Authors: Christopher Paolini
—Pero no puedes saberlo con seguridad.
Eragon pensó un momento.
—Formularé unos hechizos para resguardar a Katrina, y me encargaré de que Orrin sepa de su existencia. Eso debería frenar cualquier plan que pudiera urdir.
—Te lo agradecería mucho —dijo Roran, ostensiblemente menos tenso.
—También te pondré nuevas protecciones a ti.
—No, ahórrate esfuerzos. Yo puedo cuidarme solo.
Él insistió, pero Roran mantuvo su negativa.
—¡Ya está bien! —explotó Eragon, al final—. Escúchame. Vamos a entrar en combate contra los hombres de Galbatorix. Necesitas «alguna» protección, aunque solo sea contra la magia. ¡Voy a ponerte unas protecciones, te guste o no, así que lo mejor que podrías hacer es sonreír y darme las gracias!
Roran se lo quedó mirando, resopló y levantó las manos.
—Bueno, como quieras. Nunca has sabido cuándo echar atrás.
—Ah, ¿y tú sí?
Su primo chasqueó la lengua, que ocultaba tras una frondosa barba.
—Supongo que no. Debe de ser cosa de familia.
—Mmm. Entre Brom y Garrow, no sé quién era más tozudo.
—Papá, seguro.
—Eh… Brom era tan… No, tienes razón. Lo era Garrow.
Se sonrieron mutuamente, recordando su vida en la granja.
Entonces Roran echó la cabeza atrás y miró a Eragon con más atención.
—Parece que has cambiado.
—¿Sí?
—Sí, has cambiado. Se te ve más seguro de ti mismo.
—Quizá sea porque ahora me conozco mejor que antes.
Roran no tenía respuesta para aquello.
Media hora más tarde, Jörmundur y el rey Orrin llegaron juntos, a caballo. Eragon saludó a Orrin con la misma educación de siempre, pero este le respondió con un saludo escueto y evitó mirarle a los ojos. El aliento le olía a vino, incluso a metros de distancia.
Una vez reunidos todos ante Saphira, Eragon empezó. Primero hizo que todos juraran mantener el secreto en el idioma antiguo. Luego les explicó el concepto del eldunarí a Orik, Roran, Jörmundur y Orrin, y les hizo un resumen de la historia de los corazones de los dragones en manos de los Jinetes y de Galbatorix.
Los elfos se mostraron algo incómodos al ver que Eragon hablaba de los eldunarís ante los demás, pero ninguno protestó, algo que él agradeció. Al menos se había ganado su confianza. Orik, Roran y Jörmundur reaccionaron con sorpresa, incredulidad y decenas de preguntas. A Roran, en particular, se le iluminaron los ojos, como si aquella información le alimentara toda una serie de ideas nuevas sobre cómo matar a Galbatorix.
Durante todo aquel tiempo, Orrin se mostró hosco y poco convencido de la existencia de los eldunarís, y sus dudas no se disiparon hasta que Eragon sacó el corazón de corazones de Glaedr de las alforjas y les presentó el dragón a los cuatro.
La admiración que mostraron al encontrarse con Glaedr confortó a Eragon. Hasta Orrin parecía impresionado, aunque después de intercambiar unas cuantas palabras con Glaedr, se giró y dijo:
—¿Nasuada estaba al corriente?
—Sí. Se lo conté en Feinster.
Tal como esperaba Eragon, aquello molestó a Orrin.
—Así que, una vez más, los dos habéis decidido dejarme de lado.
Sin el apoyo de mis hombres y el alimento de mi pueblo, los vardenos no habrían tenido ninguna esperanza de plantar cara al Imperio. ¡Soy el soberano de uno de los cuatro únicos países de Alagaësia, mi ejército contribuye en una gran proporción a nuestras fuerzas, y ninguno de los dos considerasteis necesario informarme de esto!
Antes de que Eragon pudiera responder, Orik dio un paso adelante.
—A mí tampoco me lo contaron, Orrin —bramó el rey de los enanos—. Y mi pueblo lleva ayudando a los vardenos más tiempo que el tuyo. No deberías ofenderte. Eragon y Nasuada hicieron todo lo que consideraron mejor para nuestra causa; no pretendieron faltar el respeto a nadie.
Orrin hizo un mohín. Parecía que iba a seguir discutiendo, pero Glaedr se le adelantó.
Hicieron lo que yo les pedí, rey de los surdanos. Los eldunarís son el mayor secreto de nuestra raza, y no queremos compartirlo con los demás sin más, ni siquiera con los reyes.
—¿Y entonces por qué has decidido hacerlo ahora? —inquirió Orrin—. Podrías haber entrado en combate sin revelar tu presencia.
Como respuesta, Eragon contó la historia de su viaje a Vroengard, incluido el encuentro con la tormenta en el mar y la vista desde lo alto de las nubes. Arya y Blödhgarm parecían interesadísimos en aquella parte de la historia, mientras que Orik se sentía muy incómodo.
—
Barzûl
, parece una experiencia horrible —dijo—. Me dan escalofríos solo de pensar en ello. El lugar de un enano es tierra firme, no las alturas.
Estoy de acuerdo
—apostilló Saphira, provocando una mueca de desconfianza de Orik, que se retorció los extremos de su barba trenzada.
Eragon prosiguió con su relato y explicó su entrada a la Cripta de las Almas, aunque evitó compartir que para ello habían tenido que usar sus nombres verdaderos. Y cuando por fin les reveló lo que contenía la cripta, todos se quedaron mudos, estupefactos.
—Abrid vuestras mentes —dijo entonces Eragon.
Un momento más tarde, el aire se llenó de un montón de murmullos. Eragon sintió la presencia de Umaroth y de los otros dragones ocultos a su alrededor.
Los elfos se tambalearon y Arya hincó una rodilla en el suelo, apoyándose una mano contra la sien, como si le hubieran dado un golpe. Orik soltó un grito y miró a su alrededor, con los ojos desorbitados, mientras que Roran, Jörmundur y Orrin permanecieron inmóviles, anonadados.
La reina Islanzadí se arrodilló, adoptando una postura muy parecida a la de su hija. Mentalmente, Eragon la oyó hablar con los dragones, saludando a muchos de ellos por su nombre y dándoles la bienvenida como si fueran viejos amigos. Blödhgarm hizo lo mismo, y durante unos minutos hubo un intercambio de pensamientos entre los dragones y los congregados a los pies de la montaña.
La maraña de pensamientos era tal que Eragon se aisló y se retiró, sentándose en una de las patas de Saphira mientras esperaba que el ruido remitiera. Los elfos eran los que más afectados parecían por aquella revelación: Blödhgarm se quedó con la mirada perdida en el infinito, con una expresión extasiada, mientras que Arya seguía arrodillada. A Eragon le pareció ver un reguero de lágrimas en cada pómulo. Islanzadí estaba radiante, y por primera vez desde que se conocían, la vio realmente feliz.
Entonces Orik sacudió la cabeza, como si se despertara de un sueño.
—¡Por el martillo de Morgothal —dijo, mirando a Eragon—, esto da un nuevo giro a los acontecimientos! ¡Con su ayuda, quizá podamos realmente matar a Galbatorix!
—¿Antes no pensabas que pudiéramos hacerlo? —preguntó Eragon, irónico.
—Claro que sí. Solo que no tanto como ahora.
Roran también parecía despertar.
—Yo no… Yo sabía que los elfos y tú lucharíais con todas vuestras fuerzas, pero no creía que pudierais ganar —reconoció, encontrándose con los ojos de Eragon—. Galbatorix ha derrotado a muchos Jinetes, y tú estás solo, y no eres tan mayor. No me parecía posible.
—Lo sé.
—Ahora, en cambio. —Una mirada salvaje invadió los ojos de Roran—. Ahora tenemos una posibilidad.
—Sí —corroboró Jörmundur—. Y ten en cuenta que ahora ya no tendremos que preocuparnos tanto por Murtagh. No es rival para la fuerza combinada de Eragon y los dragones.
Eragon golpeteó con los tacones sobre la pierna de Saphira, sin responder. Tenía otras ideas al respecto. Además, no le gustaba tener que pensar en matar a Murtagh.
Entonces Orrin tomó la palabra:
—Umaroth dice que habéis trazado un plan de ataque. ¿Piensas compartirlo con nosotros,
Asesino de Sombra
?
—Yo también querría oírlo —dijo Islanzadí en un tono más suave.
—Y yo —se apuntó Orik.
Eragon se los quedó mirando un momento y luego asintió.
—¿Tu ejército está listo para el combate? —le preguntó a Islanzadí.
—Lo está. Hemos esperado mucho para vengarnos; no necesitamos esperar más.
—¿Y el nuestro? —preguntó Eragon, dirigiéndose a Orrin, Jörmundur y Orik.
—Mis knurlan están deseosos de combatir —proclamó Orik.
Jörmundur echó una mirada al rey Orrin.
—Nuestros hombres están cansados y hambrientos, pero su voluntad no tiene fisuras.
—¿Y los úrgalos también?
—Ellos también.
—Entonces ataquemos.
—¿Cuándo? —preguntó Orrin.
—Al alba.
Por un momento nadie habló. Roran fue quien rompió el silencio.
—Es fácil decirlo; difícil hacerlo. ¿Cómo?
Eragon se lo explicó.
Cuando acabó, se hizo otro silencio.
Roran se puso de cuclillas y empezó a escribir en la tierra con la punta de un dedo.
—Es arriesgado.
—Pero audaz —dijo Orik—. Muy audaz.
—Ya no quedan vías seguras —dijo Eragon—. Si conseguimos pillar a Galbatorix desprevenido, aunque sea un poco, puede que baste para inclinar la balanza de nuestro lado.
Jörmundur se frotó la barbilla.
—¿Por qué no matamos primero a Murtagh? Eso es lo que no entiendo. ¿Por qué no acabamos primero con él y con Espina, mientras tengamos ocasión?
—Porque entonces Galbatorix sabrá que «existen» —respondió Eragon, señalando hacia donde estaban flotando los eldunarís—. Perderíamos la ventaja del factor sorpresa.
—¿Y la niña? —preguntó Orrin, brusco—. ¿Qué te hace pensar que se adaptará a lo que le pidas? No siempre lo ha hecho.
—Esta vez lo hará —prometió Eragon, demostrando más confianza de la que sentía.
El rey gruñó, poco convencido.
—Eragon —intervino Islanzadí—, lo que propones es genial y terrible a la vez. ¿Estás dispuesto a hacerlo? No te pregunto porque dude de tu entrega o tu valentía, sino porque es algo que no hay que emprender sin haberlo pensado muy bien antes. Así que te pregunto:
¿estás dispuesto a hacer esto, aun sabiendo el coste que puede tener?
Eragon no se puso en pie, pero endureció ligeramente la voz.
—Lo estoy. Hay que hacerlo, y la tarea ha recaído en nosotros.
Cueste lo que cueste, ahora no podemos echarnos atrás.
Como señal de acuerdo, Saphira abrió las mandíbulas unos centímetros y las cerró con un chasquido, como poniendo punto final a la frase.
Islanzadí elevó el rostro hacia el cielo.
—¿Y tú y los que por tu boca hablan también estáis de acuerdo, Umaroth-elda?
Lo estamos
—respondió el dragón blanco.
—Entonces, adelante —murmuró Roran.
Los diez, incluido Umaroth, siguieron hablando una hora más. Orrin no estaba convencido del todo, y había numerosos detalles que fijar: cuestiones de tiempo, lugar y señalización.
Eragon se sintió aliviado cuando Arya dijo:
—Si a ti o a Saphira no os importa, mañana iré con vosotros.
—Nos encantará que vengas —contestó él.
Islanzadí se quedó rígida.
—¿De qué serviría eso? Harás más falta en otros frentes, Arya.
Blödhgarm y los otros hechiceros que les asigné a Saphira y Eragon tienen más conocimientos de magia que tú y más experiencia en combate. Recuerda que lucharon contra los Apóstatas y vivieron para contarlo, cosa que no todos pueden decir. Muchos de los miembros más veteranos de nuestra raza se presentarían voluntarios a ocupar tu puesto. Sería egoísta insistir en ir cuando tenemos a mano a otros más preparados y que desean ir.
—Yo creo que no hay nadie más idóneo para esta tarea que Arya —dijo Eragon con voz reposada—. Y no hay nadie, aparte de Saphira, que prefiera tener a mi lado.
Islanzadí mantuvo la mirada fija en Arya pero se dirigió a Eragon:
—Aún eres joven,
Asesino de Sombra
, y dejas que tus emociones enturbien tu razonamiento.
—No, madre —dijo Arya—. Eres tú quien permites que tus emociones enturbien tu razonamiento. —Se acercó a Islanzadí con pasos largos y ligeros—. Tienes razón, hay otros más fuertes, más sabios y más experimentados que yo. Pero fui yo quien cargué con el huevo de Saphira por Alagaësia, quien ayudó a Eragon contra el Sombra Durza. Y fui yo quien, con ayuda de Eragon, mató al Sombra Varaug en Feinster. Yo también soy una Asesina de Sombra, y sabes bien que juré prestar servicio a nuestro pueblo hace mucho tiempo.
¿Quién, de los nuestros, puede decir lo mismo? Aunque quisiera, no podría evadirme de esta responsabilidad. Preferiría morir. Estoy tan preparada para este reto como cualquiera de nuestros mayores, porque a esto es a lo que he dedicado toda mi vida, igual que Eragon.
—Y «toda tu vida» es un periodo muy corto de tiempo —respondió Islanzadí, que le tocó la cara con mano—. Te has dedicado a combatir a Galbatorix todo este tiempo, desde que murió tu padre, pero sabes poco de la felicidad que puede dar la vida. Y en todos estos años hemos pasado muy poco tiempo juntas: apenas unos cuantos días repartidos a lo largo de un siglo. Hasta que no trajiste a Saphira y a Eragon a Ellesméra no volvimos a hablar como deben hacerlo madre e hija. No quiero volver a perderte tan pronto, Arya.
—No fui yo quien decidió vivir separada —puntualizó ella.
—No —reconoció Islanzadí, que retiró la mano—. Pero fuiste tú quien decidió irse de Du Weldenvarden. No quiero discutir, Arya —añadió, suavizando el gesto—. Entiendo que consideres tu deber ir en esta misión, pero ¿por qué no permites que otro ocupe tu lugar? Te lo pido como un favor personal.
Arya bajó la mirada y se quedó en silencio.
—No puedo permitir que Eragon y Saphira vayan sin mí, del mismo modo que tú no puedes permitir que tu ejército entre en combate sin que estés tú a la cabeza —dijo por fin—. No puedo… ¿Te gustaría que dijeran que tu hija es una cobarde? Los miembros de nuestra familia no son de los que eluden sus obligaciones. No me pidas que lo haga yo.
A Eragon le pareció que el brillo de los ojos de Islanzadí se parecía sospechosamente al de las lágrimas.
—Tienes razón —dijo la reina—, pero enfrentarse a Galbatorix…
—Si tanto miedo tienes —intervino Arya, con el mismo tono amable—, ven conmigo.
—No puedo. Tengo que quedarme a dirigir mis tropas.
—Y yo debo ir con Eragon y Saphira. Pero te prometo que no moriré. —Arya apoyó su mano en el rostro de Islanzadí, igual que había hecho su madre antes—. «No moriré» —repitió, esta vez en el idioma antiguo.