Authors: Christopher Paolini
Muy bien. Si tenemos que tentar al destino, seamos valientes. Cruzaremos el mar.
Una vez solucionada la disputa, Eragon subió de nuevo a lomos de Saphira, que, de un solo salto, dejó atrás la tierra firme y se echó a volar sobre las olas.
—¡Aggghh…!
—¿Me jurarás fidelidad en el idioma antiguo?
—¡Nunca!
La pregunta y la respuesta se habían convertido ya en un ritual entre ambos, una especie de juego de palabras como los de un divertimento infantil, solo que en este juego ella perdía aunque ganara.
A Nasuada los rituales eran lo único que le permitía mantener la cordura. Eran lo que daba orden a su vida: gracias a ellos era capaz de soportar una cosa tras otra, porque le proporcionaban algo a lo que agarrarse cuando todo le había sido arrebatado. Rituales de pensamiento, de acción, de dolor y alivio: se habían convertido en el marco de referencia de su vida. Sin ellos, estaría perdida, como una oveja sin su pastor, como un devoto sin fe…, como un Jinete sin su dragón.
Por desgracia, aquel ritual en particular acababa siempre del mismo modo: con otro contacto del hierro.
Ella gritó y se mordió la lengua, y se le llenó la boca de sangre.
Tosió, intentando aclararse la garganta, pero había demasiada sangre y empezó a ahogarse. Los pulmones le ardían por la falta de aire, y veía las líneas del techo cada vez más temblorosas y borrosas.
Entonces hasta la mente le falló y desapareció todo, hasta la oscuridad.
Más tarde, Galbatorix volvió a hablarle, mientras los hierros se calentaban.
Eso también se había convertido en parte de su ritual.
Le había curado la lengua —o al menos ella pensó que había sido él, y no Murtagh—, porque dijo:
—No nos iría nada bien que no pudieras hablar, ¿no? ¿Cómo si no voy a saber cuándo estás lista para convertirte en mi sierva?
Una vez más, el rey se sentó a su derecha, en el extremo de su campo visual, donde todo lo que podía ver de él era una sombra dorada y su silueta semioculta tras la larga y pesada capa.
—Conocí a tu padre, ¿sabes? Cuando servía en la residencia principal de Enduriel —dijo Galbatorix—. ¿Te lo contó?
Ella se encogió de hombros y cerró los ojos, sintiendo las lágrimas que le caían por las comisuras. Odiaba tener que escucharle. Tenía una voz demasiado poderosa, demasiado sugerente, que le impelía a hacer todo lo que deseara con tal de oírle pronunciar la mínima expresión de complacencia.
—Sí —murmuró.
—En aquel tiempo apenas me fijé en él. ¿Por qué iba a hacerlo?
Era un siervo, nada importante. Enduriel le dio cierta libertad, para poder gestionar mejor los asuntos de su finca…, una libertad excesiva, según parece. —El rey hizo un gesto despreciativo, y la luz iluminó su mano delgada como una garra—. Enduriel siempre fue demasiado permisivo. El que era astuto era su dragón; Enduriel se limitaba a hacer lo que le decían… Qué curiosa sucesión de eventos dispuso el destino. Pensar que el hombre que se encargaba de que mis botas estuvieran perfectamente limpias se convertiría en mi peor enemigo después de Brom, y ahora aquí estás tú, su hija, de vuelta en Urû’baen y a punto de ponerte a mi servicio, igual que hizo tu padre.
Qué ironía, ¿no te parece?
—Mi padre huyó, y casi mató a Durza en su huida —le increpó ella—. Todos tus hechizos y juramentos no pudieron retenerle, del mismo modo que tampoco podrán retenerme a mí.
Le pareció que Galbatorix fruncía el ceño.
—Sí, eso fue una desgracia. Durza quedó bastante molesto por aquello. Parece ser que los vínculos familiares llevan a muchos a cambiar de personalidad y hasta de nombre con mayor facilidad. Por eso ahora procuro que ninguno de mis siervos tenga pareja ni descendencia. No obstante, cometes un craso error si crees que vas a poder evitar someterte a mí. De la Sala del Adivino solo se puede salir de dos modos: o jurándome lealtad…, o muriendo.
—Entonces moriré.
—Qué visión más limitada. —La sombra dorada del rey se cernió sobre ella—. ¿Nunca se te ha ocurrido, Nasuada, que el mundo habría estado mucho peor si yo no me hubiera impuesto a los Jinetes?
—Los Jinetes mantenían la paz. Protegían toda Alagaësia de las guerras, de la peste…, de la amenaza de los Sombras. En tiempos de hambruna, llevaban alimento a los que no lo tenían. ¿Cómo iba a ser mejor esta tierra sin ellos?
—Porque sus servicios tenían un precio. Tú, más que nadie, deberías saber que en este mundo todo se paga, sea en oro, en tiempo o en sangre. Nada sale gratis, ni siquiera los Jinetes. Rectifico:
«mucho menos» los Jinetes.
»Porque mantenían la paz, sí, pero también reprimieron a las razas de esta tierra, tanto a los elfos y a los enanos como a los humanos.
¿Qué es lo que se dice siempre en recuerdo de los Jinetes cuando los bardos lamentan su desaparición? Que su reinado se extendió a lo largo de miles de años, y que durante esa tan cacareada «edad dorada» poco fue lo que cambió, salvo los nombres de los reyes y de las reinas que vivían cómodamente sentados en sus tronos. Pocos eran los motivos de alarma: un Sombra aquí, una incursión de úrgalos allá, una escaramuza entre dos clanes de enanos por una mina que solo ellos querían… Pero en general el orden de las cosas se mantenía igual que en los días en que empezaron a adquirir un papel relevante.
Nasuada oyó el choque del metal contra el metal al remover Murtagh las brasas. Le habría gustado verle la cara y comprobar cómo reaccionaba a las palabras de Galbatorix, pero estaba de espaldas a ella, como era costumbre en él, con la vista puesta en el carbón. El único momento en que la miraba era cuando tenía que aplicarle el metal candente sobre la piel. Ese era su ritual particular, y Nasuada sospechaba que lo necesitaba tanto como ella necesitaba el suyo.
Galbatorix seguía hablando:
—¿No te parece eso la mayor maldad del mundo, Nasuada? La vida es cambio, y sin embargo, los Jinetes lo reprimieron, dejándolo todo en un incómodo letargo, incapaz de sacudirse las cadenas que la ataban, incapaz de avanzar o retroceder como dicta la naturaleza…, incapaz de convertirse en algo nuevo. Yo he visto con mis propios ojos pergaminos en las cámaras de Vroengard y aquí mismo, en las cámaras de Ilirea, que detallan descubrimientos (mágicos, mecánicos y de todos los campos de la filosofía natural), descubrimientos que los Jinetes mantuvieron ocultos porque tenían miedo de lo que pudiera ocurrir si todas aquellas cosas llegaban a conocimiento de todo el mundo. Los Jinetes eran unos cobardes apegados a un viejo modo de vida y de pensamiento, decididos a defenderlo hasta su último aliento.
La suya fue una tiranía blanda, pero una tiranía al fin y al cabo.
—Y la solución fue el asesinato y la traición, ¿verdad? —espetó Nasuada, indiferente a si aquello le supondría un mayor castigo o no.
Él se rio como si aquello le hubiera hecho gracia de verdad.
—¡Qué hipocresía! Me condenas por lo mismo exactamente que tú quieres hacer. Si pudieras, me matarías aquí mismo, como a un perro rabioso.
—Tú eres un traidor; yo no.
—Yo soy el vencedor. A fin de cuentas, es lo único que importa. No somos tan diferentes como te crees tú, Nasuada. Tú deseas matarme porque crees que mi muerte supondría un beneficio para Alagaësia, y porque tú (que no eres más que una niña) te crees que puedes hacerlo mejor que yo al frente del Imperio. Tu arrogancia hará que otros te desprecien. Pero yo no, porque te entiendo. Me alcé en armas contra los Jinetes por esos mismos motivos, y acerté al hacerlo.
—¿Así que la venganza no tuvo nada que ver en ello?
A Nasuada le pareció ver una sonrisa en su rostro.
—Puede que aquello me sirviera de inspiración, pero entre mis motivaciones no se cuentan ni el odio ni la venganza. No me gustaba ver en qué se habían convertido los Jinetes, y estaba convencido (como aún lo estoy) de que hasta que no nos libráramos de ellos no podríamos prosperar como raza.
Por un momento, el dolor de sus heridas le impidió hablar siquiera.
Pero luego consiguió susurrar:
—Si lo que dices es cierto…, y no tengo ningún motivo para creerte, pero si lo fuera, no eres mejor que los Jinetes. Saqueaste sus bibliotecas y te hiciste con sus conocimientos, y hasta ahora no has compartido todos esos conocimientos con nadie.
Galbatorix se le acercó y Nasuada sintió su aliento sobre la oreja.
—Eso se debe a que, entre sus innumerables secretos, encontré indicios de una verdad más profunda, una verdad que podría aportar una respuesta a una de las preguntas más desconcertantes de la historia.
Ella sintió un escalofrío en la columna.
—¿Qué… pregunta?
Él se recostó en la silla y tiró del borde de su capa.
—La pregunta de cómo puede imponer las leyes un rey o una reina cuando entre sus súbditos hay quien puede usar la magia. Cuando me di cuenta de adónde apuntaban esos indicios, dejé todo lo demás de lado y me dediqué a la búsqueda de esa verdad, de esa respuesta, puesto que estaba seguro de que sería de primordial importancia. Por eso me he guardado para mí los secretos de los Jinetes; he estado muy ocupado con mi búsqueda. Tengo que hallar la respuesta a este problema antes de dar a conocer cualquiera de los otros descubrimientos. Las tribulaciones del mundo ya son muchas, y más vale calmar las aguas antes de volver a agitarlas… Tardé casi cien años en encontrar la información que necesitaba, y ahora que la tengo, la usaré para remodelar toda Alagaësia.
»La magia es la gran injusticia del mundo. No sería tan injusta si solo tuvieran esa habilidad los débiles, ya que entonces sería una compensación para cualquier oportunidad o circunstancia perdida, pero no es así. Los fuertes tienen la misma probabilidad de ser capaces de usar la magia, y además le sacan mayor partido. Solo hay que ver a los elfos. Y no se trata únicamente de un problema entre individuos; también afecta a las relaciones entre las razas. A los elfos les resulta más fácil mantener el orden en el seno de su sociedad porque casi todos ellos saben usar la magia, por lo que pocos están a merced de otros. En este aspecto tienen suerte, pero no es nuestro caso, ni el de los enanos, ni siquiera el de los malditos úrgalos. Podemos vivir en Alagaësia solo porque los elfos nos lo han permitido. Si quisieran, podrían habernos barrido de la faz de la Tierra con la misma facilidad que una crecida se lleva un hormiguero. Pero eso no sucederá mientras yo esté aquí para plantarles cara.
—Los Jinetes nunca les habrían permitido matarnos ni desterrarnos.
—No, pero mientras existieran los Jinetes, dependíamos de su voluntad, y no está bien que tengamos que confiar en otros para estar a salvo. Los Jinetes nacieron como medio para mantener la paz entre elfos y dragones, pero al final su principal objetivo se convirtió en imponer la ley en todo el territorio. Sin embargo, han demostrado que no están a la altura de una tarea de tales dimensiones, a diferencia de mis hechiceros, los Mano Negra. El problema es demasiado complejo como para que un único grupo lo resuelva. Mi propia vida es prueba de ello. Aunque hubiera un grupo de hechiceros dignos de confianza y lo suficientemente poderosos como para controlar al resto de los magos de Alagaësia e intervenir al mínimo indicio de una conducta impropia, dependeríamos de los mismos individuos cuyo poder estaríamos intentando limitar. Al final, el territorio no estaría más seguro de lo que está ahora. No, para solucionar este problema hay que afrontarlo a un nivel más profundo y fundamental. Los antiguos sabían cómo hacerlo, y ahora también yo.
Galbatorix cambió de posición en la silla, y Nasuada percibió un brillo penetrante en su ojo, como el de un farol colocado en las profundidades de una cueva.
—Me encargaré de que ningún mago sea capaz de causar ningún daño a otro individuo, sea humano, enano o elfo. Nadie podrá lanzar un hechizo a menos que tenga permiso, y solo los magos con intenciones benignas lo tendrán. Incluso los elfos deberán someterse a este precepto, y aprenderán a medir sus palabras con cuidado o a no hablar en absoluto.
—¿Y quién se encargará de darles permiso? —preguntó ella—. ¿Quién decidirá lo que está permitido y lo que no? ¿Tú?
—Alguien tiene que hacerlo. He sido yo quien se ha dado cuenta de lo que se necesita, quien ha descubierto los medios y quien los pondrá en funcionamiento. ¿Te parece ridículo? Bueno, hazte una pregunta, Nasuada: ¿he sido un mal rey? Sé sincera. En comparación con mis antecesores, no me he excedido.
—Has sido cruel.
—Eso no es lo mismo… Tú has dirigido a los vardenos; conoces el peso del mando. Sin duda te habrás dado cuenta de la amenaza que supone la magia para la estabilidad de cualquier reino. Te pondré un ejemplo: he pasado más tiempo trabajando en los encantos para evitar la forja de la moneda del reino que en ninguna otra tarea. Y sin embargo, seguro que hay algún hechicero avispado que ha encontrado el modo de sortear mis barreras y que se está encargando de fabricar sacos de monedas de plomo con las que puede engañar a nobles y campesinos. ¿Por qué crees, si no, que he tomado tantas precauciones para restringir el uso de la magia por todo el Imperio?
—Porque te supone una amenaza.
—¡No! Ahí te equivocas de pleno. No es ninguna amenaza para mí.
Nadie ni nada puede serlo. No obstante, los hechiceros sí son una amenaza para el buen funcionamiento de este reino, y eso no voy a tolerarlo. Una vez que haya sometido a todos los magos del mundo a las leyes del reino, imagínate la paz y la prosperidad que se impondrán. Los hombres y los enanos no tendrán que temer ya nunca a los elfos. Los Jinetes ya no podrán imponer su voluntad sobre los demás. Los que no sean capaces de usar la magia ya no serán presa fácil para los que sí la sepan usar… Alagaësia se transformará, y con esa seguridad recién hallada construiremos un mañana extraordinario, un futuro del que podrías ser parte.
»Ponte a mi servicio, Nasuada, y serás testigo privilegiado de la creación de un mundo como nunca lo ha habido, un mundo en el que la vida de un hombre dependerá de la fuerza de su cuerpo y de la inteligencia de su mente, y no de si ha tenido la suerte de recibir poderes mágicos. El hombre puede potenciar la fuerza de su cuerpo y la habilidad de su mente, pero nunca aprenderá a usar la magia si no posee esa habilidad desde el nacimiento. Como te he dicho, la magia es la gran injusticia, y por el bien de todos, impondré límites a todos los magos del mundo.