Límite (124 page)

Read Límite Online

Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
8.15Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No tengo deseos de matar ni de destruir. —Lloró la hija de Julian—. Pero no puedo... No puedo hacer nada por evitarlo...

—Por supuesto que no quieres eso, no físicamente. No le harás daño a nadie, Lynn, no tengas miedo. Sólo torturas a una persona, a ti misma. No hay ningún monstruo dentro de ti.

—Pero ¡esa idea no me deja en paz!

—Al revés, Lynn. Eres tú la que no deja en paz esa idea.

—Pero lo intento. ¡Lo intento todo!

—Esas ideas se harán cada vez más débiles cuanto más fuerte sea la verdadera Lynn. Lo que a ti te parece la transformación en un monstruo es, en realidad, el comienzo de tu renacer. A eso se le llama también emancipación. Pataleas, quieres salir. Y con ello, por supuesto, muere algo: tu antigua identidad, esa que te han impuesto. ¿Conoces los tres imperativos de la infancia?

Lynn negó silenciosamente con la cabeza.

—Son el «tengo que», el «no puedo», y el «debería». Repítelos, por favor.

—Yo... tengo que..., no puedo..., debería.

—¿Cómo te suena eso?

—Jodido.

—Exacto, pues a partir de hoy no tendrán ninguna validez para ti. Ya no eres una niña. A partir de ahora lo único válido será: «Yo soy...»

—«I am what I am»
—cantó Lynn con la voz resquebrada—. ¿Y quién soy yo?

—Eres la testigo de tus pensamientos y tus actos. Lo que queda cuando suprimes todas las demás identidades que tú consideras tu «yo», hasta que sólo permanece la más pura consciencia. ¿Has tenido alguna vez la sensación de que puedes observarte mientras piensas? ¿De que puedes ver cómo surgen los pensamientos y desaparecen de nuevo?

Lynn asintió débilmente.

—Ésa es también una verdad importante, Lynn. ¡Tú no eres igual que tus pensamientos! ¿Lo entiendes? ¡No eres tus pensamientos! No eres idéntica a tus ideas sobre el mundo.

—No, no lo entiendo.

—Te pongo un ejemplo: ¿eres consciente de que estás viendo la proyección holográfica de un hombre?

—Sí.

—¿Y qué otra cosa ves?

—El mobiliario. La silla en la que estoy sentada. Aparatos tecnológicos. Las paredes, el suelo, el techo...

—¿Dónde estás exactamente?

—Estoy sentada en la silla.

—¿Y qué haces ahí?

—Nada: escuchar, hablar.

—¿Cuándo?

—¿Cómo que cuándo?

—Dime cuándo está sucediendo eso.

—Pues ahora.

—En efecto, eso era. Tu consciencia está en condiciones de percibir el mundo real y reducirlo a lo que es. Reducirlo al ahora. Y a ese ahora le sigue otro, y otro, y otro, y así sucesivamente. Todo lo demás, Lynn, son proyecciones, fantasías, especulaciones... ¿Te parece que tu ahora es una amenaza?

—Estamos en la Luna. Todo podría torcerse, y entonces...

—Para. Te estás desviando hacia una hipótesis. Quédate simplemente en lo que es.

—Bueno... —dijo Lynn a regañadientes—. No, no es una amenaza.

—¿Lo ves? La realidad no es una amenaza. Cuando abandones esta habitación, te encontrarás con otras personas, harás otras cosas, vivirás una nueva vida, otra vez un ahora, y otro ahora. Puedes escrutar cada uno de esos momentos en busca de su lado amenazante, pero sólo te estará vedado un pensamiento: «¿Qué pasaría si...?» La pregunta tiene que ser: «¿Qué es?» Casi en cada ocasión podrás comprobar que la única amenaza está en las ideas que tú te construyes.

—Yo soy la amenaza —susurró Lynn.

—No, crees que eres una amenaza, y lo crees con tal fuerza que la idea te da miedo. Pero eso, también, no es más que un pensamiento. Aparece e intenta asustarte, y tú caes en su trampa. Un ochenta y cinco por ciento de todo lo que nos pasa por la cabeza es basura. La mayoría de las cosas ni siquiera las advertimos. De pronto una idea nos asusta y nos sobresaltamos. Pero nosotros no somos esa idea. No tienes por qué tener miedo.

—De... acuerdo.

El hombre calló durante un rato.

—¿Te gustaría seguir hablando de ti?

—Sí. O mejor no, tal vez en otra ocasión. Tengo que terminar... por esta vez.

—Bien, una cosa más: antes te he preguntado en quién confías.

—Sí.

—He estado analizando tus reacciones mientras mencionabas los nombres. Mi recomendación es que te confíes a una de esas personas, que te abras a ella. Habla con Tim Orley.

«Confiarme a una persona.»

—Gracias —dijo Lynn mecánicamente, sin pensar si
Island-II
otorgaba o no valor a las cortesías. El hombre calvo sonrió.

—Vuelve cada vez que quieras.

Lynn apagó la proyección, se quitó los sensores de la frente y se cambió de camiseta. Durante un rato se quedó mirando fijamente la yerma superficie de cristal, incapaz de ponerse en pie, un acto que en ninguna otra parte era más endemoniadamente fácil que en la maldita Luna.

¿Había sido inteligente de su parte viajar allí? ¿Desfigurarse ante un espejo en el que ella no quería mirar por nada del mundo? Era sabido que
Island-II
era capaz de presentar resultados asombrosos. En esa época, el asesoramiento psicológico regular era algo inseparable de la navegación espacial tripulada. Si bien durante los años sesenta, tan fascinados con las proezas heroicas, la aparición repentina de
Tío Güito
en la Luna se habría identificado inmediatamente como un caso de depresión en el espacio, en la era de las misiones de larga duración, todo giraba en torno al misterio de la psique, pues ya nadie estaba dispuesto a hacer fracasar proyectos pecaminosamente costosos como las inminentes misiones a Marte por culpa de cualquiera de las indisposiciones de un personaje de una serie televisiva como Monk. No eran los meteoritos ni las fallas técnicas los que representaban el mayor peligro para tales misiones, sino el pánico, las fobias, ciertas luchas rivales y ese viejo conocido, el instinto sexual, todo lo cual exigía la presencia obligatoria de un psicólogo a bordo. Se realizaban simulaciones que coincidían con cierto nivel del pensamiento, pero en dos de cada cinco casos, el psicólogo era el primero en perder los nervios y en empezar a analizar a los restantes miembros de la tripulación hasta volverlos locos. Sin embargo, aun en los casos en los que el psicólogo conservaba la calma, su presencia no provocaba el efecto deseado. Por lo visto, los astronautas afectados preferían tragarse la lengua en lugar de franquearse con un ser vivo en condiciones de juzgarlos, en un acto de autocensura de desoladora determinación: los hombres temían por sus carreras, y las mujeres temían verse blanco del desprecio.

Fue así como aparecieron los terapeutas virtuales. Primero fueron ciertos programas muy sencillos que, a partir de algunos cuestionarios, repartían consejos de página de calendario; más tarde fueron los juegos de rol y, finalmente, apareció
software
de enorme complejidad dialéctica. Nada superaba a una videoconferencia con amigos y familiares, pero ¿qué hacer en Marte, donde apenas podía establecerse ese tipo de conexiones? Al final, algunos reconocidos terapeutas cibernéticos desarrollaron un programa que combinaba las ventajas de las más sofisticadas técnicas de diálogo con la evaluación simultánea de la mayor base de datos que hubiese estado jamás a disposición de una inteligencia artificial. Algunos escépticos alzaron su voz en defensa de la estructura inherente a las necesidades personales de cada individuo, algo que sólo podía ser captado por otro ser humano; sin embargo, la práctica parecía indicar lo contrario. Por muchas puertas que hubiera que traspasar para llegar al laberinto del alma, al cabo de cierto tiempo vagando por allí, se llegaba a territorio conocido. No existían millones de
Leitmotiv
psicológicos, sino sólo algunos millones de variantes dedicadas a parafrasear un número reducido de patrones conocidos. Al final, se acababa siempre en las mismas neurosis, en los mismos enredos y traumas, y la mayoría de ellos eran de carácter grave, como, por ejemplo, quién le había birlado a quién la última natilla de chocolate. En esa fecha,
Island-I
estaba presente en las estaciones espaciales, en remotos campamentos de científicos y en oficinas corporativas de todo el mundo, mientras que el más avanzado
Island-II,
hasta el momento, sólo funcionaba en el centro de meditación y terapia del Gaia. Este último era una pseudocriatura, enigmática incluso para sus propios programadores, despojada de toda chispa prometeica, pero capacitada para aprender y sacar conclusiones a una velocidad inimaginable.

Al cabo de un rato, Lynn halló por fin las fuerzas para abandonar el centro. Cuando iba camino del vestíbulo, tuvo lugar la transformación de su mímica en un estado de jovialidad y buen humor. Se cruzó en el camino con varios de los eufóricos huéspedes, que manoteaban y ponían ojitos de niño tras haber regresado de sus excursiones a las cavernas de lava del cráter Moltke, a la cima del Mont Blanc o al fondo mismo del Vallis Alpina. Con elocuencia y entusiasmo, se habló de llevar el tenis y el golf a todo el espacio, como misioneros del universo, se habló también de los efectistas juegos de agua en la piscina, de vuelos y viajes con transbordadores, de los
grasshoppers
y los
buggies
lunares y, por supuesto, de la vista que ofrecía la Tierra. Las aversiones y las diferencias de opinión parecían haber quedado enterradas en el regolito. Todos hablaban con todos. Momoka Omura pronunciaba palabras como «Creación» y «humildad»; Chuck Donoghue calificó a Evelyn Chambers de persona galante; Mimi Parker, entre risitas, se ponía de acuerdo con Karla Kramp para reunirse en la sauna. Aquellos arranques de buen humor, que se propagaban casi como una epidemia, minaban cualquier discreto resentimiento. Todos estaban mimosos, asquerosamente relajados y entretenidos, incluido Oleg Rogachov, que forzaba a todos sus compañeros, uno a uno, a practicar el yudo, y que, con la alegría de un zorro y empleando la técnica del
naga waza,
los lanzaba por aquel tatami de cuatro paredes a varios metros de distancia, aunque eso sí, ¡sin que nadie se hiciera daño! Era para vomitar, pero la camaleónica Lynn escuchó con absorta atención cada relato como si en ellos se articulara el sentido de su existencia, aceptó los cumplidos que le hicieron como si se tratase del pago a los servicios de una prostituta, sufrió y sonrió, sonrió y sufrió. A las ocho menos cuarto se alegró ante la perspectiva de la inminente cena. En su mente, vio cómo se servía y luego se devoraba el primer plato, vio cómo a Aileen se le atravesaba una espina de pescado en la garganta, a Oleg Rogachov escupiendo sangre, vio a Heidrun asfixiándose, vio el rostro de Gaia explotar y lanzar al vacío, en un remolino, a aquel satisfecho grupito de hijos de puta, los vio allí, sin ninguna protección, los vio estallar, achicharrarse, morir de frío.

Bueno, la verdad es que no estallaban de inmediato.

Pero ninguna madre podría haber reconocido a su hijo después de aquello.

Dana Lawrence alzó los ojos y echó una rápida ojeada al reloj cuando Lynn entró al centro de control. Faltaban pocos minutos para dar de comer a aquellas fieras, y la hija de Julian había bajado al subsuelo para un chequeo de rutina. Normalmente, era Ashwini Anand quien ocupaba el puesto en la sala de control durante su ausencia, pero la india estaba atendiendo ahora la avería del robot que hacía las camas en la suite de los Nair.

—¿Todo bien? —preguntó Lynn.

—Por el momento, sí. Ha habido un desperfecto técnico en el nivel 27, pero nada de importancia.

Los ojos de Lynn titilaron. Eso bastó para azuzar la razón analítica de Lawrence. Dana se preguntó qué pasaba con la hija de Julian. Cada vez eran más notables los síntomas de inseguridad y de irritabilidad en ella. ¿Por qué, hacía dos días, se había opuesto de un modo tan vehemente a que su padre viera las grabaciones? Lawrence posó su mirada escrutadora en Lynn, pero esta ya había sabido controlarse.

—¿Se las arreglará usted bien, Dana?

—Sin problemas. Ahora que está usted aquí, querría pedirle un favor. Necesitaría bajar por espacio de unos diez minutos y en ese tiempo la central estaría sola, por eso...

—Conéctela a su teléfono móvil.

—Es lo que hago habitualmente. Sólo que me gusta mantenerle echado el ojo a todo, cuando empiece el barullo en el restaurante. ¿Podría ocupar mi puesto brevemente?

—Claro —dijo Lynn, sonriendo—. Vaya tranquila.

«Eres una gran actriz —pensó Lawrence—. ¿Qué es lo que ocultas? ¿Cuál es tu problema?»

—Gracias —dijo la empleada en tono pensativo—. Hasta ahora.

La central. El pequeño Olimpo.

Cuántos botones había allí para apretar, cuántos sistemas que podrían reprogramarse, cambiando algunas disposiciones básicas. Elevar el contenido de oxígeno hasta que todo se cubriera de fuego. Mezclarlo con un exceso de dióxido de carbono. Cerrar todas las escotillas y encerrar al grupo en el restaurante hasta que fueran perdiendo los nervios uno tras otro. Reconducir las aguas residuales hacia las tuberías de agua potable, de modo que todos enfermaran. Detener los ascensores, desacoplar el reactor, elevar la presión interna y hacerla descender de golpe. Un montón de cosas divertidas. No había límites a la creatividad.

«Soy una amenaza.»

La mirada de Lynn recorrió la pared de monitores que mostraban las zonas vigiladas.

«No. ¡Tú no eres tus pensamientos!»

«I am what I am»,
cantó ella en voz baja.

Una melodía se mezcló con su tarareo. Era una llamada desde Londres, desde el cuartel general de las empresas Orley, de la central de seguridad. Lynn frunció el ceño. Su mano flotó durante un tiempo, indecisa, sobre la pantalla táctil; luego aceptó la llamada con una sensación de decaimiento. La cabeza de paje de Edda Hoff apareció en la pantalla. Su fisonomía de figura de cera no dejaba entrever si tenía algo bueno o malo que comunicar.

—Hola, Lynn —dijo con voz sorda—. ¿Cómo está?

—¡No podría estar mejor! El viaje está siendo todo un éxito. ¿Y ustedes? ¿Algún muerto? ¿El Armagedón?

Hoff demoró su respuesta de una manera inquietante.

—Pues, para serle sincera, no lo sé.

—¿Que no lo sabe?

—Hace unas pocas horas alguien ha establecido contacto con nosotros. Un tal Tu Tian, un empresario chino que en este momento se encuentra en Berlín. Ha contado una historia bastante enrevesada. Por lo visto, él y unos amigos suyos están en posesión de ciertas informaciones secretas y están en la lista negra de cierto asesino a sueldo.

Other books

Claimed By Chaos by Abigail Graves
Dead Soldiers by Crider, Bill
Baby Cakes by Sheryl Berk & Carrie Berk
The Menacers by Donald Hamilton
London Noir by Cathi Unsworth
Too Hot For A Rake by Pearl Wolf
The Fey by Claudia Hall Christian