Authors: Schätzing Frank
—¿Y si no fueron los chinos? —preguntó Yoyo, como si hubiera adivinado sus pensamientos—. Me refiero a lo ocurrido el año pasado.
—¿Y quién, si no?
—¿Resulta tan difícil de adivinar? Mayé no escatimó jamás ninguna oportunidad para incomodar a Estados Unidos. Ordenó arrestar a sus representantes, rompió todos los acuerdos, favoreció los ataques terroristas contra instalaciones estadounidenses, aun cuando, en el terreno diplomático, lo negara todo rotundamente. Aquello bastaba, sin embargo, para que Washington lo amenazara con sanciones y hasta con una eventual invasión.
—Suena a fanfarronada bélica.
—Ésa es precisamente la cuestión.
—¿Y después? El hombre gobernó durante siete años. ¿Qué pasó en todo ese tiempo?
—Extendió la mano y exigió su pago. Dejó que la economía hiciera el resto. Hizo desaparecer a la oposición, torturó, fusiló, decapitó, qué sé yo. Al cabo de poco tiempo ya todos habían comprendido que, comparado con Mayé, Obiang parecía un benefactor, pero ya estaban cogidos por el cuello. Sólo que a Mayé no le iban mucho ciertas cosas, como el canibalismo, la brujería o todos esos rituales mágicos; en cambio, había desarrollado una perfecta megalomanía. Construyó rascacielos en los que luego nadie fue a vivir, pero eso daba igual, lo importante era el paisaje urbano. Estaba planeando crear una Las Vegas ecuatoguineana, pretendía construir un teatro de ópera en el mar. Y ya se volvió loco del todo cuando anunció que Guinea Ecuatorial tendría su propio programa espacial, a cuyo fin construyó en serio una rampa de lanzamiento en medio de la selva.
—Espera un minuto. —Débilmente, Jericho fue recordando haber leído algo sobre ello en su momento: un dictador africano que había construido una base de lanzamiento de cohetes y pregonado a bombo y platillo que su país enviaría astronautas a la Luna—. ¿Acaso eso no fue en...?
—En 2022 —respondió Yoyo—. Dos años antes de su caída.
—¿Y cómo acabó todo el asunto?
—¿Ves a algún africano en el espacio?
—No.
—Pues eso. Es decir, es cierto que en una ocasión sí que lanzaron algo. Un satélite de comunicaciones.
—¡Dios santo! ¿Y para qué necesitaba Mayé un satélite?
Yoyo se pasó el dedo por la sien.
—Ese hombre no estaba bien de la cabeza, Owen. ¿Por qué los hombres se operan para alargarse el pene? Por tener una rampa de lanzamiento de cohetes. Sin embargo, al final Mayé se convirtió en el hazmerreír, porque el satélite dejó de funcionar un par de semanas después de su lanzamiento.
—Pero fue puesto en órbita.
—Incluso sin problemas.
—¿Y después?
—No hay después. Dos años más tarde, Mayé fue liquidado y Ndongo regresó. —Yoyo se echó hacia atrás. La postura de su cuerpo indicaba que había llegado el fin de la jornada—. Sobre eso, tú deberías saber más que yo. Ésa fue la parte que tú investigaste.
—Sobre Ndongo no sé mucho.
—Bueno —dijo Yoyo, extendiendo los dedos—. Si quieres averiguar quién asumió las consecuencias esta vez, tendrás que estudiar a fondo la política de Ndongo en relación con el petróleo. No tengo ni idea de si sigue mostrando la misma fidelidad a China de la que hizo gala Mayé.
—Definitivamente, no.
—¿Cómo lo sabes?
—Tú misma has dicho que había atacado China del modo más violento. Creo que de eso no hay duda. Ndongo fue instalado por Estados Unidos y derrocado por los chinos.
—¿Y quién, entonces, derrocó a Mayé?
Jericho se mordió el labio inferior.
«...declaración haría del golpe gobierno chino...»
—Hay algo en esta historia que no tiene ningún sentido —dijo el detective—. En el fragmento de texto se habla de un golpe en el que China está involucrada, pero no puede tratarse del golpe del año 2017. Por un lado, eso ocurrió hace ocho años. De todos modos, todo el mundo sospecha que Pekín estuvo metido en el asunto. ¿Por qué entonces iban a perseguirnos por eso? Por otro lado, se habla explícitamente de Donner y de Vogelaar, pero este último sólo aparece en relación con Mayé.
—O fue puesto allí por Pekín, una especie de guardián de Mayé. Un informante.
—¿Y Donner?
—Recuerda que lo del año pasado no fue un simple golpe de Estado, sino una ejecución. Un intento concertado para eliminar testigos. Mayé debía de saber algo o, mejor dicho, él y su Estado Mayor. Algo de tal gravedad que los mataron por ello.
—Algo sobre China.
—¿Por qué otra cosa iban los chinos a quitar a alguien del camino que ellos mismos habían entronizado en el poder? Tal vez Mayé se hubiera vuelto incosteable. Y Donner era uno de los miembros de su equipo.
—Y Vogelaar fue quien mantuvo el contacto con Pekín. Como jefe de seguridad, era quien estaba más cerca de Mayé. Entonces recomienda decapitar al régimen del general.
—Y lo consiguen. Excepto con Donner.
—Que logra escapar.
—Y ahora Vogelaar tiene la misión de encontrarlo y despacharlo hacia donde está Mayé. Por eso nos persiguen. Porque sabemos que la tapadera de Donner ha sido descubierta. Porque podríamos ser más rápidos que Vogelaar. Porque podríamos alertar a Donner.
—¿Y Kenny?
—Kenny es tal vez el contacto chino de Vogelaar.
El cerebro de Jericho latía. Si era cierto todo lo que estaban tabulando, la vida de Donner pendía de un hilo muy fino.
El detective se mordió el labio inferior.
No, debía de haber algo más. No se trataba únicamente de impedir el asesinato de Donner. Por supuesto que eso también desempeñaba cierto papel. Sin embargo, debía de ser otro el verdadero motivo de la brutal cacería que había tenido lugar en las últimas veinticuatro horas. Alguien temía que pudieran averiguar lo que Donner sabía.
Jericho miró hacia afuera, hacia la noche, con la esperanza de que no llegaran demasiado tarde.
Circuitos incandescentes. Un entramado de moho sobre un fondo negro. Colonias de miles de millones de organismos abisales entretejidos, el paisaje neuronal de un cerebro infinitamente expansivo, un cosmos coagulado. De noche y desde una gran altura, el mundo admitía casi cualquier interpretación; la única que no admitía era que partes de su superficie, sencillamente, estuvieran iluminadas por farolas, carteles lumínicos, coches y lámparas de mesa, por taxistas exhaustos y trabajadores por turnos, por la búsqueda perpetua de distracción y por preocupaciones que se reflejaban en horas de insomnio y en pisos alumbrados a deshoras. Lo que parecía un mensaje cifrado destinado al ojo de un observador extraterrestre tenía, en realidad, el siguiente subtexto: «Sí, estamos solos en el universo, cada uno para sí, pero todos juntos, también pueden encontrarnos en los desiertos sin luz, sólo que allí seremos algo más subdesarrollados y pobres, y estaremos aislados de todo.»
Jericho miró indeciso a través de la ventanilla del avión. Yoyo se había quedado dormida en su asiento, y el jet ya había iniciado el descenso. A Tu no le gustaba conversar mientras estaba tras los mandos del avión. A solas consigo mismo, Jericho había intentado durante un tiempo arrancarle algunas informaciones a la red sobre el actual mandato de Ndongo, pero el interés de los medios por Guinea Ecuatorial había expirado con la muerte de Mayé. De pronto sintió una desgarradora falta de motivación. El ronquido suave y melódico de Yoyo tenía algo de monólogo. Una y otra vez, su tórax se henchía, el cuerpo de la joven daba una sacudida y sus ojos rodaban bajo los párpados. Jericho la observó. Aquel irritante momento de intimidad que habían compartido no parecía haber tenido lugar.
Entonces el detective volvió la cabeza y dejó que su mirada vagase por aquel hilado de luces que se hacía cada vez más denso. A diez kilómetros de altura había sentido una persistente soledad, la soledad de estar muy alejado de la Tierra, pero no lo suficientemente cerca del cielo. Agradecía ahora cada metro que el avión descendía, y ese descenso hacía que los extraños patrones de hacía tan sólo un momento volvieran a crear imágenes familiares. Edificios, calles y plazas producían la ilusión de familiaridad. Jericho había estado varias veces en Berlín. Aunque no a la perfección, hablaba bien el alemán; nunca se había tomado la molestia de estudiarlo, pero lo hablaba sin acento. Tan pronto se disponía a empollar con disciplina para aprender un idioma, conseguía dominarlo al cabo de pocas semanas; las meras audiciones le bastaban para aprenderlo.
Esperaba de todo corazón encontrar a Andre Donner con vida.
A las cuatro y cuarto de la madrugada aterrizaron en el aeropuerto de Berlín-Brandemburgo. Tu se apresuró a conseguir un coche de alquiler. Cuando regresó, agitó malhumorado la memoria USB que servía de llave a un Audi.
—Habría preferido otra marca —dijo poniendo morros mientras recorrían el desierto de luces de neón del aparcamiento, en busca del coche.
Jericho trotaba tras él, con su mochila a la espalda; a su lado, arrastrando los pies, marchaba una Yoyo a la que habían conseguido despertar a duras penas y cuya mirada hacía pensar que la joven estaba metida en un frasco con cloroformo. Aparte de
Diana
y de algún que otro dispositivo de
hardware,
el detective no llevaba nada más consigo. Tu se había negado a llevarlo una vez más hasta Xintiandi, antes de despegar, para recoger lo estrictamente necesario. Tampoco a Yoyo le había permitido regresar a su casa, lo que había provocado las protestas de la joven, que sacaron de quicio a Tu.
—¡No hay más que hablar! —había gritado él—. Kenny y compañía podrían estar esperándoos allí. O bien acaban con vosotros allí mismo u os siguen hasta aquí.
—Entonces envía a uno de tus hombres.
—A ellos también los seguirían.
—Entonces, sencillamente, déjame...
—Olvídalo.
—¡Tío, no puedo pasarme días andando por ahí con la misma ropa apestosa! Y seguro que Owen tampoco, ¿no es así?... ¿No es así, Owen?
—Deja ya tus miserables intentos por hallar un compinche. ¡He dicho que no! Berlín es una ciudad civilizada. Según he oído decir, hay allí calcetines, ropa interior, agua corriente y hasta luz eléctrica.
Luz eléctrica había, eso era seguro, sin embargo, lo de la ducha caliente, o lo del olor de una muda de ropa limpia parecía estar a años luz en aquel desolado hangar repleto de coches. Tu pasó con prisa delante de decenas de autos con carrocerías idénticas, reforzadas con latón o con fibra sintética; los apremiaba para que apretaran el paso, hasta que por fin divisó la oscura y discreta berlina.
—El coche no está mal —se atrevió a objetar Jericho.
—Yo habría preferido una marca china.
—¿De qué estás hablando? Tú no conduces coches chinos. Ni siquiera en China.
—Muy gracioso —dijo Tu mientras el coche leía los datos de la memoria USB y les abría sus puertas de un modo servicial—. Eres un investigador genial; sin embargo, en algunas ocasiones, me pareces salido de la Edad de Piedra. Yo conduzco un Jaguar, y Jaguar es una marca china.
—¿Desde cuándo?
—Desde hace tres años. Se la compramos a los indios, igual que compramos Bentley a los alemanes. También habría aceptado un Bentley, por cierto.
—Vaya, ¿y por qué no un Rolls?
—¡Ni hablar! Los Rolls-Royce son indios.
—Vosotros dos estáis mal de la cabeza —dijo Yoyo, bostezando, y se tumbó en el asiento trasero.
—Escucha —dijo Jericho mientras se deslizaba en el asiento del acompañante—. Ninguna de esas marcas son chinas por el mero hecho de que las hayáis comprado. Son marcas inglesas. La gente las compra porque le gustan los coches ingleses, la misma razón por la que las compras tú.
—Pero pertenecen a...
—...fingen que son chinas, eso está claro. A veces me parece que todo esto de la globalización es un gran malentendido.
—¡Venga ya, Owen! ¡En serio!
—No, de verdad.
—Tales expresiones eran ya sosas hace veinte años. —Tu dirigió el coche en un eslalon por los pasadizos del aparcamiento, cuya uniformidad sólo se veía superada por el hecho de que parecía haber infinidad de ellos—. Mejor dime si habéis encontrado algo más de interés.
Jericho le contó en pocas palabras los intentos infructuosos de Ndongo para reformar el país y atraer de nuevo al negocio a Estados Unidos; le habló del golpe de Mayé, de la evidente implicación de Pekín en él y de la política de Mayé en relación con China. Mencionó los indicios de megalomanía del dictador, su fallido programa espacial y su sangriento derrocamiento.
—Oficialmente, Mayé y su camarilla fueron víctimas de una revuelta de los bubis, la cual fue apoyada por círculos influyentes de los fangs —agregó—. Algo, por otra parte, plausible. En cualquier caso, Obiang no estuvo detrás del asunto. Desde su expulsión de Camerún, privatiza y libra allí su última batalla contra el cáncer, según he oído.
—¿Y tampoco fueron los hijos?
—No.
—Vaya. —Tu chasqueó la lengua—. Sorprendentemente existen muy pocas informaciones sobre lo ocurrido allí en el último año, ¿no?
Jericho lo miró de arriba abajo.
—¿Son ideas mías o sabes algo más que yo debería conocer?
—Oída ouk eidós
—dijo Tu con cara de inocente.
—Pero eso no es de Confucio.
—¡No, qué va a ser!
Apología de Sócrates,
de Platón: «Solo sé que no sé nada.»
—Fanfarrón.
—De ningún modo. Expresa exactamente lo que quiero decir. En efecto, sé que existe una explicación para la pérdida de interés que se ha producido en relación con Guinea Ecuatorial, pero no logro comprenderlo. Sin embargo, es algo evidente, algo que está a la vista.
—¿Y eso explica también por qué casi nunca se ha especulado sobre la participación extranjera?
—Pregúntame cuando haya pensado en ello.
Jericho escuchó durante un rato el ruido del sistema de navegación.
—Mira, el problema es que el golpe no podría haberse llevado a cabo sin ayuda foránea —dijo el detective—. Está claro que Mayé fue colocado por los chinos, por eso cabe pensar que Estados Unidos lo derrocó. Pero nuestro fragmento de texto dice otra cosa; dice que China también tenía las manos metidas en esto. Y si eso es así, tal vez ello signifique que el dócil sirviente, al final, no se mostró lo suficientemente dócil.
—¿Quieres decir que Mayé no quiso seguir satisfaciendo los deseos de Pekín?
—Yoyo y yo nos inclinamos a pensar que él y su círculo íntimo podrían haberse convertido en un peligro para China.