Authors: Schätzing Frank
El día en que Poo llegó allí lo cambió todo. Y, a fin de cuentas, no cambió nada. Si no hubiera ido él, más tarde o más temprano, habría ido otro. Muchos lo siguieron, durante trescientos años florece la trata de esclavos, luego la Corona portuguesa cambia la posesión territorial africana por otras colonias en Brasil, y los bantúes vuelven a cambiar de amo. El nuevo dueño se llama España. Británicos, franceses y alemanes empiezan a inmiscuirse, todos se pelean por los territorios situados desde el cabo de Santa Clara hacia arriba, donde está el delta del río Níger...
—E intentan someter a los pueblos nativos, lo que se ve favorecido por la falta de unidad entre los bantúes o, más exactamente, por la creciente rivalidad entre los bubis y los fangs.
—¿Fangs? —sonrió Yoyo—. ¿Fango?
—No es divertido —repuso Jericho—. Es el trauma de África.
—Sí, lo sé. Los colonialistas pensaron en todo, pero no en los arraigos étnicos. Mira Ruanda, los hutus y los tutsis...
—De acuerdo. —Jericho se frotó el puente de la nariz—. Pero no hagamos como si eso fuera un invento puramente africano.
—No, sobre todo vosotros, los europeos, deberíais quedaros quietos.
—¿Y por qué nosotros?
Yoyo abrió mucho los ojos.
—Escucha, sólo tienes que mirar a los serbios y lo de Kosovo. ¡Diecisiete años después de la independencia y todavía no hay paz! Y luego están los vascos. Los escoceses y los galeses. Irlanda del Norte.
Jericho la escuchó con los brazos cruzados.
—Sí, y Taiwán —dijo el detective—. Y el Tíbet.
—Eso es...
—¿Algo distinto?, ¿por qué? ¿Sólo porque no os gusta que se os hable del tema?
—Tonterías —dijo Yoyo, enojada—. Taiwán es parte de la China continental, por eso es algo diferente.
—Estáis solos con ese punto de vista. A nadie le entusiasma tampoco que amenacéis todo el tiempo a los taiwaneses con vuestros misiles nucleares.
—Muy bien, tío listo —dijo Yoyo inclinándose hacia adelante—. ¿Qué pasaría si, de pronto, Texas, por poner un ejemplo, decidiera declarar su independencia?
—Eso es distinto —repuso Jericho, y soltó un suspiro.
—Ya veo. Distinto.
—Sí. Y en lo que atañe al Tíbet...
—Hoy el Tíbet, mañana Xinjiang, luego el interior de Mongolia, Guanxi, Hong Kong... ¿Por qué los europeos no acabáis de entender que la política de una China unida es buena para la seguridad? Nuestro enorme país se sumiría en el caos si permitiésemos que se desmoronase. ¡Debemos mantener unida China!
—Usando la violencia.
—La violencia es el camino equivocado. En eso no hemos hecho nuestros deberes.
—¡Claro que no! —exclamó Jericho, sacudiendo la cabeza—. De alguna manera no te entiendo. ¿Eres tú la que aboga de un modo tan vehemente por los derechos humanos? Por lo menos, eso pensaba yo.
—Eso también es cierto.
—¿Pero?
—No hay peros. Soy una nacionalista.
—Hum.
—No consigues apañártelas con eso, ¿verdad? ¿Con el hecho de que pueda funcionar algo así? Derechos humanos y nacionalismo.
Jericho extendió las manos en señal de imploración.
—Pues aprende —continuó Yoyo—. No soy una fascista ni una racista, nada por el estilo, pero opino que China es un gran país con una gran cultura...
—Un gran país en el que vosotros mismos sois pisoteados.
—Escucha, Owen, porque esto que voy a decirte es fundamental. ¡Deja ya de decir «vosotros», «tú», «tu pueblo», «tu gente»! Cuando los guardias rojos colgaban a profesores de los árboles, yo ni siquiera estaba en la planificación. Así que, dime, querido, ¿cómo sigue la historia de esos fangs-bubis, si es que se trata de algo relevante?
—Los fangs —dijo Jericho con paciencia—. Los bubis vivían en la isla. No tenían mucho que ver con la costa, hasta que España unió la parte continental y las islas para formar la colonia de Guinea Española. En el continente dominaban los fangs, otra tribu bantú, muy superior a los bubis desde el punto de vista numérico, y poco entusiasmados con que, de la noche a la mañana, los metieran en un mismo saco con estos últimos. En 1964 España entregó al país plena autonomía, es decir, se encerró dentro de un vallado de fronteras nacionales a dos bandos que no se soportaban mutuamente y se los dejó a su suerte. Algo que sólo podía salir mal.
Yoyo lo miró con sus ojos oscuros.
Y de repente sonrió de un modo tan inesperado y poco oportuno, que él no pudo por menos que devolverle una mirada de irritación.
—Por cierto, quería darte las gracias —dijo la joven.
—¿Las gracias?
—Me salvaste la vida.
Jericho vaciló. Durante todo aquel tiempo en que había estado pagando con coraje los platos rotos del desastre causado por Yoyo, había estado pidiendo en su fuero interno esa muestra de gratitud, pero ahora se veía cogido por sorpresa.
—No hay de qué —dijo el detective mansamente—. Las cosas surgieron así.
—Owen...
—No tenía otra opción. Si hubiera sabido que...
—No, Owen, no —replicó la joven, negando con la cabeza—. Di algo amable.
—¿Algo amable? ¿Con todo el lío que has montado...?
—Eh. —La chica estiró la mano. Sus delgados dedos rodearon la mano del detective y la apretaron—. Dime algo amable. ¡Ahora mismo!
Ella se le acercó y algo cambió. Hasta el momento él sólo había visto la belleza de Yoyo y los pequeños defectos que había en ella. Pero ahora lo inundaban oleadas de una intensidad inquietante. Del mismo modo que Joanna sabía dominar su potencial erótico y lo regulaba como el volumen de una radio, Yoyo no podía hacer otra cosa más que arder profusamente, de manera incesante, como una estrella luminosa y cálida. Y de repente se dio cuenta de que haría todo lo imaginable para que esa estrella no languideciera. Detestaba la idea de que Yoyo se destruyera a sí misma. Quería verla reír.
—Bueno —dijo él, carraspeando—. Cuando quieras.
—¿Cuando quieras, qué?
—Cuando quieras lo repetimos. Cuando sea preciso salvarte, házmelo saber. Estaré allí. —Un nuevo carraspeo—. Y ahora...
—Gracias, Owen. Gracias.
—...sigamos con Mayé. ¿A partir de cuándo se vuelve interesante para nosotros?
La joven soltó su mano y volvió a hundirse en su asiento.
—Resulta difícil decirlo. Es una historia bastante embrollada. Supongo que para entender la situación del país, tenemos que comenzar con la independencia. Con el cambio a...
...Papá
Macías.
En octubre de 1968 predomina en el golfo de Guinea el mismo clima tórrido y húmedo que cualquier otro día del año. A veces llueve, y más tarde la tierra, las islas y el mar hierven bajo la luz del sol, que hace centellear las playas y desfallecer cualquier ímpetu. La capital, situada en la isla, y poco más que una acumulación de edificios coloniales con chozas alrededor, vive la entrada del primer presidente de la República Independiente de Guinea Ecuatorial, elegido por el pueblo en una dudosa votación. Francisco Macías Nguema, de la tribu de los fangs, promete justicia y socialismo, y apremia a las tropas españolas todavía estacionadas en el país para que se retiren, lo cual, de todos modos, ya estaba acordado, sólo que uno se había imaginado, de algún modo, un final más conciliador. Pero
Papá,
cómo se hace llamar el presidente por amor a los suyos, está acostumbrado a desayunar fuerte de vez en cuando. El hombre suele tomar sesos y testículos de sus enemigos, como ven con horror los depuestos colonialistas. Macías es un caníbal. De alguien así no se puede esperar una despedida con lágrimas en los ojos.
Sin embargo, todo acaba justamente en eso.
En un mar de lágrimas y sangre.
La joven república es mancillada nada más nacer. Nadie allí estaba preparado para algo tan exótico como la economía de mercado, pero por lo menos hay un floreciente comercio de cacao y maderas preciosas. A Macías, sin embargo, con su ferviente admiración por la arbitrariedad basada en el marxismo-leninismo, le interesan otras cosas. Apenas las últimas unidades de la Guardia Civil abandonan el territorio, se pone de manifiesto lo que se puede esperar del cometestículos de Papá y de su Partido Único Nacional. El ejército crea los fundamentos de las pretensiones de dominio absoluto, casi divino, de Macías, y lo hace con la ayuda de porras, armas de fuego y machetes, y mostrando tal aplicación en ello que los civiles europeos que han quedado en el país tienen que abandonarlo en una huida desesperada. Todos los cargos son ocupados por miembros de un clan esangui, una subtribu de los fangs. El hecho de que la isla, el territorio más atractivo del país, sea la sede del gobierno y el centro económico de la etnia de los bubis era, desde hacía mucho tiempo, una espina clavada en el ojo de los fangs. Macías azuza el odio. En cualquier caso, tiene la decencia de suspender oficialmente la Constitución antes de violarla.
Es entonces cuando los bubis pueden experimentar, en carne propia, los cuidados filiales de Papá.
Más de cincuenta mil personas son masacradas, encarceladas, torturadas hasta la muerte, incluida toda la oposición. Los que pueden huyen al extranjero, porque Papá no confía en nadie, ni siquiera en su propia familia, y hasta los fangs están en el punto de mira del presidente. Más de un tercio de la población es arrojada al exilio o desaparece en campos de exterminio, mientras aparecen centenares de asesores militares cubanos que vagan por el país; después de todo, Moscú es un amigo fiable. A mediados de los setenta, Papá ha logrado destruir la economía nacional de un modo tan sistemático que tiene que importar trabajadores nigerianos, quienes ponen pies en polvorosa rápidamente. Resumiendo, el padre de la nación introduce el trabajo forzoso para todos y, con ello, desata otro éxodo masivo. Cierran todas las escuelas, lo que no le impide a Papá hacerse llamar «Gran Maestro de la Educación Popular, la Ciencia y la Cultura Tradicional». En el delirio de su divinidad, cierra y atranca todas las iglesias, proclama el ateísmo e intenta revivir ciertos rituales mágicos. En todo el continente florecen las dictaduras. A Macías se lo menciona al unísono con hombres como Jean-Bédel Bokassa, quien hasta se hizo coronar y mantenía la fe inquebrantable de ser el decimotercer apóstol de Jesús; se lo compara también con Idi Amin y con el camboyano Pol Pot.
—En realidad, fue un criminal más grande que el propio Mayé —dijo Yoyo—. Pero a nadie le preocupó. Papá no hacía nada por lo que hubiera que preocuparse. Como buen patriota, le cambió el nombre a todo lo que no tuviera aún un apelativo africano, y desde entonces la parte continental se llama Mbini, la isla responde al nombre de Bioko y la capital, situada en la isla, se denomina Malabo. Por cierto, he hecho buscar los orígenes tribales de Mayé. Es un fang.
—¿Y qué pasó con el famoso Papá?
Yoyo chasqueó los dedos.
—No me lo digas: lo echaron con un golpe de Estado. ¿Con la participación de alguna mano negra extranjera?
—Por lo visto, no. El sentido familiar de Papá se salió de quicio y empezó a ejecutar a parientes. Su propia esposa huyó al amparo de la noche a través de la frontera. Ya nadie de su clan estaba seguro, y uno de esos parientes creyó que aquello pasaba de castaño oscuro.
En 1979, en Guinea Ecuatorial se canta y se baila.
Un hombre vestido con un sencillo uniforme está recostado en la entrada de un sótano, sobre cuyas paredes y techos pasan, veloces, los espíritus incandescentes generados por el fuego que arde en medio del recinto. El hombre es la viva imagen de la discreción. De vez en cuando da algunas instrucciones en voz baja, y los guardias, con la ayuda de atizadores al rojo vivo, se encargan de hacer las indicaciones pertinentes a los bailarines, que llevan horas dando brincos alrededor del fuego con una euforia grotesca, entonando cantos de alabanza a Papá. Huele a podrido y a carne quemada. Los mosquitos zumban alrededor. En los oscuros rincones y a lo largo de las paredes, la escena se refleja en los ojos de las ratas. Quien, una vez rebasado el cénit del agotamiento, cae al suelo es alzado a la fuerza, golpeado hasta hacerlo sangrar y arrastrado afuera. Casi todos, excepto los hombres uniformados, están desnutridos y deshidratados, muchos muestran marcas de maltrato físico, algunos llevan la fiebre amarilla y la malaria inscritas en sus rostros demacrados.
Hay fiesta en Playa Negra. Es un día casi normal en la cárcel de Playa Negra, la tristemente célebre prisión de Malabo, ante la cual la americana Isla del Diablo parece un sanatorio para curar enfermedades pulmonares.
El hombre contempla un rato más el espectáculo, pero luego se aparta de aquella danza de la muerte, lleno de preocupación. Su nombre es Teodoro Obiang Nguema Mbasogo, es sobrino del presidente, comandante de la Guardia Nacional y director del centro penitenciario. Es el responsable de puestas en escena como ésa, a las que Papá otorga un gran valor. Al presidente, además, le gusta pasar sus cumpleaños con fusilamientos de prisioneros en el estadio de Malabo, mientras, a todo volumen, suena el estribillo de
Those were the days, my friend.
Pero la preocupación de Obiang no tiene que ver con los prisioneros, la mayoría de los cuales jamás saldrán de aquella inmunda fortaleza con aspecto de aparcamiento. Teme por su propia vida, y tiene todos los motivos para ello. Cualquiera perteneciente al clan de Papá ha de contar, en esos días, con ser víctima repentina de la paranoia del presidente y pasar a las selvas eternas acompañado por los acordes de Mary Hopkin.
También Obiang tiene miedo.
Sin embargo, su concepto de la familia no es muy diferente del de su rabioso tío. Lleva bien metido en el cuerpo el miedo del clan de Macías, como resultado, precisamente, de aquella política de trato favorable que ha llenado de parientes todo el aparato de gobierno. Papá se huele algo, pero es el momento en que Obiang llama a un golpe de Estado y expulsa del cargo a aquel «milagro único». A toda prisa, el derrocado huye a la selva, no sin antes haber quemado todas las divisas restantes del país: más de cien millones de dólares, almacenados en su mansión, sirven de pasto a las llamas. Se trata, literalmente, del último dinero. Cuando los esbirros de Obiang encuentran el rastro del debilitado Macías entre helechos gigantes y mierda de mono, Guinea Ecuatorial está más pelada que la cabeza de Yul Brynner. Trasladan al hombre a Malabo, le ponen la música de
Those were the days
y, con la asistencia de algunas balas de fusil, lo dejan a cargo de los espíritus de sus antepasados, tarea que cumplen soldados marroquíes, ya que su propia gente teme los poderes mágicos del caníbal.