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Authors: Christopher Paolini

Legado (59 page)

BOOK: Legado
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Al cabo de un rato empezó a aburrirse de las líneas del techo y de las fantasías de venganza, así que cerró los ojos y se sumió en un medio sueño intranquilo durante el cual, siguiendo la paradójica lógica de las pesadillas, las horas pasaron deprisa y despacio al mismo tiempo.

Cuando el hombre de la túnica gris regresó, Nasuada casi se alegró. Inmediatamente se despreció a sí misma por haber reaccionado de ese modo, por esa debilidad.

No sabía cuánto tiempo había estado esperando —no lo podía saber a no ser que alguien se lo dijera—, pero sabía que había sido menos tiempo que la vez anterior. A pesar de ello, esa espera se le había hecho interminable, e incluso tuvo miedo de que la dejaran allí, atada y aislada —aunque sabía que no se olvidarían de ella, de eso estaba segura— durante tanto tiempo como antes. Le disgustó darse cuenta de que se sentía agradecida de que ese hombre la fuera a visitar más a menudo de lo que habría pensado en un principio. Estar inmovilizada encima de esa plana losa de piedra ya resultaba bastante doloroso, pero que le negaran tener contacto con otra criatura viva —aunque fuera una tan aberrante y lerda como aquella— era la tortura más difícil de soportar.

Mientras el hombre le quitaba los grilletes, se dio cuenta de que la herida del brazo había sanado: tenía la piel tan lisa y suave como un lechón.

Decidió que no lucharía. Pero, cuando se dirigía al retrete, fingió tropezar y cayó al suelo con idea de acercarse lo bastante a la bandeja para coger el pequeño cuchillo que el tipo utilizaba para cortar la comida. Pero la bandeja estaba lejos, y el hombre pesaba demasiado para tirar de él en esa dirección sin levantar sospechas.

Así pues, se obligó a aceptar con calma los cuidados de su carcelero: tenía que convencerlo de que se había sometido, para que se confiara y, con un poco de suerte, se volviera descuidado.

Mientras le daba de comer, Nasuada observó sus uñas. La otra vez estaba demasiado enojada para prestar atención, pero, ahora que estaba más tranquila, se sintió fascinada por lo extrañas que eran.

Eran unas uñas gruesas y muy curvadas. Se le hincaban mucho en la carne, tenían unas pequeñas lunas blancas que eran más grandes de lo normal y, en general, no eran muy distintas de las uñas de muchos hombres y enanos que conocía.

¿De qué le sonaban?… No lo recordaba.

Lo que resultaba extraño en esas uñas era el esmero con que habían sido cuidadas. «Cuidadas» parecía una palabra correcta para describirlo, como si esas uñas fueran una raras flores a las que el jardinero dedicara largas horas de atención. Las cutículas se veían limpias y acicaladas, sin pieles, y las uñas habían sido cortadas rectas —ni demasiado largas ni demasiado cortas— y suavemente limadas. Las puntas habían sido pulidas y brillaban como cerámica vidriada, y parecía que la piel que las rodeaba hubiera sido untada con aceite o manteca. Nasuada nunca había visto unas uñas como esas en ningún hombre, excepto en los elfos.

¿Elfos? Se quitó de encima esa imagen, irritada consigo misma.

No conocía a ningún elfo.

Esas uñas eran un misterio, una rareza en un entorno más comprensible, un enigma que deseaba resolver, a pesar de que sabía que intentarlo sería inútil.

Se preguntó quién sería el responsable de que esas uñas se encontraran en unas condiciones tan ejemplares. ¿Se las cuidaría él mismo? Parecía ser tremendamente maniático, y Nasuada no imaginaba que tuviera una esposa, una hija o una sirvienta, ni nadie muy cercano que estuviera dispuesta a dedicar tanta atención a sus uñas. De todos modos, podía estar equivocada. Muchos veteranos de guerra —hombres adustos y parcos cuyos únicos amores eran el vino, las mujeres y el combate— la habían sorprendido con alguna faceta de su personalidad que no se ajustaba a su aspecto externo: una afición por la talla de madera, una profunda devoción a su familia, a cuyos miembros mantenía ocultos a todo el mundo… Años antes se habían enterado de que Jör…

Nasuada interrumpió ese pensamiento.

En cualquier caso, la pregunta que no dejaba de darle vueltas en la cabeza era sencilla: ¿por qué? La motivación era lo más importante incluso en asuntos tan insignificantes como el cuidado de las uñas. Si se trataba de alguien que se las cuidaba, detrás de ellos debía de haber un gran amor o un gran temor. Pero no creía que fuera eso. Si eran obra de ese mismo hombre, entonces podía haber muchas explicaciones. Tal vez sus uñas eran la única manera que tenía de ejercer cierto control sobre su vida, que ya no le pertenecía. O quizá creyese que eran la única parte de sí mismo que podía resultar atractiva. O a lo mejor el cuidarlas no era más que un tic nervioso, un hábito que no servía para nada más que para pasar el rato.

Fuera cual fuera la verdad, el hecho era que «alguien», con sumo interés, había limpiado, cortado y pulido e hidratado esas uñas.

Nasuada continuó pensando en ese asunto mientras comía, casi sin notar el sabor de los alimentos. De vez en cuando levantaba la mirada hacia el rostro de su carcelero para ver si su expresión le proporcionaba alguna pista, pero siempre era inútil.

Después de darle el último trozo de pan, el hombre se apartó de la losa de piedra, cogió la bandeja y se dio la vuelta. Nasuada masticó y tragó el trozo de pan tan deprisa como pudo sin ahogarse y, con voz ronca (pues hacía bastante que no hablaba), dijo:

—Tienes unas uñas muy bonitas. Están muy… brillantes.

El hombre se detuvo y volvió su enorme cabeza hacia ella. Por un momento, Nasuada temió que la golpearía de nuevo, pero el tipo movió lentamente esos labios grises hasta que esbozaron una sonrisa que dejó al descubierto los dientes superiores e inferiores. Nasuada sintió un escalofrío: parecía que estuviera a punto de arrancar la cabeza de un pollo de un mordisco. El hombre, sin dejar de sonreír de esa manera tan inquietante, se dio la vuelta de nuevo y se alejó. Al cabo de un momento se oyó la puerta abrirse y cerrarse.

Nasuada también sonrió. El orgullo y la vanidad eran debilidades que podría aprovechar. Si era hábil en algo, era en conseguir que los demás siguieran su voluntad. Y ese tipo le acababa de dar una minúscula pista sobre él —tan pequeña como una uña—, pero eso era todo lo que necesitaba. Ahora podía empezar a tirar del hilo.

La Sala de la Adivina

La tercera vez que el hombre la visitó, Nasuada estaba durmiendo: el ruido de la puerta la despertó con un sobresalto. El corazón se le aceleró. Tardó unos segundos en recordar dónde estaba. Cuando lo consiguió, frunció el ceño y parpadeó para aguzar la vista. Deseó poder frotarse los ojos. Bajó la mirada y se extrañó al ver que todavía tenía una mancha húmeda de vino en el camisón de la última vez que había bebido. «¿Por qué ha vuelto tan pronto?»

Entonces vio que el tipo pasaba por delante de ella transportando un gran brasero de cobre lleno de carbón y que lo dejaba en el suelo, apoyado sobre sus patas. En el brasero había tres largos hierros.

Nasuada sintió pavor: el momento tan temido había llegado.

Intentó cruzar una mirada con el hombre, pero él no le hizo caso: sacó un trozo de pedernal y uno de acero de una bolsita que llevaba colgada del cinturón. Luego preparó un lecho de yesca en el centro del brasero. Encendió el fuego y la yesca prendió y se puso al rojo vivo; él empezó a soplar con suavidad, con la misma atención con que una madre besa a su bebé, hasta que consiguió que unas pequeñas llamas cobraran vida. Estuvo cuidando el fuego durante unos cuantos minutos. Preparó un lecho de carbón de algunos centímetros de alto y una columna de humo empezó a subir hasta una chimenea que había en el techo. Nasuada lo observaba con una fascinación morbosa, incapaz de apartar la mirada, a pesar de saber lo que le esperaba. Ni él ni ella dijeron nada, era como si ambos se sintieran demasiado avergonzados de lo que iba a suceder y no pudieran reconocerlo.

El hombre estuvo soplando un rato más y, finalmente, se dio la vuelta como si fuera a acercarse a ella.

«No cedas», se dijo Nasuada, preparándose.

Apretó los puños y aguantó la respiración. El hombre se acercaba a ella…, un poco más…, un poco más… Sin embargo, de repente, pasó de largo, levantando una leve brisa que acarició la mejilla de Nasuada. Sus pasos se fueron alejando hasta que todo quedó en silencio. El tipo había salido de la habitación.

Nasuada se relajó un poco y, al hacerlo, se le escapó un leve suspiro. El brillante carbón atrajo su mirada como un imán: los hierros se habían puesto al rojo vivo. Se humedeció los labios con la lengua y pensó en lo agradable que sería poder beber un buen vaso de agua.

Uno de los trozos de carbón se partió por la mitad con un chasquido y la habitación volvió a quedar sumida en el silencio.

Mientras permanecía allí tumbada, incapaz de escapar, se esforzaba por no pensar en nada. Si lo hacía, su determinación se debilitaría. Pasaría lo que tuviera que pasar, y por mucho miedo o ansiedad que sintiera, nada cambiaría.

Se oyeron pasos al otro lado de la puerta. Esta vez pertenecían a más de una persona, a un grupo. Algunos sonaban acompasados, otros no. Pero era imposible saber cuántas personas se acercaban.

Los pasos se detuvieron ante la entrada. Nasuada oyó unos murmullos. Luego, los pasos de unos zapatos de suela dura —como de botas de montar— que entraban en la habitación.

La puerta se cerró con un golpe sordo.

Los pasos sonaron en los escalones con un ritmo firme y deliberado. Por el rabillo del ojo, Nasuada vio un brazo que colocaba una silla de madera tallada no muy lejos de donde se encontraba ella.

Un hombre se sentó en la silla.

Era un tipo grande: no estaba gordo, pero era muy fornido. Una larga capa le envolvía el cuerpo. Parecía una capa muy pesada, como si estuviera forrada de malla. La luz procedente del brasero y de la lámpara sin llama perfilaba su cuerpo, pero los rasgos de su rostro quedaban ocultos en la sombra, aunque no conseguían ocultar la corona que llevaba en la cabeza.

A Nasuada se le detuvo el corazón un instante.

Otro hombre, vestido con un jubón de color marrón y unas calzas —ambos bordados con hilo dorado— se acercó al brasero y se detuvo ante él, dando la espalda a Nasuada, para atizar el fuego con los hierros.

El hombre de la silla se quitó los guantes tirando de cada uno de los dedos. La piel de sus manos tenía el color del bronce sin brillo.

Entonces habló. Su voz era grave, profunda y decidida. Cualquier bardo que hubiera poseído un instrumento tan exquisito habría visto su nombre alabado y habría sido considerado un maestro de maestros.

Su sonido erizaba la piel; sus palabras parecían bañar a Nasuada con unas cálidas olas que la acariciaban, la cautivaban y la esclavizaban.

Nasuada se dio cuenta de que escuchar a ese hombre era tan peligroso como escuchar a Elva.

—Bienvenida a Urû‘baen, Nasuada, hija de Ajihad —dijo—. Bienvenida a esta, mi casa debajo de estas antiguas rocas. Hacía mucho tiempo que un invitado tan distinguido como tú no nos honraba con su presencia. Mis energías han estado ocupadas en otros asuntos, pero te aseguro que de ahora en adelante no abandonaré mi deber de anfitrión.

Por fin, su voz había adoptado un tono ligeramente amenazador.

Nasuada nunca había visto a Galbatorix en persona. Solo había oído algunas descripciones de él y había visto algunos dibujos, pero el efecto que la voz de ese hombre tenía en ella era tan visceral, tan poderoso, que no tuvo ninguna duda de que era él.

Tanto en su acento como en su pronunciación había cierta cualidad ajena, como si el idioma que estuviera hablando no fuera el mismo con el que había crecido. Era algo muy sutil, pero difícil de ignorar cuando uno se había dado cuenta. Nasuada pensó que quizás eso era debido a que el idioma había cambiado mucho desde su nacimiento.

Esa parecía ser la explicación más sensata. Era como si su manera de hablar le recordara… No, no, no le recordaba nada.

El hombre se inclinó hacia delante. Nasuada sintió sus ojos clavados en ella.

—Eres más joven de lo que había esperado. Sabía que eras joven, pero, a pesar de ello, me sorprende ver que no eres más que una niña.

Pero muchos me parecen niños hoy en día: niños imprudentes, alocados y engreídos que no saben lo que les conviene; niños que necesitan ser guiados por quienes son más viejos y más sabios.

—¿Como tú? —repuso Nasuada con ironía.

El hombre rio.

—¿Preferirías que nos gobernaran los elfos? Yo soy el único de nuestra raza que los puede mantener a raya. Según ellos, incluso los más ancianos de nosotros no somos más que jóvenes insensatos, incapaces de llevar a cabo las responsabilidades de un adulto.

—Según ellos, así eres tú.

Nasuada no sabía de dónde sacaba el valor para pronunciar esas palabras, pero se sentía fuerte y con ganas de desafiarlo. Tanto si el rey la castigaba como si no, estaba decidida a decir lo que pensaba.

—Ah, pero yo soy más que la experiencia de mis años de vida. Poseo los recuerdos de cientos de personas, de vidas y más vidas: amores, odios, batallas, victorias, derrotas, lecciones aprendidas, errores… Todo ello está en mi mente y su sabiduría susurra en mis oídos. Mi memoria se remonta a eones de antigüedad. En toda la historia no ha existido nadie como yo, ni siquiera entre los elfos.

—¿Cómo es posible? —preguntó Nasuada en un susurro.

El hombre cambió de postura en la silla.

—No finjas conmigo, Nasuada. Sé que Glaedr confió su corazón de corazones a Eragon y a Saphira, y que se encuentra ahí, con los vardenos, ahora mismo. Ya sabes de qué hablo.

Nasuada sintió un escalofrío de miedo. El hecho de que Galbatorix estuviera dispuesto a discutir esos asuntos con ella, que estuviera dispuesto a mencionar, aunque fuera indirectamente, la fuente de su poder, borraba cualquier esperanza que pudiera tener de ser liberada.

Galbatorix hizo un ademán con la mano que abarcó toda la habitación.

—Antes de que continuemos, deberías conocer un poco la historia de este lugar. La primera vez que los elfos se aventuraron por esta parte del mundo, descubrieron una grieta que se encontraba en las escarpadas laderas que se levantan sobre esta planicie. Ellos valoraban esas laderas como un buen lugar desde el cual defenderse contra el ataque de los dragones, pero valoraban esa grieta por un motivo muy distinto. Por casualidad, descubrieron que si alguien se dormía cerca de esa grieta, de la cual emergían unos vapores muy calientes, podía entrever, aunque de manera muy confusa, qué deparaba el destino. Así que, hace unos dos mil quinientos años, los elfos construyeron esta sala encima de la grieta, y una adivina estuvo viviendo aquí durante muchos años, incluso después de que los elfos abandonaran el resto de Ilirea. Ella se sentaba donde tú estás ahora, y se pasó todos esos siglos soñando en todo lo que había sido y todo lo que podía ser.

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