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Authors: Christopher Paolini

Legado (91 page)

BOOK: Legado
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La lucha siguió unos minutos más, y los únicos soldados que quedaban allí eran soldados muertos.

Limpiándose el sudor de la frente, Roran contempló la calle, arriba y abajo. Hacia el interior de la ciudad, vio que algunos supervivientes del ejército que acababan de destruir desaparecían entre las casas para ir a unirse al ejército de Galbatorix en otro lugar. Se planteó perseguirlos, pero el foco principal de la batalla se encontraba cerca de la muralla, y quería caer sobre el ejército enemigo por la retaguardia para obligarlos a perder la formación.

—¡Por aquí! —gritó, levantando el martillo y embocando una calle.

Una flecha se clavó en el borde de su escudo y, al levantar la vista, distinguió la silueta de un hombre escondiéndose bajo un tejado cercano.

Cuando Roran emergió de entre los edificios al espacio abierto frente a los restos de la puerta principal de Urû’baen se encontró con un caos tal que vaciló, sin saber muy bien qué hacer.

Los dos ejércitos se habían entremezclado tanto que era imposible definir las líneas de ataque o siquiera determinar dónde estaba el frente. Las túnicas rojas de los soldados estaban repartidas por toda la plaza, a veces aisladas y otras en grupos numerosos, y la lucha se había extendido como una mancha de aceite hasta las calles de los alrededores. Entre los combatientes que esperaba ver, Roran también encontró montones de gatos —gatos callejeros, no hombres gato—que atacaban a los soldados, en una imagen tan salvaje y aterradora como la que más. Por supuesto, los gatos seguían las indicaciones de los hombres gato.

Y en el centro de la plaza, a lomos de su gris corcel, estaba Lord Barst, con su gran coraza redondeada brillando como la luz del fuego que asolaba las casas cercanas. Agitaba su maza una y otra vez, con una rapidez inusitada en un humano, y con cada mazazo reventaba al menos a uno de los vardenos. Las flechas que le disparaban se desvanecían en el aire con una humareda anaranjada; las espadas y las lanzas rebotaban en él como si estuviera hecho de piedra, y ni siquiera la fuerza de un kull a la carga bastaba para derribarlo de su caballo. Roran observó, anonadado, cómo con un golpe de su maza le abría la cabeza a un kull, reventándole los cuernos y el cráneo como si fueran un cascarón de huevo.

Roran frunció el ceño. ¿De dónde sacaba esa fuerza y esa velocidad? Evidentemente, la respuesta era la magia, pero esta tenía que proceder de algún sitio. En la maza y la armadura de Barst no había joyas, y Roran no creía que Galbatorix estuviera proveyéndolo de energía a distancia. Roran recordó su conversación con Eragon la noche antes de que rescataran a Katrina de Helgrind. Eragon le había dicho que era básicamente imposible alterar un cuerpo humano para que tuviera la velocidad y la fuerza de un elfo, aunque el humano fuera Jinete —lo que hacía aún más asombroso lo que le habían hecho los dragones a Eragon durante la Celebración del Juramento de Sangre—. Parecía improbable que Galbatorix hubiera podido llevar a cabo una transformación similar en Barst. Aquello, una vez más, hacía que Roran se preguntara de dónde provendría el poder sobrenatural del comandante de las tropas del rey.

Barst tiró de las riendas de su caballo, haciéndolo girar. Los reflejos de luz sobre la superficie de su prominente armadura llamaron la atención de Roran.

La boca se le quedó seca y sintió un nudo en la garganta: por lo que él sabía, Barst no era uno de esos tipos barrigones. No era de los que se descuidaba, y Galbatorix nunca habría elegido a una persona así para defender Urû’baen. La única explicación lógica, pues, era que Barst llevara un eldunarí pegado al cuerpo bajo aquella coraza de tan extraña forma.

Entonces la calle se abrió en dos y una oscura grieta se abrió bajo los pies de Barst y su caballo. La fosa se los habría tragado a los dos y aún sobraría espacio, pero el caballo se mantuvo flotando en el aire, como si sus pezuñas siguieran firmemente plantadas en el suelo. Una espiral de diferentes colores se agitó alrededor de Barst, como una nube de humo con los colores del arcoíris. Del agujero emanaron de un modo alterno olas de calor y de frío, y Roran vio unos tentáculos de hielo que salían reptando del suelo, intentando enroscarse en las patas del caballo y agarrarlas. Pero el hielo no pudo agarrar al caballo; ningún hechizo parecía tener efecto sobre el hombre ni sobre el animal.

Barst tiró de nuevo de las riendas y luego espoleó al caballo, dirigiéndolo hacia un grupo de elfos situados cerca de una casa próxima, recitando sus cánticos en el idioma antiguo. Roran supuso que habrían sido ellos los que habían lanzado los hechizos contra Barst.

Agitando la maza por encima de la cabeza, Barst cargó contra los elfos, que se dispersaron intentando defenderse, pero en vano, ya que les reventó los escudos y les partió las espadas y, al golpear, la maza los aplastó como si sus huesos fueran finos y huecos como los de los pajarillos.

«¿Por qué no los han protegido sus defensas? —se preguntó Roran—. ¿Por qué no pueden detenerlo con la mente? Solo es un hombre, y solo lleva un eldunarí consigo.»

A unos metros, una gran piedra redonda aterrizó sobre un mar de cuerpos agonizantes, dejando tras de sí una estela de un rojo brillante en el suelo, y rebotó para dar luego contra la fachada de un edificio, donde hizo añicos las estatuas del friso.

Roran se encogió y soltó una maldición mientras buscaba el lugar de origen de la piedra. Levantó la vista hacia la ciudad y vio que los soldados de Galbatorix habían tomado de nuevo las catapultas y otras máquinas de guerra montadas sobre la muralla.

«Están disparando hacia el interior de su propia ciudad —pensó—. ¡Están disparando a sus propios hombres!»

Asqueado, soltó un gruñido y se apartó de la plaza, dirigiéndose hacia el interior de la ciudad.

—¡Aquí no podemos hacer nada! —gritó a su batallón—. Dejad que los otros se ocupen de Barst. ¡Tomad esa calle! —Señaló a su izquierda—. ¡Nos abriremos camino hasta la muralla y tomaremos posiciones allí!

Si los guerreros respondieron, no lo oyó, porque ya estaba en marcha. Tras él, otra piedra cayó sobre los soldados que combatían, provocando aún más gritos de dolor.

La calle que Roran había elegido estaba llena de soldados, junto a unos cuantos elfos y hombres gato, amontonados al lado de la puerta de una sombrerería, defendiéndose de la enorme cantidad de enemigos que los rodeaban. Los elfos gritaron algo, y una docena de soldados cayeron al suelo, pero los demás siguieron en pie.

Roran se sumergió en el mar de la batalla y volvió a perderse entre la sangrienta marabunta. Superó a uno de los soldados caídos de un salto y soltó un martillazo en el casco a un hombre que miraba hacia atrás. Lo dejó tendido en el suelo y usó el escudo para quitarse de encima al siguiente soldado y luego arremetió contra él con el extremo del martillo, clavándoselo en la garganta y aplastándole el cuello.

A su lado, Delwin recibió el impacto de una lanza en el hombro e hincó una rodilla en el suelo, con un grito de dolor. Agitando el martillo más rápido aún de lo normal, Roran repelió al lancero mientras Delwin se arrancaba el arma del hombro y volvía a ponerse en pie.

—¡Échate atrás! —le dijo Roran.

—¡No! —protestó Delwin, sacudiendo la cabeza y con los dientes apretados.

—¡Échate atrás, maldita sea! ¡Es una orden!

Delwin soltó un juramento pero obedeció, y Horst ocupó su lugar.

Roran observó que el herrero sangraba por diferentes puntos de los brazos y las piernas, pero las heridas no parecían afectar a su capacidad de movimiento.

Esquivando una espada, Roran dio un paso adelante. Le pareció oír un leve rumor tras él, luego un estruendo, y todo se movió y se tiñó de negro.

Se despertó con la cabeza dolorida. Vio el cielo en lo alto —luminoso, a la luz del sol de la mañana— y el color oscuro de la parte inferior del saliente rocoso cubierto de grietas.

Con un gruñido de dolor, intentó ponerse en pie. Estaba tendido a los pies de la muralla exterior de la ciudad, junto a los fragmentos ensangrentados de un proyectil de catapulta. Había perdido el escudo y el martillo, lo que le preocupaba y le desconcertaba.

En aquel momento, un grupo de cinco soldados fueron corriendo en su dirección y uno de los hombres le clavó una lanza en el pecho. La punta del arma le lanzó contra la pared, pero no le atravesó la piel.

—¡Agarradle! —gritaron los soldados.

Roran sintió unas cuantas manos que le cogían brazos y piernas.

Se debatió, intentando liberarse, pero aún estaba débil y desorientado, y eran demasiados soldados para él solo.

Los soldados le golpearon una y otra vez, y él sintió que las fuerzas iban abandonándole a medida que las defensas mágicas paraban los golpes. Todo se puso gris, y estaba a punto de perder la conciencia de nuevo cuando vio la hoja de una espada saliendo de la boca de uno de los soldados.

Los soldados le soltaron, y Roran vio a una mujer de pelo oscuro moviéndose como un torbellino entre ellos, blandiendo la espada con la pericia de un guerrero veterano. Al cabo de unos segundos había matado a los cinco hombres, aunque uno de ellos consiguió causarle una herida superficial en el muslo izquierdo.

Acto seguido, le tendió una mano y dijo:


Martillazos
.

Al agarrarla del antebrazo, Roran vio que tenía la muñeca —por donde no alcanzaba a cubrirle el guardabrazo— cubierta de cicatrices, como si le hubieran quemado o azotado casi hasta el hueso. Detrás de la mujer apareció una adolescente de cara pálida vestida con una armadura incompleta y un chico que parecía un año o dos más joven que la chica.

—¿Quién eres? —preguntó Roran, poniéndose en pie.

La mujer tenía un rostro llamativo: ancho y de huesos fuertes, con el aspecto bronceado y curtido de quien ha pasado la mayor parte de su vida al aire libre.

—Una extraña que pasaba por aquí —respondió. Poniéndose en cuclillas, recogió una de las lanzas de los soldados y se la tendió.

—Gracias.

Ella asintió y luego, seguida de sus jóvenes acompañantes, salió corriendo por entre los edificios y se perdió en la ciudad.

Roran se los quedó mirando medio segundo, confuso; luego sacudió la cabeza y volvió a toda prisa a la calle para reunirse con su batallón.

Los guerreros le dieron la bienvenida con gritos de asombro y, alentados por su regreso, atacaron con fuerzas renovadas. No obstante, al ocupar su lugar entre los hombres de Carvahall, Roran descubrió que la piedra que le había golpeado también había matado a Delwin. Su pena enseguida se convirtió en rabia, y luchó aún con mayor encono que antes, decidido a poner fin a la batalla lo antes posible.

El nombre de todos los nombres

Asustado pero decidido, Eragon avanzó con Arya, Elva y Saphira hacia la tarima donde los esperaba Galbatorix, cómodamente sentado en su trono.

Era una larga caminata, tanto que Eragon tuvo tiempo de plantearse diversas estrategias, la mayoría de las cuales descartó por considerarlas poco prácticas. Sabía que solo con la fuerza no podrían derrotar al rey; haría falta también astucia, y eso no era algo de lo que anduviera sobrado en ese momento. Aun así, no tenían otra elección que enfrentarse a Galbatorix.

Las dos filas de lámparas que llevaban hasta la tarima quedaban lo suficientemente apartadas como para que los cuatro pudieran caminar uno al lado del otro. Eragon lo agradeció, porque significaba que Saphira podría combatir a su lado si llegaba la ocasión.

Se acercaron al trono, y Eragon siguió estudiando la cámara en la que estaban. Le pareció un lugar extraño para las recepciones del rey.

Aparte del camino iluminado que tenían por delante, la mayor parte del espacio quedaba oculto en una oscuridad impenetrable —más aún que las salas de los enanos en las profundidades de Tronjheim y Farthen Dûr— y en el aire flotaba un olor seco y almizclado que le resultaba familiar, aunque no sabía por qué.

—¿Dónde está Shruikan? —dijo, en voz baja.

Saphira olisqueó.

Lo huelo, pero no lo oigo.

—Yo tampoco lo percibo —dijo Elva, frunciendo el ceño.

Cuando llegaron a unos diez metros de la tarima se detuvieron.

Tras el trono colgaban unas gruesas cortinas negras de un material aterciopelado que se extendían del suelo al techo.

Las sombras envolvían a Galbatorix, ocultando sus facciones.

Entonces echó el cuerpo adelante, situándose bajo la luz, y Eragon le vio la cara. Era larga y flaca, con gruesas cejas y una nariz como una hoja de lanza. Sus ojos eran duros como piedras, y el espacio blanco alrededor de las pupilas era mínimo. La boca era fina y ancha, y trazaba una línea recta que bajaba un poco en los extremos, rodeada por una barba y un bigote perfectamente afeitados y, al igual que sus ropas, de un negro intenso. Por su aspecto podía estar en la cuarentena: aún lleno de fuerzas pero próximo al inicio de la decadencia. Se le veían líneas de expresión en la frente y a los lados de la nariz, y la bronceada piel parecía fina, como si no hubiera comido nada más que carne de conejo y nabos en todo el invierno.

Tenía unos hombros anchos y bien formados, y la cintura fina.

Sobre la cabeza llevaba una corona de oro rojizo con todo tipo de joyas engastadas. La corona parecía antigua —más antigua aún que la sala—, y Eragon se preguntó si siglos atrás habría pertenecido al rey Palancar.

La espada de Galbatorix descansaba sobre su regazo. Era una espada de Jinete, eso era obvio, pero Eragon nunca había visto nada parecido. La hoja, la empuñadura y la guarda eran de un blanco cándido, y la joya del pomo era transparente como el agua de manantial. En conjunto, el arma tenía algo inquietante. Su color —o más bien su «falta» de color— le recordaba un hueso blanqueado al sol. Era el color de la muerte, no de la vida, y parecía mucho más peligroso que cualquier tono de negro, por muy oscuro que fuera.

Galbatorix los examinó uno por uno con su afilada mirada, sin parpadear.

—Bueno, así que habéis venido a matarme —dijo—. Bueno, pues…, ¿empezamos? —añadió, levantando la espada y extendiendo los brazos hacia los lados en un gesto de bienvenida.

Eragon plantó firmemente los pies en el suelo y levantó la espada y el escudo. La invitación del rey le intranquilizó.

Está jugando con nosotros.

Sin soltar la Dauthdaert, Elva dio un paso adelante y empezó a hablar. No obstante, de su boca no salió ningún sonido, y miró a Eragon, alarmada.

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