Authors: Christopher Paolini
Al segundo día, durante su lección de la mañana con Glaedr, Eragon le dijo:
Maestro, cuando llegué a Farthen Dûr con los vardenos, los Gemelos me pusieron a prueba: quisieron conocer el alcance de mi conocimiento del idioma antiguo y de la magia en general.
Ya le contaste eso a Oromis. ¿Por que me lo vuelves a contar a mí?
Porque, se me ha ocurrido que… los Gemelos me pidieron que conjurara la réplica de un anillo de plata. En ese momento yo no sabía cómo hacerlo. Arya me lo explicó después: me dijo que, con el idioma antiguo, se podía conjurar la esencia de cualquier cosa o ser. Pero Oromis nunca habló de ello, y yo me pregunto… ¿por qué no?
Glaedr emitió algo parecido a un suspiro.
Conjurar la réplica de un objeto es una clase de magia muy difícil.
Para que funcione, uno tiene que conocer todo aquello que es importante en referencia a ese objeto, igual que sucede para poder adivinar el verdadero nombre de una persona o de un animal. Además, tiene poca utilidad práctica. Y es peligroso. Muy peligroso. Es un hechizo que no se puede realizar como un proceso continuado que uno pueda interrumpir en cualquier momento. O bien uno consigue conjurar ese reflejo del objeto…, o bien falla y muere. No tenía ningún sentido que Oromis te hiciera intentar una cosa tan arriesgada; además, por otro lado, tú tampoco habías avanzado tanto en tus estudios para poder, ni siquiera, hablar del tema.
Eragon se dio cuenta en ese momento de lo enojada que debió de haber estado Arya con los Gemelos por haber conjurado la réplica del anillo. Volviendo a dirigirse a Glaedr, dijo:
Me gustaría probarlo ahora.
En cuanto lo hubo dicho, Eragon sintió toda la energía de la atención de Glaedr sobre él.
¿Por qué?
Necesito saber si tengo ese nivel de conocimiento.
Repito:
¿por qué?
Incapaz de explicarlo con palabras, Eragon vertió el desorden de pensamientos que le rondaban por la cabeza en la conciencia de Glaedr. Cuando terminó, el dragón permaneció callado un rato, reflexionando sobre toda esa información.
Entiendo que
—dijo por fin—,
para ti, hacerlo es igual a derrotar a Galbatorix. ¿Crees que si eres capaz de hacerlo y sobrevives podrás vencerlo a él?
Sí
—respondió Eragon, aliviado. No había podido poner en palabras sus motivos, pero era exactamente eso.
¿Y estás decidido a probarlo?
Sí, maestro.
Puedes morir
—le recordó Glaedr.
Lo sé.
¡Eragon!
—oyó que exclamaba Saphira en ese momento. Sus pensamientos le llegaban muy débiles, pues la dragona se encontraba volando a gran altura por encima del campamento, vigilando, mientras él estudiaba con Glaedr—.
Es demasiado peligroso. No lo permitiré.
Tengo que hacerlo
—respondió Eragon, decidido pero con calma.
Glaedr, dirigiéndose a Saphira y también a Eragon, intervino:
Si él insiste, será mejor que lo intente mientras yo pueda vigilarlo.
Si sus conocimientos fallan, quizá yo pueda ofrecer la información necesaria y salvarlo.
Saphira soltó un gruñido —un sonido enojado y grave que llenó la mente de Eragon— y en ese momento se oyó, fuera de la tienda, un fuerte vendaval de aire y los gritos de los hombres y los elfos que se encontraban cerca. La dragona aterrizó en el suelo con tanta fuerza que la tienda tembló. Al cabo de un segundo ya había metido la cabeza dentro y miraba a Eragon con enojo. Saphira estaba jadeando, y el aire que salía de sus fosas nasales olía a carne quemada y le provocaba escozor en los ojos.
Eres tan tozudo como un kull
—le dijo la dragona.
Igual que tú.
Saphira arrugó un labio, como si quisiera volver a gruñir.
¿A qué esperamos? ¡Si vas hacerlo, acabemos rápido con ello!
¿Qué quieres conjurar?
—preguntó Glaedr—.
Tiene que ser algo que conozcas íntimamente.
Eragon miró a su alrededor, hacia los objetos que había en el interior de la tienda, y al final bajó los ojos hasta el anillo con el zafiro que llevaba en la mano derecha.
Aren.
Se había quitado el anillo de Brom muy pocas veces desde que Ajihad se lo había dado, pues ya se había convertido en parte de su cuerpo. Había pasado muchas horas observándolo, y se sabía de memoria todas sus curvas y facetas. Cerrando los ojos era capaz de visualizarlo a la perfección, sin perder detalle. Pero, aparte de eso, desconocía muchas cosas del anillo: su historia, cómo lo habían fabricado los elfos y, en última instancia, si había o no algún hechizo en él.
No… Aren no.
Entonces sus ojos se encontraron con la empuñadura de
Brisingr
, que estaba apoyada en el catre.
—
Brisingr
—murmuró
De repente, la hoja de la espada pareció emitir un sonido sordo y el arma entera sobresalió un par de centímetros de la funda, como si la hubieran empujado por debajo, y unas pequeñas llamas emergieron del interior y rodearon la base de la empuñadura. Enseguida, tan pronto como pasó el efecto del impremeditado hechizo de Eragon, las llamas se extinguieron rápidamente y la espada volvió a caer en el interior de la funda.
«Sí,
Brisingr
», pensó, seguro de haber elegido bien. La espada había sido forjada gracias a la habilidad de Rhunön, pero él mismo había sujetado las herramientas, y había tenido su mente unida a la del herrero durante todo el proceso. Si había algún objeto que Eragon conocía por completo, ese era su espada.
¿Estás seguro?
—preguntó Glaedr.
Él asintió con la cabeza, pero enseguida se dio cuenta de que el dragón no podía verlo.
Sí, maestro… Pero tengo una pregunta: ¿es
Brisingr
el verdadero nombre de la espada, y si no lo es, necesito saber el nombre verdadero para que funcione el conjuro?
Brisingr es el nombre del fuego, como bien sabes. El verdadero nombre de tu espada es, sin duda, muchísimo más complicado, aunque es muy posible que incluya la palabra «
Brisingr
» en su descripción. Si lo deseas, puedes referirte al verdadero nombre de la espada, pero también puedes llamarla «espada» y obtener el mismo resultado, siempre y cuando mantengas toda tu atención en el conocimiento de ella. El nombre es simplemente una etiqueta de ese conocimiento, y no hacen falta etiquetas para utilizar el conocimiento.
Es una distinción sutil, pero importante. ¿Comprendes?
Sí.
Entonces, hazlo como desees.
Eragon dedicó unos segundos a concentrarse. Localizó el punto concreto de su mente que guardaba sus reservas de energía y las canalizó en la palabra que pronunciaba mientras concentraba su mente en todo lo que sabía de la espada:
—¡Brisingr!
De inmediato, sintió que sus fuerzas lo abandonaban. Alarmado, intentó decir algo, moverse, pero el hechizo lo tenía inmovilizado. No podía ni pestañear ni respirar.
A diferencia de la vez anterior, las llamas no envolvieron la espada, sino que esta titiló como un reflejo en el agua. Y entonces, justo al lado, apareció una réplica transparente: un reflejo perfecto de
Brisingr
sin la funda. Mostraba las mismas formas perfectas que la espada verdadera —Eragon nunca había visto una mácula en ella—, pero parecía ser, incluso, más refinada. Era como si estuviera viendo la idea de la espada, una idea que ni siquiera Rhünon, a pesar de toda su experiencia en trabajar el metal, podría percibir.
En cuanto la imagen fue plenamente visible, Eragon pudo moverse y respirar de nuevo. Mantuvo el conjuro durante varios segundos para poder contemplar la maravilla de esa visión, y luego lo liberó. Poco a poco, el fantasmal reflejo de la espada se fue desvaneciendo hasta desaparecer.
De un modo inesperado, el interior de la tienda se tornó oscuro.
Entonces, Eragon se dio cuenta de que Saphira y Glaedr estaban ejerciendo presión sobre su conciencia, observando con suma atención cada uno de los pensamientos que le pasaban por la mente.
Los dos dragones sufrían una tensión que el chico no había conocido en ellos hasta ese momento. Si le hubiera dado un golpecito a Saphira, la dragona hubiera empezado a dar vueltas en redondo a causa del sobresalto.
Y si yo te diera un golpecito a ti, te derrumbarías
—repuso ella.
Eragon sonrió y fue a tumbarse en el catre, cansado.
Glaedr también se relajó, y ese acto produjo en la mente de Eragon un sonido como el del viento acariciando una llanura desolada.
Lo has hecho bien, Asesino de Sombra
. —La aprobación de Glaedr sorprendió a Eragon, pues, desde que iniciaron su formación, lo había alabado muy pocas veces—.
Pero no lo intentaremos de nuevo
.
Eragon se estremeció y se frotó los brazos para mitigar el frío que sentía en todo el cuerpo.
De acuerdo, maestro.
No era una experiencia que tuviera ganas de repetir. A pesar de ello, no podía negar que había sentido una profunda satisfacción.
Había demostrado sin dejar lugar a dudas que había una cosa, por lo menos, que podía hacer de la mejor forma posible.
Y eso le daba esperanzas.
Al tercer día, por la mañana, Roran y sus compañeros llegaron al campamento de los vardenos. Todos estaban cansados, heridos y maltrechos por el viaje. El regreso de Roran consiguió sacar a los vardenos del sopor en que se encontraban durante unas cuantas horas, pues tanto él como sus compañeros fueron recibidos como héroes, pero pronto el aburrimiento se instaló de nuevo en el campamento.
Eragon se sintió muy aliviado al ver a su primo otra vez. Ya sabía que se encontraba a salvo, pues lo había visto mentalmente varias veces, pero verlo en persona le quitó de encima una ansiedad que, hasta ese momento, no sabía que soportaba. Roran era el único familiar que le quedaba —Murtagh no contaba, en lo que concernía a Eragon—, y no hubiera podido soportar la idea de perderlo.
Al verlo, se sorprendió de su aspecto. Era de esperar que tanto él como sus compañeros estuvieran agotados, pero Roran parecía mucho más cansado que ellos. Parecía como si hubiera envejecido cinco años en ese viaje. Tenía los ojos enrojecidos y las ojeras oscuras; la frente, surcada de arrugas, y sus movimientos eran rígidos, como si tuviera todo el cuerpo magullado. Además, la barba, que se había quemado, se veía manchada y roñosa.
Los cinco hombres —uno menos que los que se habían marchado
— fueron a visitar a los sanadores de
Du Vrangr Gata
. Los hechiceros les curaron las heridas. Luego se presentaron ante Nasuada, en su pabellón.
Nasuada elogió su valentía y despidió a todos los hombres, excepto a Roran, a quien le pidió que le explicara con detalle su viaje de ida y vuelta a Aroughs, así como la captura de la ciudad. Roran tardó bastante tiempo en contárselo todo, pero tanto Nasuada como Eragon —que estaba de pie a la derecha de ella— escucharon el relato con atención, absortos en algunos momentos y con horror en otros. Cuando terminó, Nasuada sorprendió a ambos al anunciar que designaba a Roran jefe de uno de los batallones de los vardenos.
Eragon hubiera esperado que a su primo esa noticia le complaciera, pero se dio cuenta de que este fruncía el ceño con expresión adusta.
A pesar de todo, Roran no objetó nada ni se quejó. Se limitó a asentir con la cabeza y dijo, con su voz ronca:
—Como desees, lady Nasuada.
Más tarde, Eragon acompañó a Roran hasta su tienda. Katrina, que ya los estaba esperando, recibió a su marido con tal efusividad que Eragon tuvo que apartar la vista, incómodo. Luego, los tres, acompañados de Saphira, cenaron juntos, pero Eragon y Saphira se despidieron tan pronto como les fue posible, pues era evidente que a Roran no le quedaban energías para atender a invitados y que Katrina deseaba tenerlo para ella sola.
Mientras Eragon y Saphira recorrían sin prisa el campamento al anochecer, oyeron que alguien gritaba a sus espaldas:
—¡Eragon! ¡Eragon! ¡Espera un momento!
Él se dio la vuelta y vio a Jeod, el erudito, tan delgado y desgarbado como siempre, que corría hacia él con el pelo ondeándole al viento.
—¿Qué sucede? —preguntó el chico, preocupado.
—¡Esto! —exclamó Jeod con los ojos brillantes. Muy excitado, le mostró un pergamino que llevaba en la mano—. ¡Lo he vuelto a hacer, Eragon! ¡He encontrado el camino!