Authors: Christopher Paolini
Era imposible saber qué hora era, pero Eragon supuso que solo debían de llevar unas cuantas horas cautivos, pues no sentía necesidad de comer ni de beber, ni siquiera de aliviarse. Pero eso no duraría mucho, y entonces el malestar sería mucho peor.
El dolor que sentía en las muñecas hacía que cada minuto le pareciera insoportablemente largo. De vez en cuando, Arya y él se miraban e intentaban comunicarse, pero sus esfuerzos eran en vano.
Dos veces vio que las heridas de las muñecas empezaban a cerrarse, y volvió a tirar de las cadenas, pero sin conseguir nada. Lo único que podían hacer Arya y él era resistir. Pero cuando Eragon ya empezaba a dudar de que apareciera alguien, oyeron el tañido de unas campanas y las puertas que se encontraban a ambos lados del altar se abrieron. Eragon tensó todos los músculos del cuerpo, inquieto, y clavó la mirada en las puertas, igual que hizo Arya.
Pasó un minuto que se hizo eterno.
Las mismas campanas de antes volvieron a sonar con unos tañidos insistentes y desagradables, y la sala se llenó con un eco insoportable. Por las puertas entraron tres novicios: unos jóvenes con ropajes dorados que sostenían una estructura metálica de la cual pendían unas campanas. Detrás de ellos aparecieron veinticuatro personas, entre hombres y mujeres, todos ellos tullidos y ataviados con unos vestidos de cuero negro que resaltaban sus cuerpos deformes. Por fin, en último lugar, desfilaron seis esclavos con el cuerpo untado con aceite que transportaban, en andas, a un personaje sin brazos, sin piernas, sin dientes y, aparentemente, de un género indeterminado: el sumo sacerdote de Helgrind. En la cabeza llevaba un penacho de casi un metro de alto, lo cual solo acentuaba su cuerpo mutilado.
Los sacerdotes y los novicios se colocaron alrededor del mosaico circular del suelo, mientras que los esclavos depositaban con cuidado las parihuelas encima del altar que presidía la sala. Luego, los tres jóvenes novicios, atractivos y sanos, hicieron sonar las campanas otra vez en un estruendo discordante mientras los sacerdotes empezaban a entonar una frase que parecía pertenecer a algún extraño ritual. A Eragon le pareció distinguir que pronunciaban los nombres de los tres picos de Helgrind: Gorm, Ilda y Fell Angvara.
El sumo sacerdote miró a Eragon y a Arya con ojos que parecían puntas de obsidiana.
—Bienvenidos a la morada de Tosk —dijo, distorsionando las palabras a causa de sus labios atrofiados—. Dos veces has invadido nuestros santuarios, Jinete de Dragón. No tendrás la oportunidad de hacerlo otra vez… Galbatorix desea que preservemos tu vida y te enviemos a Urû’baen. Cree que podrá obligarte a que te pongas a su servicio. Sueña con hacer resucitar a los Jinetes y hacer revivir la raza de los dragones. Yo opino que sus sueños son una locura. Eres demasiado peligroso, y no queremos que los dragones resurjan de nuevo. Es creencia común que nosotros adoramos Helgrind, pero eso es una mentira que contamos para ocultar la verdadera naturaleza de nuestra religión. No es Helgrind lo que adoramos, sino a los Antiguos que hicieron de ella su hogar. A ellos sacrificamos nuestra carne y nuestra sangre. Los Ra’zac son nuestros dioses, Jinete de Dragón.
Los Ra’zac y los Lethrblaka.
Un terror infinito invadió a Eragon.
El sumo sacerdote le escupió, y una larga baba le quedó colgando del inerte labio inferior.
—No existe tortura suficiente para castigar el crimen que has cometido, Jinete. Has matado a nuestros dioses, tú y ese maldito dragón que va contigo. Por ello, debes morir.
El chico se debatió en las cadenas e intentó gritar, a pesar de la mordaza. Si hubiera podido hablar, habría intentado ganar tiempo contando cuáles habían sido las últimas palabras de los Ra’zac, o amenazando con una venganza de Saphira. Pero sus captores no parecían interesados en quitarle la mordaza.
El sumo sacerdote esbozó una repugnante sonrisa que dejó al descubierto sus encías grises.
—No podrás escapar, Jinete. Las piedras de esta sala tienen un conjuro destinado a atrapar a cualquiera que intente profanar nuestro templo o robar nuestros tesoros, incluso a alguien como tú. Tampoco queda nadie que pueda rescatarte. Dos de tus compañeros han muerto: sí, incluso esa bruja entrometida, y Murtagh no sabe nada de tu presencia aquí. Hoy es el día de tu condena, Eragon
Asesino de Sombra
.
Entonces el sumo sacerdote echó la cabeza hacia atrás y emitió un desagradable silbido.
Por la puerta que quedaba a la izquierda del altar aparecieron cuatro esclavos con el pecho al descubierto que transportaban sobre sus espaldas una plataforma con unas copas muy grandes. Contenían dos objetos ovalados de unos cuarenta centímetros de alto y quince de ancho. Tenían un color azulado y mostraban unos puntitos en toda su superficie, como la piedra arenisca.
En cuanto los vio, Eragon sintió que el tiempo se detenía. «No pueden ser…», pensó. Pero el huevo de Saphira era liso, y tenía unas vetas parecidas a las del mármol. Fueran lo que fueran, esos objetos no eran huevos de dragón. Las otras alternativas todavía lo aterrorizaban más.
—Puesto que mataste a los Antiguos —dijo el sumo sacerdote—, es justo que seas el alimento de su renacer. No mereces un honor tan grande, pero eso complacerá a los Antiguos, y nosotros solo deseamos satisfacer sus deseos. Somos sus fieles sirvientes, y ellos son nuestros crueles e implacables maestros. El dios de las tres caras: los cazadores de hombres, los comedores de carne y los bebedores de sangre. A ellos les ofrecemos nuestros cuerpos con la esperanza de que nos sean revelados los misterios de esta vida y de que se nos absuelva de nuestras transgresiones. Tal como escribió Tosk, que así sea.
Los sacerdotes exclamaron todos a la vez:
—Tal como escribió Tosk, que así sea.
El sumo sacerdote asintió con la cabeza.
—Los Antiguos siempre han morado en Helgrind, pero en los tiempos del padre de mi abuelo, Galbatorix robó sus huevos, mató a los jóvenes y obligó a todos a jurarle lealtad bajo amenaza de acabar con su raza por entero. Perforó las cuevas y los túneles que han utilizado desde entonces, y a nosotros, sus devotos, nos encargó la custodia de los huevos, para que los vigiláramos, los guardáramos y los cuidáramos hasta que fueran necesarios. Esto es lo que hemos hecho, y nadie podrá encontrar una falla en el servicio que hemos prestado.
»Pero oramos para que Galbatorix sea un día derrocado, pues nadie debe doblegar a los Antiguos a su voluntad. Eso sería una abominación. —La deforme criatura se lamió los labios, y Eragon vio, con repugnancia, que le faltaba un trozo de lengua—. También deseamos que tú desaparezcas, Jinete. Los dragones eran los mayores enemigos de los Antiguos. Sin ellos, y sin Galbatorix, no habrá nadie que pueda impedirles devorar todo lo que quieran y donde quieran.
Mientras el sumo sacerdote hablaba, los cuatro esclavos que lo portaban en la plataforma avanzaron lentamente y lo depositaron con cuidado encima del mosaico circular, a pocos metros de Eragon y de Arya. Cuando lo hubieron hecho, lo saludaron con un respetuoso gesto de cabeza y desaparecieron por la misma puerta por donde habían entrado.
—¿Quién podría pedir algo mejor que servir de alimento a un dios?
—preguntó el sumo sacerdote—. Alegraos, los dos, pues hoy recibís la bendición de los Antiguos, y con vuestro sacrificio, vuestros pecados serán lavados y entraréis en la vida del más allá como recién nacidos.
Entonces el sumo sacerdote y sus seguidores levantaron la cabeza hacia el techo y empezaron a cantar una extraña canción que a Eragon le costaba entender. Se preguntó si estarían cantando en el dialecto de Tosk. En algunos momentos le parecía distinguir algunas palabras del idioma antiguo, quizá mal pronunciadas y mal colocadas, pero del idioma antiguo.
Cuando dieron por terminada la grotesca reunión, después de entonar conjuntamente otra vez «Tal como Tosk escribió, que así sea», los tres novicios hicieron sonar las campanas sumidos en un éxtasis de fervor religioso. El ruido fue tan estridente que parecía que el techo fuera a venirse abajo. Sin dejar de tañer las campanas, los novicios salieron de la sala. Los veinticuatro sacerdotes los siguieron, y entonces, cerrando la procesión, desfiló su tullido señor transportado sobre las andas por los seis esclavos untados en aceite.
La puerta se cerró detrás de ellos con un siniestro sonido y se oyó el ruido de una pesada barra de metal que la atrancaba por el otro lado.
Eragon miró a Arya. Los ojos de la elfa tenían una expresión desesperada: ella tampoco tenía ni idea de cómo escapar de allí. Miró hacia arriba otra vez y tiró de la cadena con fuerza. Las heridas de las muñecas se le volvieron a abrir y lo salpicaron de sangre.
Delante de ellos, el huevo que quedaba más a la izquierda empezó a balancearse de un lado a otro ligeramente. Parecía que se oía un suave golpeteo en su interior, como si lo golpearan con un martillo diminuto.
Eragon se sintió invadido por un profundo terror. De todas las muertes imaginables, ser comido en vida por un Ra’zac era, con mucha diferencia, la peor. Tiró de las cadenas con mayor fuerza si cabe, mordiendo la mordaza para soportar el dolor que sentía en los brazos, pero este era tan grande que la visión se le nublaba.
A su lado, Arya también se debatía con las cadenas. Los dos luchaban en silencio por liberarse.
Y el tap-tap-tap en el interior del huevo azul oscuro continuaba.
«No sirve de nada», pensó Eragon. La cadena no cedía. En cuanto lo aceptó, se le hizo evidente que le sería imposible no recibir un daño mayor que el que ya sufría. La única cuestión era si sería algo de fuera el causante del mal o si sería él mismo quien decidiera sus heridas. «Por lo menos, tengo que salvar a Arya.»
Observó los grilletes de hierro que le atenazaban las muñecas.
«Puedo romperme los pulgares, y así quizá pueda sacar las manos.
Así, tal vez, podría luchar. Quizá pueda coger un trozo de cáscara del huevo de Ra’zac y utilizarlo como cuchillo.» Si conseguía algo con qué cortar, también podría cercenarse las piernas. Pero esa idea era tan aterradora que la ignoró. «Lo único que tengo que hacer es salir del círculo de piedras.» Entonces podría emplear la magia y detener el dolor y la pérdida de sangre. Solo tardaría unos minutos en llevar a cabo lo que estaba planeando, pero sabía que serían los minutos más largos de su vida.
Inhaló profundamente, preparándose. «Primero la mano izquierda.»
Pero antes de que empezara, Arya chilló.
Eragon la miró y una exclamación se le ahogó en la garganta en cuanto vio los dedos de su mano derecha. Se había desollado la piel, como si se hubiera quitado un guante y este le hubiera quedado colgando a la altura de las uñas, y se le veían los huesos blancos entre el escarlata de los músculos. Eragon gritó con ella cuando la elfa sacó la mano por la argolla, arrancándose la piel y la carne. El brazo le cayó, inerte, a un lado del cuerpo, salpicando un chorro de sangre en el suelo y sobre sus piernas.
A Eragon se le llenaron los ojos de lágrimas y la llamó a gritos a pesar de la mordaza, pero la elfa no parecía oírle.
Y justo cuando Arya se preparaba para repetir el proceso con la otra mano, se abrió la puerta que quedaba a la derecha del altar y uno de los novicios entró en la sala. Al verlo, Arya dudó un instante, aunque Eragon sabía que se arrancaría la mano de la argolla en cuanto hubiera la más mínima señal de peligro.
El joven miró a Arya de reojo y luego se dirigió con sigilo al centro del círculo de mosaico sin dejar de mirar con aprehensión el huevo, que seguía balanceándose a un lado y a otro. Era un joven delgado, de ojos grandes y rasgos delicados. A Eragon le pareció evidente que le habían elegido como novicio por su aspecto.
—Mirad —susurró el joven—. He traído esto. —Y se sacó una lima, un cincel y un mazo de madera de debajo de la túnica—. Si os ayudo, tenéis que llevarme con vosotros. Ya no soporto estar aquí más tiempo. Lo odio. ¡Es horrible! ¡Prometedme que me llevaréis con vosotros!
Sin esperar a que el joven terminara de hablar, Eragon ya estaba asintiendo con la cabeza. Pero al ver que el novicio empezaba a ir hacia él, soltó un gruñido e indicó a Arya con un gesto de la cabeza.
El joven tardó unos segundos en comprender.
—Ah, sí —murmuró, y se dirigió hacia la elfa.
Eragon mordió la mordaza con rabia al ver la lentitud del joven.
Pronto, el seco ruido de la lima ahogó el golpeteo del interior del huevo. Eragon se esforzó por observar los avances del novicio, que había empezado a seccionar la cadena que sujetaba la mano izquierda de Arya. «¡Mantén la lima en el mismo eslabón todo el rato, estúpido!» Eragon estaba furioso. Parecía que aquel novicio no hubiera utilizado nunca una lima, y dudó que tuviera la fuerza o la resistencia necesarias para cortar ni siquiera un hilo de metal.
Arya colgaba sin fuerzas de la cadena mientras el joven continuaba trabajando. El pelo le cubría el rostro. De vez en cuando, unos temblores le sacudían el cuerpo, y la sangre de la mano derecha no cesaba de manar.
Para desesperación de Eragon, la lima no estaba dejando ninguna marca en la cadena. Fuera cual fuera el conjuro que protegía ese metal, era demasiado fuerte para que algo tan simple como una lima lo superara. El novicio resopló, malhumorado ante la falta de progreso.
Se detuvo un momento para secarse el sudor de la frente y luego, con el ceño fruncido, volvió a empezar. Los brazos le temblaban, su respiración se había vuelto agitada, y la túnica ondeaba con fuerza siguiendo sus movimientos.
«¿No te das cuenta de que no va a funcionar? —pensó Eragon—. Prueba con el cincel en las argollas de los tobillos.»
El joven continuó trabajando en el mismo punto.
Entonces se oyó un crujido que resonó en toda la sala. Se había abierto una fisura en el oscuro huevo, que al poco se hizo más grande y, a partir de ella, se abrieron una serie de finas grietas por toda la superficie. Entonces el segundo huevo también empezó a balancearse y a emitir un golpeteo que, unido al del primero, marcaba un ritmo enloquecido.
El novicio, al darse cuenta de ello, palideció, soltó la lima y se apartó de Arya. Negando con la cabeza, dijo:
—Yo… lo siento. Es demasiado tarde. —Hizo una mueca y el rostro se le llenó de lágrimas—. Lo siento.
Eragon se alarmó todavía más al ver que el joven se sacaba una daga de debajo de la túnica.