Límite (114 page)

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Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
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Yoyo, con el rostro que parecía un relieve de desconfianza, vio cómo Nyela colocaba platillos y cuencos delante de ellos.

—Aquí tenemos
ceesbaar,
unas tortas a base de plátanos;
akara,
frituras de gambas;
sarnosas,
empanadas con picadillo. Eso de allí se llama
moyinmoyin,
pastel de alubias con cangrejo y carne de pato. Al lado,
efo-egusi,
espinacas con semillas de melón, carne de res y bacalao; esto de aquí es
nunu,
hecho de mijo y yogur; luego está el
adalu,
un puchero de plátanos y judías con pescado. Brochetas, pequeños pinchos de carne.
Dodo,
frito en aceite de cacahuete, y... ¡natilla de cazabe de yuca!

—Ah —dijo Yoyo.

Jericho estiró los dedos y probó, en rápida secuencia, el
akara,
las
sarnosas
y el
moyinmoyin.

—Delicioso —dijo el detective antes de que Nyela pudiese escabullírsele otra vez—. ¿Cómo es posible que yo no conociera el Muntu?

Nyela vaciló. Descubrió una mano levantada en una de las mesas contiguas, se disculpó, tomó nota del pedido, lo llevó a la cocina y regresó junto a ellos.

—Muy sencillo —dijo la mujer—. Abrimos hace apenas medio año.

Jericho se rellenó la boca de
nunu
mientras Yoyo roía indecisa un pincho de carne.

—¿Y dónde estaban antes?

—En África, en Camerún.

—Habla usted muy bien el inglés.

—Me defiendo. El alemán es mucho más difícil. Es un idioma raro.

—¿Camerún no es francés? —preguntó Yoyo.

—Africano —dijo Nyela con una expresión facial, que tal parecía que Yoyo acabase de hacer un buen chiste—. Camerún fue alguna vez francés. Al menos una buena parte. Se habla bantú, cotoso y sula, francés, inglés, «camerfranglés».

—¿Y es usted quien cocina toda esta maravilla? —preguntó Jericho.

—La mayor parte.

—Nyela, es usted una diosa.

La mujer rió tan alto que las lámparas de papel se estremecieron.

—¿Siempre es usted tan galante? —quiso saber ella—. ¿Un mentiroso tan galante?

Yoyo no contestó inmediatamente. Tosió. Al parecer, en ese momento se dio cuenta de que el picante de las tortas azotaba con alevoso retraso. Bebió un trago de vino de palma.

—Bien, Nyela, hemos estado haciendo un poco de teatro. En realidad nos recomendaron el Muntu. A decir verdad, no estamos aquí de casualidad. Nos gustaría incluirlos en una guía gastronómica. ¿Le interesaría?

—¿Qué clase de guía?

—Es una guía virtual de la ciudad —dijo Yoyo, que entretanto se había recuperado y, con ojos centelleantes, secundó la idea de Jericho—. Se podrá ver su restaurante en tres dimensiones sólo con ponerse unas gafas holográficas. ¿Está usted familiarizada con la holografía?

Nyela negó con la cabeza, visiblemente divertida. —Entiendo algo de jurisprudencia, querida. Estudié leyes en Yaundé.

—Tiene que imaginárselo del siguiente modo: nosotros producimos una imagen interactiva del restaurante a manera de
software
de ordenador. Con el equipamiento necesario, las personas pueden incluso echar un vistazo dentro de sus ollas. Pero hay también una variante sencilla. Una entrada en Internet.

—No lo comprendo, pero suena bien.

—¿Le gustaría aparecer?

—Claro.

—En ese caso, tendríamos que cumplir con ciertas formalidades —dijo Jericho—. Si me informaron bien, no es usted la dueña, ¿es eso correcto?

—El Muntu es de mi esposo.

—¿Andre Donner?

—Sí.

—Ah, ¿entonces es usted la señora Donner? —dijo Jericho levantando las cejas, fingiendo comprender—. ¿Puedo preguntarle algo?... Su esposo..., en fin, Donner no es un nombre africano...

—Es bóer. Andre es de origen sudafricano.

—¡No me diga! ¡Menuda historia de amor! —comentó Yoyo, fascinada—. Sudáfrica y Camerún.

—Bueno, ¿y ustedes dos, qué? —sonrió Nyela—. ¿Cuál es su historia?

Jericho iba a decir algo, pero los dedos de Yoyo llegaron hasta él ágilmente, como ardillas, y se posaron sobre los suyos.

—Shanghai y Londres —cuchicheó ella, satisfecha.

—No está nada mal tampoco —se alegró Nyela—. Le diré algo, querida: el amor es un lenguaje que todo el mundo entiende. No se necesita hablar ningún otro.

—Nosotros... —empezó a decir Jericho.

—...nos queremos y trabajamos juntos —sonrió Yoyo—. Al igual que usted y su esposo. ¡Es sencillamente maravilloso!

Jericho creyó estar escuchando una melodía de cuerdas. No sabía cómo retirar su mano, sin hacerse sospechoso de tener una opinión divergente. Nyela los miró a uno y a otro, visiblemente conmovida.

—¿Y dónde se conocieron?

—En Shanghai. —Yoyo rió entre dientes—. Yo era su guía turística. Mejor dicho, él llevaba una de esas gafas holográficas. Owen se enamoró de mi holografía, ¿no es bonito? De ahí en adelante puso todo su empeño en conocerme. Primero, yo no quería, pero...

—Qué locura.

—Sí. ¿Y ustedes? ¿Dónde se conocieron? ¿En Sudáfrica? ¿O fue después, en Gui...?

—Perdona que te interrumpa —dijo Jericho, cortándola—. Ya sabes, todavía tenemos otras cosas que hacer. En fin, Nyela, para preparar esa entrada, tendríamos que hablar con su esposo. Así lo establece el reglamento. ¿Está él aquí, por casualidad?

Nyela lo miró con expresión pensativa desde sus brillantes ojos blancos. Después señaló la natilla de harina de yuca.

—¿Ya la han probado?

—Aún no.

—Entonces, por ahora, no irán a ninguna parte. —Su risa iluminó todo el local—. No antes de que se lo hayan comido todo.

—No hay ningún problema —susurró Yoyo—. Owen adora la cocina africana. ¿No es verdad, muñequito?

Jericho creyó haber entendido mal.

—A veces lo llamo «muñequito» —le confesó Yoyo a una Nyela que mostraba un interés campechano—. Pero únicamente cuando estamos a solas.

—¿Como ahora?

—Sí, como ahora. ¿Qué me dices, muñequito, nos quedamos otro rato?

Jericho la miró fijamente.

—Claro, mi sapita. Si tú lo dices.

La sonrisa de Yoyo pareció congelarse. Sus dedos emprendieron la retirada. Jericho se dio cuenta con una mezcla de pesar y alivio.

—Por cierto, Andre no está aquí en este momento —dijo Nyela—. ¿Cuánto tiempo se quedarán en Berlín?

—No mucho. Nuestro vuelo sale bastante temprano —dijo Jericho rascándose la nuca—. ¿No existe ninguna posibilidad de reunimos con él en breve? ¿Esta noche, por ejemplo?

—En realidad, esta noche tenemos cerrado. Por otra parte... —Nyela se llevó un dedo a los labios—. Vale, espere un momento. enseguida regreso.

A continuación, la mujer desapareció a través de la puerta de vaivén.

—¿Me acabas de llamar «sapita»? —preguntó Yoyo en voz baja.

—Más aún. Lo reafirmo.

—Oh, gracias.

—No hay de qué..., muñequita.

—¿Por qué? —protestó ella—. ¡Eso ha sido amable! Yo te he dicho algo amable y tú...

—Alégrate de que no se me haya escapado algo peor...

—Oye, Owen, ¿a qué viene eso? —Entre las cejas de Yoyo se formó una profunda y larga arruga—. Pensaba que tenías sentido del humor.

—¡Has hablado demasiado, idiota! Ibas a decir Guinea.

—No quería...

—Pero yo lo he oído.

—Vale, pero ella no. —Yoyo levantó la vista al cielo—. De acuerdo, lo siento. Cálmate. No creo que lo haya tenido en cuenta.

—No creo que lo haya tenido en cuenta... —la imitó Jericho.

—Estúpido.

—Sapo.

—¡Gilipollas!

—¿Tenemos una crisis de pareja? —dijo Jericho en tono burlón—. No deberíamos tensar demasiado la cuerda, querida, de lo contrario podemos marcharnos ahora mismo.

—Ah, ¿y he sido yo la que ha tensado la cuerda? ¿Por ser amable contigo?

—Tonterías. Porque no has prestado atención.

Jericho sabía que estaba reaccionando con aspereza, pero aún estaba bullendo de rabia. Yoyo miró a un lado con disgusto. Todavía guardaban silencio cuando Nyela regresó a la mesa.

—Es una pena —dijo la mujer—. Por lo visto, Andre está fuera. No está localizable. Pero sin duda me llamará en las próximas horas. ¿Pueden dejarme su número? Yo los llamaré.

—Claro. —Jericho escribió su número de móvil—. Dejaré el teléfono encendido.

—Nos gustaría mucho estar en esa guía. —Nyela soltó su gutural risa africana—. Aun cuando no entienda nada de gafas holográficas.

—La incluiremos —rió Jericho—. Con gafas o sin ellas.

—¡Una guía gastronómica! ¡Magnífica idea!

Acababan de salir del Muntu y Yoyo corría detrás de él, con la boca torcida. La luz del mediodía era de una claridad cristalina; era un caluroso día de verano en Berlín, el cielo era como una piscina azul puesta al revés. Pero Jericho no tenía ojos para eso. Atravesó la calle, corrió hasta la sombra de la hilera de edificios situados enfrente y se detuvo de pronto, hasta el extremo de que Yoyo a punto estuvo de tropezar con él. El detective se volvió y observó el restaurante.

—No lo ha notado —le aseguró Yoyo—. Seguro que no.

Él no respondió. Observaba el Muntu con gesto pensativo. Yoyo se colocó ante él y movió las manos delante de sus ojos.

—¿Todo bien, Owen? ¿Hay alguien en casa?

El detective se frotó el puente de la nariz. Después miró su reloj.

—Bien, no tienes por qué hablar conmigo —susurró ella—. Podríamos escribirnos. ¡Sí, ésa es buena! Podrías ponerlo todo en un papel y dárselo a alguien para que me lo entregue, y yo...

—También podrías hacer algo útil.

—¡Vaya, sonidos humanos! —Yoyo se inclinó ante un público imaginario—. Damas y caballeros, la sensación es total. Este hombre ha hablado. Nos enorgullece presentarles a...

—Me estás tapando la visibilidad.

—¿Decías?

—No sé si se dio cuenta de tu metedura de pata, pero a mí no me engaña: esa mujer no tiene intención alguna de localizar a Donner.

—¿Por qué lo dices?

—Ha estado demasiado tiempo en la cocina.

—¿Quieres decir que las alarmas de Donner se disparan cuando alguien pretende incluir su restaurante en una guía gastronómica?

—Tú misma lo has dicho, una idea magnífica —dijo Jericho, fulminándola con la mirada—. La ironía era más que evidente.

—¿Podrías dejar de estar enfadado?

—Hay dos posibilidades: que ella se lo haya tragado, aunque él no tiene por qué tragárselo también. En ese sentido, da igual la historia que le hayamos contado. Donner sospechará de inmediato, sospecha de todo y de todos. Posibilidad número dos: ella no ha creído una palabra. De una manera o de otra, él tendrá que averiguar quiénes somos, qué queremos de él y qué tenemos que contarle. Tendrá que asegurarse. Supongo que antes han estado hablando por teléfono. Si Nyela sale del restaurante, puede que vaya a encontrarse con él. Otra variante es que él aparezca por aquí.

—¿Para qué?

—Para llegar a tiempo, antes de que alguien pueda sorprenderlo en su propio territorio. O tal vez sólo porque tiene que picar cebollas. Porque tiene algo que hacer. ¿Qué sé yo?

—¿Quieres decir que vas a vigilar el restaurante?

Jericho asintió.

—¿No te llamó la atención la cámara? —preguntó, esforzándose por mostrar un tono más amistoso.

—¿Qué cámara?

—Encima de la barra había una cámara instalada. No lo parecía, pero conozco esas cosas. El Muntu está vigilado. Quizá porque Donner desea observar las cintas antes de acceder a cualquier encuentro.

—¿Y si nada es como dices que es? ¿Y si te equivocas?

—Entonces esperaremos a que Nyela nos llame. O a que te guíe a ti hasta el domicilio privado de los Donner.

—Bueno, eso si es que realmente no sospecha. Si realmente quiere recibirnos por lo de la guía gastronómica, será esta noche. ¿No estaremos perdiendo la oportunidad de advertirle a tiempo? ¿No deberíamos decirle la verdad a Nyela?

—¿Y qué ganaríamos?, ¿que él desapareciera? En realidad no hemos venido a salvarlo, sino para averiguar algo que él nos puede decir. ¡Por eso tenemos que encontrarlo!

—Eso lo sé hasta yo —afirmó Yoyo, malhumorada—. Pero cuando esté muerto, ya no podrá decirnos nada.

—¡Yoyo, maldita sea, tienes razón! Pero, en fin, ¿qué debemos hacer? Tenemos que correr algún riesgo. ¡Y créeme, ese hombre es desconfiado! Quizá hasta sospeche de Nyela.

—¿De su propia mujer?

—Sí, de su mujer. ¿Tú le tienes confianza?

—Bueno... —murmuró Yoyo—. Pues seré la sombra de Nyela.

—Hazlo. Y telefonea en cuanto algo te llame la atención.

—Tal vez necesite el coche.

Jericho miró a su alrededor y vio un Starbucks. Habían aparcado el Audi unos metros más allá, desde un punto donde el Muntu estaba al alcance de la vista.

—No hay problema. Nos sentaremos allí dentro, tomaremos un café y vigilaremos el local. Si ella sale, tú la sigues. A pie o en el coche, según sea necesario. Yo mantendré esta posición.

—No sabemos qué aspecto tiene Donner.

—Blanco, supongo. Nombre bóer, Sudáfrica...

—Qué alivio —comentó Yoyo—. Eso reduce el círculo sustancialmente.

—Te lo puedo ampliar aún más. Imagina que Donner es el hijo de una pareja mixta. No sería el primer negro en Ciudad del Cabo que tiene un apellido propio de un blanco.

—Tú sí que sabes cómo insuflarles valor a las personas.

—Sí, soy temido por eso.

Jericho había memorizado las caras de los demás comensales. Después de que él y Yoyo abandonaron el local, habían entrado otras tres parejas, además de un hombre mayor, al que sólo acompañaba su álter ego, que no dejaba de ladrar. A continuación vieron cómo el Muntu se iba vaciando poco a poco. El hombre y su perro fueron los últimos en salir, y entonces Jericho estuvo seguro de que ya no había ningún otro cliente dentro. El tiempo se dilataba. Yoyo tomó té en cantidades brutales. Poco después de las tres, un hombre de piel oscura salió a la calle, le quitó la cadena a una bicicleta y se alejó pedaleando. Por lo visto era alguien del personal, quizá el pinche de cocina de Nyela.

—Entonces, ¿en esto consiste tu trabajo? —preguntó Yoyo, consiguiendo que su tono no fuera de desprecio—. ¿Observar a la gente durante horas?

—La mayor parte del tiempo estoy en la red.

—Genial. ¿Y qué haces ahí?

—Observar a la gente.

—Tío, qué aburrido. —Yoyo sacó de su vaso una bolsita de té que goteaba—. Una única y monótona espera.

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