—¡Jon! —exclamó—. ¿Eres tú?
Remer lanzó un grito de furia y estiró las manos hacia el sitio donde estaba Henning. Un fuerte viento empezó a soplar alrededor de ellos.
—¡Ignóralo, Henning! —gritó Jon—. No es real. Concéntrate.
Henning se miró perplejo los pies. El viento se hizo más fuerte. Un remolino se alzó del suelo a su alrededor hasta que quedó totalmente inmerso en él. Había arrastrado tierra y hojas cuando emergió y se movía en torno a él a gran velocidad.
—Katherina —gritó Henning—. Ella… —El viento le robó las palabras—. Relámpago… tengo que volver… fuera…
Una expresión de pánico cruzó su rostro.
Jon trató de neutralizar el tornado, pero los seguidores de Remer se ocupaban de hacerlo cada vez más fuerte, girando cada vez más rápido. Jon trató de cambiar su rumbo, pero el tornado se resistió. La figura de Henning se debilitó cada vez más. Sus gritos ya no podían ser distinguidos del rugido del viento y su cuerpo se hacía más débil a cada segundo que pasaba. Finalmente su figura se hizo casi imperceptible en el centro de la tormenta.
De repente el remolino desapareció y todas las piedras, las hojas y la tierra que arrastraba cayeron al suelo directamente. Henning se había volatilizado.
Remer parecía estar revisando el montón de polvo que se veía en el sitio donde Henning había estado.
—Creo que tiene usted razón, Campelli —dijo—. Es una cuestión de fe. —Sonrió—. Y creo que aún no hemos visto lo mejor.
Alrededor de ellos la escena cambió otra vez. Los relámpagos atravesaron el cielo y empezó a caer la lluvia, al principio en gotas grandes y pesadas, luego en cortinas de agua. La hierba se hizo más alta mientras Jon permanecía allí mirando, y los muros del cementerio parecieron moverse para hacer sitio a las nuevas hileras de lápidas, cruces blancas debajo de nubes grises.
Remer se rió. Un tono de violencia se había incorporado a su voz.
—¡Nada puede detenernos ahora!
La profusión de detalles pareció estallar. Jon podía ver la estructura misma de la corteza de los árboles, hongos microscópicos en la superficie de las lápidas, los insectos que vivían debajo, la humedad acumulada en las superficies esculpidas de las lápidas. Era casi excesivo para que él lo absorbiera; eran muchas las impresiones que se abalanzaban sobre él e invadían su cabeza hasta que le pareció que iba a desmayarse.
Uno de los compañeros de armas de Remer cayó de rodillas, sosteniéndose la cabeza. Comenzó a gritar y la silueta de su cuerpo lentamente se volvió borrosa. Sus gritos se fueron debilitando a medida que las moléculas del Lector se iban separando unas de otras, envolviéndolo en una nube de partículas que desaparecieron en el viento.
—Remer —dijo Poul Holt, con voz tensa—, tiene que contenerse un poco.
Su cara estaba retorcida por el dolor.
—¿Contenerme? —gritó Remer—. No hemos llegado tan lejos para tener que contenernos.
—Tiene razón —intervino Jon—. Usted ha ido demasiado lejos.
Remer se volvió para mirarlo a la cara.
—¿Demasiado lejos?
Sonrió.
Jon percibía que el viento se hacía más fuerte alrededor de él. Tierra y gotas de lluvia pasaban girando. Era bombardeado por las imágenes de la forma, la velocidad y el rumbo de cada una de las gotas, pero no tenía control sobre ellas. Remer las conducía y les daba forma, hasta las últimas moléculas. En lugar de defenderse y tratar de recuperar la ventaja, Jon intentó concentrarse en una sola cosa. Un paso pequeño. Aunque no podía sentir su cuerpo físico, trató con todas sus fuerzas de mover el pie izquierdo hacia atrás. Lo imaginó arrastrándose por el suelo del estrado, centímetro a centímetro, cada vez más atrás. Llenó todos sus pensamientos. Un pequeño movimiento.
Cada vez más objetos sueltos eran arrastrados: hojas, piedras, tablas, ramas y carteles. Todo pasaba junto a él a velocidad cada vez mayor.
Un paso.
—¿Esto está suficientemente lejos, Campelli? —gritó Remer con júbilo.
Su voz era apenas audible en el viento.
Un dolor en la parte posterior atravesó como un relámpago la cabeza de Jon. Estaba acostado sobre su espalda al pie del estrado. Su caída por los escalones había hecho que soltara el libro que lo había mantenido cautivo. No podía ver adonde había caído.
En el podio quedaban ocho Lectores. Jon los miró. En ese momento comprendió por qué los otros Lectores habían tenido tanto miedo de sus poderes. Se notaba electricidad en el aire; el olor le hacía recordar el olor metálico de las pilas al descargarse.
Jon trató de ponerse de pie, pero una punzada aguda en el pie izquierdo le hizo gritar de dolor. Miró hacia abajo. Tenía el pie doblado en un ángulo extraño. Incluso pensar en moverlo le causaba dolor.
—¿Qué ocurre? —preguntó una voz nerviosa detrás de él.
Jon se volvió y vio a Patrick Vedel, a sólo dos metros de distancia.
—Tenernos que salir de aquí —sugirió Muhammed.
Katherina asintió, pero no podía apartar la mirada del cuerpo sin vida de Henning.
—¿Has oído lo que he dicho?
Muhammed se puso delante de ella para poder mirarla a los ojos. Su mirada era firme e insistente.
—Jon —dijo—. Tenemos que llevar a Jon con nosotros.
Fueron hasta la barandilla y miraron hacia el piso inferior. La actividad eléctrica parecía haber aumentado. Escuchaban el crujido constante y seco de las descargas y las chispas duraban más que antes.
Mientras observaban, otro de los Lectores cayó fuera del círculo que rodeaba el estrado. Su túnica blanca podría haber estado vacía. Se desplomó sin emitir ni un solo sonido. Un líquido oscuro se extendió por el suelo desde el cuerpo.
—Tenemos que ir abajo —dijo Katherina sin vacilar.
—Espera.
Muhammed la agarró.
Debajo de ellos el cuerpo de Jon empezó a balancearse. Katherina abrió la boca y se la cubrió con la mano.
En ese momento Jon cayó hacia atrás saliéndose del estrado y golpeándose la espalda contra el suelo con un horrible ruido sordo. El libro que tenía en las manos desapareció en las sombras. Permaneció tendido inmóvil por un momento —demasiado tiempo le pareció a Katherina—, y luego empezó a moverse otra vez. Levantó la cabeza y logró incorporarse para apoyarse sobre un codo y mirar a su alrededor.
Katherina sollozó aliviada. Sus emociones habían estado en una montaña rusa durante los últimos dos o tres días, y sabía que no iba a poder soportarlo más. Aunque quería correr hacia Jon inmediatamente, su cuerpo se negó a obedecerla. Temblaba tanto que apenas podía mantenerse en pie.
—Él está bien —le dijo Muhammed con una gran sonrisa. Le puso las manos sobre los hombros y le dio un apretón—. Él está bien —repitió.
Abajo, Jon se había girado hacia las sombras a su espalda y una figura había salido hasta donde había luz. Katherina reconoció al pelirrojo del mercado. No pudieron oír las palabras que intercambiaron, pero Jon estaba evidentemente alterado, aunque era obvio que no podía ponerse de pie. El pelirrojo se puso en cuclillas junto a él, pero Jon se apartó y empezó a mirar a su alrededor.
—Un libro —decidió Katherina—. Necesita un libro.
—¿Qué clase de libro? —preguntó Muhammed.
—No importa —respondió—. Busca un libro y yo trataré de atraer su atención.
Muhammed desapareció.
—¡Jon! —gritó Katherina con todas sus fuerzas—. ¡Aquí!
Jon miró confundido a su alrededor. El pelirrojo se puso de pie y recorrió la parte superior con la mirada.
—¡Aquí! —gritó ella, agitando los brazos por encima de su cabeza.
Jon levantó los ojos y finalmente la vio. A pesar de estar a bastante distancia y de que la luz era mala, ella se dio cuenta de que la reconocía. Una gran sonrisa apareció en el rostro de Jon. El pelirrojo se enderezó y puso sus manos en las caderas. Jon aprovechó esa distracción momentánea para coger al hombre por los tobillos y tirar, de modo que su cuerpo cayó hacia atrás. Jon se escabulló gateando. Katherina no podía comprender por qué no se ponía de pie.
Muhammed regresó con un libro.
—Aquí tienes —dijo—. Fue el primero que encontré.
Katherina se lo arrebató de las manos y volvió a gritar el nombre de Jon. Se dio la vuelta y la vio agitando el libro. Él asintió con ansiedad y ella se lo arrojó. Cayó a pocos metros de él, y se esforzó por alcanzarlo. El pelirrojo se estaba poniendo de pie.
La furia mantenía consciente a Jon. Su cuerpo ya carecía de toda energía. Incluso para efectuar el menor movimiento necesitaba hacer un enorme esfuerzo. El dolor en el pie no le facilitaba las cosas, pero por lo menos lo ayudaba a mantenerse alerta.
Al ver a Patrick Vedel, el asesino de Luca, Jon tuvo que contenerse para no atacarlo allí mismo. Pero su postura, tendido en el suelo y con un tobillo fracturado, no le proporcionaba ninguna ventaja, así que se obligó a mantener la calma.
—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Vedel otra vez, poniéndose en cuclillas junto a Jon.
—Tu jefe se ha vuelto loco —respondió Jon.
Miró a su alrededor. No había nada a mano que pudiera usar como arma.
Vedel parpadeó.
—Remer sabe lo que está haciendo —dijo—. Está haciendo lo mejor para la Orden.
—Está a punto de
aniquilar
la Orden —gruñó Jon—. ¿No te das cuenta? Ha ido demasiado lejos.
El pelirrojo sacudió la cabeza.
—No, la Orden es su vida, es
nuestra
vida. —Miró con admiración a su jefe—. Hará cualquier cosa para preservarla.
—Sí. Incluso matará por ella —apostilló Jon.
Patrick Vedel le dirigió una mirada penetrante.
—¿Qué vale la vida de un viejo librero comparado con esto? —dijo Jon amargamente, mirando a Vedel a los ojos.
Podía ver que el hombre estaba tratando de descubrir si él sabía la verdad o no. Vedel bajó la mirada.
—Fue necesario —explicó.
—Habéis ido demasiado lejos —repitió Jon—. Igual que ahora. ¿Crees que Remer piensa en sí mismo o piensa en la Orden en este momento? Yo he estado en su lugar. Conozco la respuesta.
Vedel apretó los dientes.
—Él nunca…
—¡Jon!
Jon reconoció la voz de Katherina y miró alrededor. Vedel se puso de pie e hizo lo mismo.
Ella gritó su nombre de nuevo. Esta vez le pareció que su voz venía desde arriba y Jon la vio en la terraza superior. Una enorme sensación de alivio recorrió su cuerpo.
—¡Esa bruja! —gritó Vedel con fastidio.
La cólera de Jon se encendió otra vez, dándole fuerzas renovadas. Estiró las manos hacia Vedel y lo agarró de los tobillos. Tiró con fuerza de las piernas del Lector desde abajo, haciéndolo caer pesadamente de espaldas. Luego lo empujó y se arrastró, alejándose de él tan rápido como pudo. No había avanzado más de cinco o seis metros cuando escuchó a Katherina, que lo llamaba otra vez. Estaba agitando un libro. Con el rabillo del ojo Jon vio que Vedel se había puesto de pie y se dirigía hacia él.
El libro aterrizó a un par de metros de Jon y se esforzó para alcanzarlo mientras Vedel se acercaba. Era un libro pequeño, delgado, encuadernado en cuero. Jon lo abrió con manos temblorosas. Todavía podía salir de aquella situación.
Vedel se detuvo cuando vio el libro que Jon tenía en las manos.
—Vamos, tranquilízate —dijo, mostrando las palmas de sus manos—. No hay razón para…
El coraje de Jon se vino abajo cuando leyó las primeras palabras.
El libro estaba en italiano. No era posible. No aquí, no en ese momento.
La expresión en la cara de Vedel pasó del nerviosismo al alivio.
—¿No es un libro de tu agrado? —preguntó burlonamente.
Jon dirigió su atención al libro. Él sabía italiano, después de todo. Hacía mucho que no leía en ese idioma y dudaba si sabía lo suficiente como para protegerse, pero tenía que intentarlo.
Notó que Vedel lo agarraba del cuello de la túnica y empezaba a arrastrarlo por el suelo.
Jon se concentró en el libro, tartamudeando las primeras palabras. Estaba sudando. Le temblaban las manos. No le encontró sentido a la primera frase. Le costaba concentrarse, pero se forzó a continuar.
Vedel se rió otra vez y continuó arrastrándolo hacia la barandilla.
Palabra por palabra Jon fue tartamudeando hasta la siguiente frase, y entonces se dio cuenta de que conocía ese texto. Reconoció la frase que acababa de leer y supo lo que venía después.
Ya había leído ese libro antes.
Jon no podía recordar cuántas veces le había leído Luca
Pinocho
.
Su madre le había contado que empezó incluso antes de que hubiera nacido. Luca se lo leía a ella y al hijo que estaba a punto de nacer en voz alta casi todas las noches. Les gustaba comparar su vientre que aumentaba poco a poco con la ballena en la historia, y luego se reían tanto que Luca no podía seguir leyendo. Durante los primeros años de vida de Jon, era el cuento que más le gustaba y que les hacía repetir continuamente. Nunca se cansaba y todas las noches hartaba a sus padres pidiéndoles un capítulo más. Por regla general, ellos se rendían. Especialmente su madre. Ella también disfrutaba de aquel relato e interpretaba todos los papeles con tanto sentimiento y utilizaba tantas voces diferentes que Jon nunca las olvidó.
Era un libro mágico escrito en una lengua mágica que sólo él y sus padres hablaban. Al menos así lo sentía Jon. Le encantaba el sonido de las palabras y memorizó rápidamente pasajes enteros. Muchas veces Luca lo ponía a prueba empezando una frase y luego Jon la terminaba, sin importar si estaban en un autobús, esperando en la cola de la carnicería o sentados a la mesa para la cena. Su madre sacudía la cabeza mirándolos, pero no importaba. Era un juego que él compartía con Luca, y a Jon le encantaba.
Todavía mejor que las palabras eran las imágenes que creaban. Jon conocía cada piedra y cada brizna de hierba del relato. Había recorrido aquellos paisajes innumerables veces y sabía precisamente cómo eran las casas, cómo estaban curvadas las ramas de cada árbol, también cuáles eran las facciones y los gestos de todos los personajes. No tenía ninguna duda acerca de cómo se movían las olas o del tamaño del barco o de los colores de la ballena.
Jon había proyectado esas imágenes tantas veces que prácticamente surgieron de inmediato apenas empezó a leer. La sala de lectura de la biblioteca desapareció en un instante, para ser reemplazada por los delicados colores y las suaves ondulaciones del paisaje del cuento. No tuvo que hacer esfuerzo alguno. Aquella sesión era totalmente diferente a las otras en las que había tenido que esforzarse para que fluyeran las imágenes. Esta vez ellas salían por sí solas, dejándole energía para disfrutar de la experiencia. El dolor de su pie desapareció, y Remer dejó de ser una preocupación. Se sintió envuelto en una serenidad que no había experimentado en muchos años, y tuvo la certeza de que todo iba a salir muy bien.