debemos inquietarnos.
—Tampoco puede decirse que nos hayamos inquietado mucho, ¿no te parece? —dijo él, sonriendo e incorporándose—. Y ahora, tesoro, alistémonos para aparecer del modo adecuado en sociedad.
Con el mudo y sudoroso Kokoschka a su lado, Lawrence se dirigió arriba. En el piso quince, el ascensor se detuvo. Lynn subió a él. Parecía desmejorada, como si hubiese envejecido años, apenas era capaz de mantener fija la mirada, que se movía nerviosamente de un lado a otro. Una sonrisa peculiar y ausente, ladina, rodeaba las comisuras de sus labios.
—¿A qué viene esto? —le preguntó a Lawrence sin mirarla. A Kokoschka lo ignoró completamente.
—¿A qué viene qué?
—¿Para qué es la reunión?
Las puertas del ascensor se cerraron.
—Vamos a evacuar —dijo Lawrence escuetamente—. ¿Dónde ha estado usted, Lynn? ¿Ha visto a Thiel?
—¿A Thiel? —Ella la miró como si jamás hubiese oído ese nombre pero, por alguna razón, le pareciera interesante.
—Sí. Seguramente recuerde usted todavía a Sophie Thiel.
—No podemos evacuar —dijo Lynn, casi con euforia—. A Julian no le gustaría.
—Su padre no está aquí.
—Debe desconvocar esa reunión.
—Discúlpeme usted, pero sinceramente creo que su padre así lo habría querido.
—¡No! No, no y no.
—Sí, Lynn.
—Está estropeando usted este viaje.
Kokoschka se encogió de hombros y metió la mano en el bolsillo. Lawrence se dio cuenta y se asombró. ¿Acaso sostenía algo allí dentro?
—Es usted una imbécil —dijo Lynn en tono amable, y las puertas del ascensor se abrieron de nuevo.
Atravesado en la garganta del hotel esperaba Chuck Donoghue. Temblaba de ira. Con expresión preocupada, Aileen descendía corriendo la escalera. Lawrence salió del ascensor, siguiendo de cerca a Lynn y a Kokoschka.
—¿Qué puedo hacer por usted, Chuck?
—Nos toma por imbéciles, ¿verdad?
—Estoy aquí para ponerlos al corriente de los nuevos acontecimientos. —Lawrence creó la ilusión de una sonrisa—. ¿Podríamos ir arriba, por favor?
—No, no podemos.
—Chucky, por favor —dijo Aileen, tirando de la manga de su marido. Las puertas del ascensor se cerraron de nuevo—. Escucha lo que tiene que decirnos.
—Lo escucharé aquí.
—No hay nada que decir —trinó Lynn—. Todo va estupendamente. ¿Vamos a cenar?
—Quiero saber lo que está pasando, ahora —resopló Donoghue. Con los puños cerrados, se acercó un poco más, rebasando el límite de la intimidad—. ¿Dónde está Julian? ¿Dónde están los demás? Saben desde hace rato lo que ha sucedido. ¿Por qué no podemos hablar con nadie? Lo han sabido todo el tiempo.
—¿Pretende amenazarme, Chuck?
—Vamos, dígalo.
Lawrence no se movió ni un milímetro de donde estaba. Tranquila, miró a los ojos a aquel hombre mucho más alto que ella. Para hacerlo, tuvo que alzar la cabeza, pero en su interior era como si mirara a Donoghue desde arriba.
—Una vez que se lo haya dicho, ¿iremos arriba?
Por lo visto, Donoghue no había contado con que la mujer cediera tan pronto. Dio un paso atrás.
—Por supuesto —se apresuró a asegurarle Aileen, que estaba al lado de su marido.
—Sí, claro —dijo Donoghue lentamente a continuación.
—¡No! —gritó Lynn.
Tim la oyó desde el Mama Killa, a pesar de que todavía tenían por medio el Chang'e, el Selene y el Luna Bar. Oyó su miedo, su rabia, su locura. En un instante se puso de pie y corrió saltando escaleras abajo, sin detenerse en los escalones individuales. La autoritaria voz de contralto de Lawrence se mezcló con la de Lynn, contrarrestada por los arpegios asustados de Aileen y marcada por el bajo rugiente de Chuck Donoghue. Ligero como una pluma, se alzaba, volaba hacia abajo, en dirección a la garganta de Gaia.
—¡Lynn!
Qué extraño. Su hermana había arrancado uno de los generadores de oxígeno de su soporte y lo blandía como un mazo, rodeada por Lawrence, Chuck, Aileen y Kokoschka, como si de una manada de lobos se tratase. Furioso, Tim se abrió paso entre los Donoghue, vio a Lynn retroceder e increpó a los demás:
—¿Qué narices es esto? ¿Qué le hacen?
—Mejor pregúntele a ella lo que está haciendo con nosotros —gruñó Chuck.
—Lynn...
—¡Déjame! ¡No te acerques!
Tim le tendió su mano derecha abierta. Ella siguió retrocediendo, alzó el generador y lo miró con ojos temblorosos.
—Dime qué está pasando.
—Ella quiere evacuar el Gaia —dijo Lynn, jadeando—. ¡Eso es lo que pasa! Esa chapucera quiere evacuar el Gaia.
Kokoschka se sentía tan confuso que desistió de todo intento por entender lo que estaba pasando. Obviamente, la jefa suprema de Orley Travel estaba en ese momento en un estado de demencia. Su único pensamiento lo dedicó a Tim y al final de su odisea. Nervioso, sacó el papel de Thiel de su bolsillo.
—Señor Orley, tengo...
Tim no le prestó atención.
—Lynn —le dijo a su hermana con dulzura—. Entra en razón.
—Ella quiere evacuar. —Su voz se parecía al sonido del viento silbando por los rincones de una casa—. Pero no puede hacer eso. De ningún modo voy a permitirlo.
—Claro, pero primero tenemos que hablar sobre ello. Y dame ese generador de oxígeno.
—¿Evacuar? —repitió Donoghue, abriendo los ojos.
—Debería hacer lo que le dice su hermano —dijo Lawrence, señalando el mazo provisional que Lynn tenía en las manos—. Nos está poniendo a todos en peligro.
Tim sabía lo que la directora quería decir. El cilindro contenía grandes cantidades de oxígeno en unos comprimidos químicos, y el dedo de Lynn estaba peligrosamente cerca del dispositivo de encendido. En cuanto echara a andar la reacción exotérmica, el contenido saldría despedido al entorno, un derroche sin sentido, unido al peligro de que la presión parcial del oxígeno en el recinto sobrepasara el valor límite permitido. Aquellos cartuchos estaban concebidos para casos de emergencia, cuando escaseara el aire que respiraban.
—¡Señor Orley! —dijo Kokoschka, alzando el papelito.
—¿Qué quiere decir con que hay que evacuar? —preguntó, jadeante, Donoghue.
—Dana tiene razón —dijo Tim—. Por favor, Lynn, dame el generador.
—Julian no quiere que se evacué —explicó Lynn, con expresión extraviada, a un público imaginario. Por un segundo pareció completamente ida, luego fijó su mirada en Tim—. Tú sí que lo sabes, ¿verdad? No podemos asustar a los huéspedes de papá, así que todos se quedarán aquí, tranquilitos.
—Quizá eso sea lo que le convenga a usted —dijo Lawrence, malhumorada.
La expresión extraviada de Lynn dio paso a una rabia bullente. Volvió a alzar el generador de oxígeno.
—¡Tim, dile a ésa que cierre el pico!
—Ah, ¿soy yo la que debe cerrar el pico? —repuso Lawrence dando un paso hacia adelante—. ¿Al respecto de qué, Lynn? Aquí hace ya rato que todos lo saben.
Tim la miró confundido.
—¿De qué está hablando?
—Lo que digo es que su hermana ha manipulado las cintas. Digo que se está dejando utilizar por Hanna. Digo, además, que no está bien de la cabeza. ¿Acaso hay algo de eso que no sea cierto, señorita Orley?
Lynn se agachó. Un peligroso fulgor apareció en sus ojos, y entonces, de repente, saltó hacia adelante e inició un ataque contra Lawrence que ésta consiguió eludir sin problemas.
—Usted
facilitó
el viaje nocturno de Hanna con el expreso lunar. ¿Con qué propósito, Lynn? ¿Acaso él tenía que traer algo hasta aquí, hasta el hotel?
—¡Basta!
—Y la avería del satélite también corre de su cuenta. Está usted paranoica, Lynn. Hace causa común con un criminal.
—¿Qué significa eso de que hay que evacuar? —se oyó gritar, casi entre estertores, a Donoghue. Con rudeza, el norteamericano cogió a Lawrence por los hombros—. ¡He preguntado qué quiere decir con lo de evacuar!