Authors: Christopher Paolini
Mientras lo hacía, vio por el rabillo del ojo que también Arya y Solembum se habían quedado quietos. La única excepción era la herbolaria. Angela se había detenido un segundo justo cuando el ataque había empezado, pero ahora se dirigía hacia Eragon con paso lento.
El sumo sacerdote miraba a Eragon. Sus ojos, hundidos y enrojecidos, se clavaban en él encendidos por el odio y la furia. Si esa criatura hubiera tenido brazos y piernas, a Eragon no le cabía ninguna duda de que habría intentado arrancarle el corazón con las manos.
Pero lo único que podía hacer era mirarlo, y sus ojos eran tan malignos que no se hubiera sorprendido si el tullido hubiera saltado del banco para morderle los tobillos.
A medida que Angela se acercaba, el ataque contra su mente se hacía más intenso. El sumo sacerdote —pues no podía ser otro el responsable— era mucho más hábil que sus súbditos. Mantener un combate mental con cuatro oponentes a la vez y continuar siendo una amenaza para cada uno de ellos era una hazaña impresionante, sobre todo cuando esos oponentes eran un elfo, un Jinete de Dragón, una bruja y un hombre gato. El sumo sacerdote tenía una de las mentes más formidables con que Eragon se había encontrado jamás. De no haber sido por la ayuda de sus compañeros, seguramente habría sucumbido a sus ataques. El sumo sacerdote estaba haciendo cosas que Eragon no había experimentado nunca, como enredar sus pensamientos con los de Arya y los de Solembum hasta el punto de que, en la confusión, Eragon perdía la noción de su propia identidad.
Al fin, Angela llegó hasta los bancos. Pasó al lado de Solembum —que estaba agachado ante el novicio al que había atacado— y por entre los cuerpos de los tres novicios que Eragon había matado. Al ver que la herbolaria se le aproximaba, el sumo sacerdote empezó a retorcerse como un pez colgado del anzuelo, intentando desplazarse por encima del banco para alejarse. Al mismo tiempo que lo hacía, la presión que Eragon sentía contra su mente disminuía, aunque no lo suficiente para permitir que se moviera.
Cuando llegó hasta él, Angela se detuvo. El sumo sacerdote se quedó quieto, jadeando sobre el banco. Durante un minuto, esa criatura de ojos hundidos y la herbolaria clavaron la vista el uno en el otro librando una batalla de voluntades. Al final, el hombre se encogió un poco. Angela sonrió y, dejando caer el puñal, sacó de debajo de su vestido una daga que tenía la hoja del mismo color rojizo del sol poniente. Entonces, inclinándose sobre el sumo sacerdote, susurró en un tono muy muy bajo:
—Deberías saber mi nombre, deslenguado. Si lo hubieras sabido, nunca te habrías atrevido a oponerte a nosotros. Ven, deja que te diga cuál es.
Y bajando todavía más la voz, tanto que Eragon no pudo oír lo que decía, pronunció una palabra. El sumo sacerdote palideció y un aullido sobrenatural le salió de la garganta. Toda la catedral resonó con su queja.
—¡Oh, cállate! —exclamó la herbolaria, clavándole la daga en el pecho.
La hoja soltó un destello blanco y penetró en la carne con un ruido como el de un trueno lejano. La zona que rodeaba la herida se encendió por dentro como un ascua. La piel y la carne empezaron a desintegrarse y se convirtieron en un polvo fino y negro que cayó sobre la herida. El sumo sacerdote emitió una tos ahogada y el aullido se interrumpió con tanta brusquedad como había empezado.
El hechizo devoró lo que quedaba de él y convirtió su cuerpo en un montón de polvo negro que dibujó en el banco la forma de su torso.
—Por fin —dijo Angela, asintiendo firmemente con la cabeza.
Eragon parpadeó con fuerza, como si acabara de despertar de una pesadilla. Ahora que habían acabado con el sumo sacerdote, Eragon empezó a recuperar los sentidos. Se dio cuenta de que la campana del priorato estaba sonando: era un sonido fuerte e insistente que le recordó el episodio en que el Ra’zac lo había perseguido la primera vez que había estado en Dras-Leona.
«Murtagh y Thorn estarán aquí muy pronto —pensó—. Tenemos que irnos antes de que lleguen.»
Enfundó
Muerte Cristalina
y se la dio a Angela.
—Toma —le dijo—. Supongo que querrás recuperarla.
Luego apartó los cuerpos de los novicios hasta que pudo sacar
Brisingr
de debajo. En cuanto la tomó por la empuñadura lo inundó una sensación de alivio. La espada de la herbolaria era un arma eficaz y peligrosa, pero no era la suya. Sin
Brisingr
se sentía desarmado, vulnerable…, igual que le sucedía cada vez que él y Saphira se separaban.
Tardó un poco más en encontrar su anillo, que había rodado hasta debajo de uno de los bancos, y su collar, que halló enrollado en uno de los asideros de las andas. También encontró la espada de Arya en medio del montón de cuerpos, y la elfa se alegró de recuperarla. Pero del cinturón de Beloth
el Sabio
no encontró ni rastro. Miró debajo de todos los bancos, e incluso regresó al altar y registró toda esa parte.
—No está aquí —dijo, finalmente, desesperado, regresando a la pared que ocultaba la entrada a las cámaras subterráneas—. Deben de haberlo dejado en los túneles —dijo, y, mirando en dirección al priorato, añadió—: O, quizá… —Dudó un instante, sin saber cuál de las dos opciones tomar.
En voz muy baja, pronunció un conjuro para saber dónde estaba el cinturón y cómo llegar a él, pero el único resultado que obtuvo fue una imagen de un vacío liso y gris: tal como había temido, el cinturón llevaba unos escudos que impedían acercarse a él a través de la magia, iguales a los que portaba su espada. Frunció el ceño y dio un paso hacia la pared. Entonces oyó una campana que sonaba con más fuerza que las otras.
—Eragon —lo llamó Arya desde el otro extremo de la catedral mientras se cargaba al novicio inconsciente en el otro hombro—. Tenemos que irnos.
—Pero…
—Oromis lo comprenderá. No es culpa tuya.
—Pero…
—¡Déjalo! El cinturón ya se perdió una vez. Lo encontraremos de nuevo. Pero ahora debemos huir. ¡Deprisa!
El chico soltó una maldición, pero dio media vuelta y corrió hacia Arya, Angela y Solembum, que se encontraban en la parte delantera de la catedral. «De entre todas las cosas que se podían perder…», se quejó. Le parecía casi un sacrilegio abandonar el cinturón, después de que tantos seres hubieran muerto para darle su energía. Además, tenía la terrible sensación de que esa energía le haría mucha falta antes de que terminara el día.
Mientras ayudaba a Angela a empujar las pesadas puertas de la entrada de la catedral, proyectó su mente hacia Saphira, pues sabía que, en esos momentos, la dragona estaría volando en círculos por encima de la ciudad esperando a que él contactara con ella. Ya no era momento de preocuparse por la discreción, y no le importaba que Murtagh o cualquier otro mago notara su presencia. Pronto percibió el familiar contacto de la conciencia de Saphira. En cuanto sus pensamientos se entrelazaron con los de ella, el peso que había sentido en el pecho desapareció.
¿Por qué has tardado tanto?
—exclamó Saphira.
Eragon notó su preocupación y supo que la dragona había estado a punto de bajar a Dras-Leona dispuesta a hacer pedazos la ciudad hasta encontrarlo. Eragon vertió todos sus pensamientos en ella, compartió todo lo que le había sucedido desde que se habían separado. Tardó unos segundos en hacerlo. Cuando terminó, se encontró bajando los escalones frontales de la catedral al lado de Arya, Angela y el hombre gato. Y, sin dejar tiempo a que Saphira terminara de organizar todos esos pensamientos desordenados, le dijo:
Necesitamos que los distraigas. ¡Ahora!
La dragona asintió, y Eragon sintió físicamente cómo el cuerpo de ella se inclinaba en el aire y se lanzaba en picado hacia abajo.
Dile también a Nasuada que inicie el ataque. Estaremos en las puertas de la muralla sur dentro de unos minutos. Si los vardenos no están allí cuando las abramos, no sé cómo vamos a escapar.
Saphira oía el frío aire húmedo de la mañana silbar en sus oídos mientras bajaba en picado hacia la ciudad nido de ratas medio iluminada por el sol naciente. Los rayos oblicuos del sol resaltaban el dibujo de las casas-huevo que huelen a madera, dejando sus costados occidentales en la penumbra.
El lobo-elfo reflejo de Eragon que llevaba en la grupa le gritó algo, pero el furioso viento se llevó sus palabras y la dragona no comprendió qué le quería decir. Entonces, él empezó a hacerle preguntas con su mente llena de canciones, pero Saphira no le dejó terminar, sino que le contó cuál era la situación de Eragon y le pidió que avisara a Nasuada de que había llegado la hora de la acción.
Saphira no era capaz de comprender cómo ese reflejo de Eragon que Blödhgarm producía podría engañar a alguien. No olía como su compañero de corazón y de mente, y sus pensamientos tampoco eran como los de Eragon. A pesar de todo, los bípedos parecían impresionados con esa aparición, y era a ellos a quienes tenía que engañar.
A la izquierda de la ciudad nido de ratas se veía la brillante figura de Thorn, que se encontraba tumbado en las almenas de la muralla, sobre la puerta del sur. El dragón levantó su cabeza escarlata, y Saphira se dio cuenta de que la había visto volar en picado hacia el suelo quebrantahuesos, tal como había esperado. Los sentimientos que Thorn despertaba en Saphira eran demasiado complejos para poder resumirlos en pocas imágenes. Cada vez que pensaba en él, se sentía confundida e insegura, una sensación a la que no estaba acostumbrada.
De todas maneras, no estaba dispuesta a permitir que ese presuntuoso cachorro la ganara en la batalla.
Al ver que las chimeneas y los tejados se acercaban, Saphira abrió las alas un poco más e inició el descenso sintiendo el aumento de la presión del aire en el pecho, los hombros y los músculos de las alas.
Cuando estaba a unos cien metros de la masa de los edificios, enderezó el cuerpo y dejó que las alas se desplegaran en toda su extensión. El esfuerzo que necesitó para parar a la velocidad a la que estaba bajando fue inmenso, y por un momento le pareció que el viento iba a arrancarle las alas. Mantuvo el equilibrio con unos movimientos de la cola y dio un giro para sobrevolar lentamente la ciudad en dirección a la cueva de los alcaudones negros donde los sacerdotes sedientos de sangre oraban. En cuanto llegó, plegó las alas al cuerpo y se precipitó hacia abajo hasta que aterrizó en medio del techo de la catedral con un golpe estruendoso. Clavó las uñas en las tejas para no resbalar y, levantando la cabeza, rugió con todas sus fuerzas desafiando al mundo y a todo lo que en él habitaba.
Una campana sonaba en la torre del edificio adosado a la cueva de los alcaudones negros. A Saphira le pareció un ruido irritante, así que giró la cabeza y lanzó un llamarada azul y amarilla hacia él. La torre no prendió, pues era de piedra, pero la cuerda y las vigas que aguantaban la campana sí lo hicieron. Al cabo de unos segundos, la campana cayó al interior de la torre.
Eso la complació. También le gustaba ver a esos bípedos de orejas redondas correr y gritar por las calles. Después de todo, era una dragona. Era natural que le tuvieran miedo.
Uno de los bípedos se detuvo en un extremo de la plaza de delante de la cueva de los alcaudones negros y pronunció un hechizo en voz alta y dirigido hacia ella. A Saphira, esa voz le sonó como el chillido de un ratón asustado. Fuera cual fuera el hechizo, los escudos de Eragon la protegieron. O, por lo menos, eso creyó, pues no notó ninguna diferencia en sus sensaciones ni en el aspecto del mundo que la rodeaba.
Entonces el lobo-elfo reflejo de Eragon mató a ese mago: Saphira notó la presencia de Blödhgarm mientras este atrapaba la mente del hechicero, sometía sus pensamientos a su voluntad y, pronunciando una única palabra en el antiguo idioma mágico de los elfos, acababa con él. El bípedo de orejas redondas cayó al suelo y un hilo de sangre se deslizó por la comisura de sus labios. Luego, el lobo-elfo le dio un golpecito en el hombro y le dijo:
—Prepárate, Escamas Brillantes. Allá vamos.
Thorn se elevó por encima de los tejados con Murtagh medio hermano de Eragon sobre su grupa, tan brillante y reluciente como Saphira. Pero las escamas de la dragona estaban más limpias, pues ella había puesto una atención especial en acicalarse. No se podía imaginar a sí misma en el campo de batalla, si no era con su mejor aspecto. Sus enemigos no solo habrían de temerla: también deberían admirarla. Saphira sabía que eso era vanidad, pero no le importaba. No había ninguna raza que pudiera igualar la grandeza de los dragones. Además, ella era la última hembra de su estirpe, y quería que todo aquel que la viera se maravillara de su aspecto y no se olvidara nunca, pues si los dragones habían de desaparecer para siempre jamás, por lo menos los bípedos tendrían que hablar de ellos con el respeto, la admiración y la fascinación debidas.
Mientras Thorn subía a más de treinta metros por encima de la ciudad nido de ratas, Saphira echó un rápido vistazo a su alrededor para asegurarse de que su compañero de corazón y mente Eragon no se encontraba cerca de la cueva de los alcaudones negros. No quería hacerle daño por accidente durante la pelea que estaba a punto de empezar. Él era un feroz cazador, pero también era pequeño y fácil de aplastar.
Saphira todavía intentaba descifrar los negros recuerdos de dolor que Eragon había compartido con ella, pero había comprendido lo suficiente y había llegado a la misma conclusión de siempre: cada vez que ella y su compañero de corazón y mente se separaban, él tenía problemas. Sabía que Eragon no hubiera estado de acuerdo con ella, pero esa última aventura solo hacía que confirmarlo, y Saphira sintió una perversa satisfacción al comprobar que estaba en lo cierto.
Cuando Thorn llegó a la altura adecuada, dio media vuelta y se lanzó en picado hacia Saphira soltando llamaradas de fuego por las fauces abiertas. A Saphira el fuego no le daba miedo, pues los escudos de Eragon también la protegían de él, pero sabía que el enorme peso y fuerza de Thorn pronto agotarían todos los hechizos que la protegían de sufrir un daño físico. Saphira se vio envuelta en un mar de llamas que rugían como el agua cayendo en cataratas. Las llamas eran tan brillantes que la dragona bajó los párpados interiores instintivamente, igual que hacía debajo del agua, para no verse cegada por ellas. Las llamas pronto se apagaron. Thorn pasó volando por encima de su cabeza. Al hacerlo, la punta de su gruesa cola le hizo un rasguño en la membrana del ala derecha. El rasguño sangró, aunque no profusamente, y Saphira no creyó que eso le provocara grandes dificultades para volar, aunque sí le dolía mucho.