Authors: Christopher Paolini
Ni Horst ni Gertrude notaron la presencia de Eragon hasta que este se acercó a ellos. Había crecido desde que se marchara de Carvahall, pero Horst continuaba siendo más alto que él. Los dos levantaron la mirada y, al verlo, el sombrío rostro de Horst se iluminó con un brillo de esperanza.
—¡Eragon! —exclamó, poniéndole un brazo encima del hombro y apoyándose en él como si necesitara descansar el peso de su cuerpo—. ¿Lo has oído?
No era una pregunta, realmente, pero el chico asintió con la cabeza. Entonces Horst dirigió una rápida y penetrante mirada a Gertrude y, proyectando la mandíbula hacia delante con gesto pensativo, preguntó:
—¿Puedes…? ¿Crees que puedes hacer algo por ella?
—Quizá —repuso Eragon—. Lo intentaré.
Eragon alargó los brazos hacia Gertrude, y ella, después de dudar durante unos instantes, le pasó el fardo. Luego se apartó, preocupado.
De entre los pliegues de la tela sobresalía una carita diminuta y arrugada. Tenía la piel roja, los ojos, hinchados y cerrados, y parecía estar haciendo una mueca, como si estuviera enojada por el reciente maltrato…, cosa que a Eragon le pareció perfectamente justificada.
Pero el rasgo más llamativo era un gran agujero que se abría desde su fosa nasal izquierda hasta la mitad del labio superior y que dejaba al descubierto la lengua, rosada, blanda y húmeda.
—Por favor —dijo Horst—. ¿Hay alguna manera de que…?
El gemido de las mujeres se había hecho más agudo. Eragon hizo una mueca de incomodidad.
—No puedo trabajar aquí —dijo, dando media vuelta para marcharse.
Pero antes de que saliera de la tienda, Gertrude anunció:
—Voy contigo. Es necesario que esté con ella alguien que sepa cómo cuidar a un recién nacido.
Eragon no quería tener a Gertrude pendiente de él mientras intentaba arreglar el labio de la niña, y ya estaba a punto de decírselo cuando recordó lo que Arya le había comentado acerca de que pudieran pensar que iban a sustituir a esa niña por otra. Era necesario, pues, que alguien de Carvahall, alguien en quien los habitantes del pueblo confiaran, estuviera presente para que luego pudiera dar fe de que la niña era la misma. Eragon calló sus objeciones y dijo:
—Como desees.
Salieron de la tienda. La niña se movía, inquieta, y emitía un lloro lastimoso. Al otro lado del camino, la gente los miraba, señalando con el dedo. Enseguida, Albriech y Baldor hicieron ademán de acercarse a él, pero Eragon les hizo una señal negativa con la cabeza y los dos se quedaron quietos, observándolo con expresión de impotencia.
Eragon atravesó el campamento en dirección a su tienda con Arya y Gertrude a ambos lados. Saphira, detrás, hacía temblar el suelo a cada zancada. Los guerreros que se cruzaron en su camino se apartaron rápidamente para dejarle paso. Eragon caminaba pisando el suelo con toda la suavidad posible para no asustar al bebé, que despedía un aroma fuerte y almizclado, como el olor del suelo de un bosque en un cálido día de verano.
Ya casi habían llegado cuando Eragon vio a Elva, la niña bruja, de pie entre dos hileras de tiendas, al lado del camino. Lo miraba con una expresión de solemnidad en sus grandes ojos de color violeta.
Llevaba puesto un vestido negro y morado, y se había cubierto la cabeza con un largo velo hecho de encaje que dejaba a la vista la mancha plateada y con forma de estrella, parecida a su gedwëy ignasia, que tenía en la frente. La niña bruja no dijo ni una palabra, ni tampoco intentó detenerlo. Pero, a pesar de ello, Eragon comprendió la muda advertencia, pues su mera presencia significaba un reproche para él. Ya en otra ocasión había jugado con el destino de un bebé, lo cual había tenido consecuencias nefastas. No podía permitirse cometer otro error como aquel, no solamente por el daño que podía causar, sino porque en ese caso Elva se convertiría en su enemiga. A pesar de todo el poder que tenía, la temía. La habilidad que tenía la niña de conocer el interior del alma de las personas y de predecir todo aquello que estaba a punto de hacerles daño la convertían en uno de los seres más peligrosos de toda Alagaësia.
«Pase lo que pase —pensó Eragon mientras entraba en la oscuridad de su tienda—, no quiero hacerle daño a este bebé.» En cuanto lo hubo afirmado mentalmente, sintió una renovada determinación de ofrecer a esa niña la oportunidad de vivir la vida que las circunstancias parecían haberle negado.
La tenue luz del final del día se colaba en el interior de la tienda de Eragon. Allí dentro todo se veía gris, como tallado en el granito.
Gracias a su visión de elfo, podía ver la forma de los objetos sin esfuerzo, pero sabía que Gertrude tendría problemas, así que, para hacérselo más fácil, dijo:
—Naina hvitr un böllr.
E hizo aparecer una pequeña esfera de luz flotante en el interior de la tienda. La suave circunferencia blanca no generaba ningún calor, pero iluminaba tanto como una antorcha grande. Eragon había evitado pronunciar la palabra «
Brisingr
» en el hechizo para no envolver en llamas el filo de su espada.
De inmediato, percibió que Gertrude, a sus espaldas, se había detenido. Se dio la vuelta y la vio mirando boquiabierta la lucecita y apretando con fuerza la bolsa que tenía en las manos. El familiar rostro de la mujer le recordaba el hogar y Carvahall, y de repente Eragon sintió un inesperado aguijonazo de nostalgia. Gertrude bajó la mirada lentamente hacia él.
—Cómo has cambiado —dijo—. El niño al que una vez cuidé mientras luchaba contra la fiebre hace tiempo que ha desaparecido, me parece.
—Pero me sigues conociendo —contestó Eragon.
—No, creo que no.
Su respuesta lo incomodó, pero no se podía permitir pensar mucho en ello, así que se lo quitó de la cabeza y se acercó con paso decidido al catre. Con toda la suavidad de que fue capaz, como si estuviera hecho de cristal, dejó al bebé sobre las sábanas. La niña agitó las manitas y le mostró un puño cerrado. Eragon sonrió, acariciando su pequeño puño con la punta del índice, y la niña emitió unos suaves gorgoritos.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Gertrude, sentándose en un taburete que había al lado de una de las paredes de la tienda—. ¿Cómo la vas a curar?
—No estoy seguro.
En ese momento, Eragon se dio cuenta de que Arya no había entrado en la tienda con ellos. La llamó en voz alta y, al cabo de un instante, oyó su voz amortiguada por la gruesa tela que los separaba.
—Estoy aquí —dijo la elfa—. Y aquí esperaré. Si me necesitas, solo tienes que proyectar tus pensamientos hacia mí y vendré.
Eragon frunció el ceño ligeramente. Había dado por supuesto que ella permanecería a su lado durante el proceso para ayudarlo en caso de que no supiera cómo hacer algo, o para corregirlo si cometía algún error. «Bueno, no importa. Podré hacerle preguntas si lo necesito. Así Gertrude no tendrá ningún motivo para sospechar que Arya haya tenido algo que ver con la niña.» Le sorprendía lo precavida que se mostraba Arya para evitar la sospecha de que pudieran sustituir a la niña, y Eragon se preguntó si alguna vez la habrían acusado de raptar al hijo de alguien.
Se agachó sobre el bebé apoyándose en el catre, que crujió bajo el peso de su cuerpo. Observó a la niña con el ceño fruncido y percibió que Saphira también la observaba a través de él. La niña, tumbada sobre las sábanas, dormía, completamente ajena al mundo que la rodeaba. Por la abertura de la boca se le veía la lengüecita, brillante.
¿Cómo lo ves?
—preguntó Eragon.
Ve despacio, para que no te pises la cola por accidente.
Eragon estaba de acuerdo, pero, sintiéndose repentinamente travieso, preguntó:
¿Lo has hecho alguna vez? Quiero decir, pisarte la cola.
Saphira respondió con un silencio altivo, pero Eragon percibió un rápido destello de sensaciones: árboles, hierba, el sol, las montañas de las Vertebradas y el empalagoso aroma de las orquídeas rojas; y, de repente, un dolor agudo, como si una puerta le hubiera pillado la cola al cerrarse.
Eragon rio para sus adentros, pero pronto se concentró en elaborar los hechizos que necesitaba para curar al bebé. Tardó bastante rato, casi media hora. Durante ese tiempo, él y Saphira repasaron las misteriosas frases una y otra vez, examinando y discutiendo cada palabra y cada frase, incluso la pronunciación, para asegurarse de que los hechizos tendrían el efecto que deseaban y ningún otro.
Mientras se encontraban inmersos en esa silenciosa conversación, Gertrude, inquieta, dijo:
—Tiene el mismo aspecto de siempre. El trabajo va bien, ¿verdad?
No hace falta que me ocultes la verdad, Eragon. Me he encontrado con cosas peores en mis tiempos.
Eragon arqueó las cejas, sorprendido, y respondió con una voz suave.
—El trabajo todavía no ha comenzado.
Gertrude se quedó callada. Metió la mano en su bolsa y sacó un ovillo de lana amarilla, un suéter a medio terminar y un par de pulidas agujas largas. Con dedos rápidos y ágiles, acostumbrados por la larga práctica, empezó a tejer. El rítmico entrechocar de las agujas tranquilizó a Eragon: era un sonido que había oído muchas veces durante su niñez y que asociaba con la lumbre de la cocina en una fría tarde de otoño y con las historias que contaban los adultos mientras fumaban en pipa o saboreaban una jarra de cerveza negra después de una opípara comida.
Finalmente, cuando tanto él como Saphira estuvieron seguros de que habían dado con los hechizos adecuados, y cuando Eragon hubo comprobado que no se le trabaría la lengua al pronunciar ninguno de los extraños sonidos del idioma antiguo, reunió la fuerza de los cuerpos de los dos y se preparó para lanzar el primer hechizo.
Entonces dudó.
Por lo que él sabía, cada vez que los elfos utilizaban la magia para conseguir que un árbol o una flor creciera con la forma deseada, o para alterar sus cuerpos o el de cualquier otra criatura, lanzaban el hechizo como una canción. Y en ese momento le parecía adecuado hacer lo mismo. Pero Eragon solamente conocía algunas de las muchas canciones de los elfos, y ninguna lo bastante bien para estar seguro de que podría reproducir de la forma adecuada esas melodías tan hermosas y complejas. Así que decidió elegir una canción sacada de lo más profundo de su memoria, una canción que su tía Marian le había cantado cuando era pequeño, antes de que esa enfermedad se la llevara. Era una canción que las mujeres de Carvahall habían cantado a sus hijos desde tiempos inmemoriales cuando los arropaban bajo las mantas por la noche. Era una canción de cuna.
Las notas eran sencillas, fáciles de recordar, y tenían un aire tranquilizador que podría ayudar a que el bebé estuviera tranquilo.
Eragon empezó a cantar en voz baja, dejando que las palabras fluyeran despacio, y el sonido de su voz llenó la tienda de calidez.
Antes de emplear la magia, le dijo a la niña, en el idioma antiguo, que él era su amigo, que tenía buenas intenciones y que debía confiar en él.
La niña se movió un poco, todavía dormida, como si le respondiera, y la expresión de su carita se dulcificó.
Entonces Eragon pronunció el primer hechizo: era un encantamiento sencillo que consistía en dos frases cortas que recitó una y otra vez, como una plegaria. Entonces, la pequeña hendidura rosada que partía el labio de la niña pareció vibrar y temblar, como si una criatura se moviera debajo de la superficie de la piel.
Lo que intentaba hacer no era nada fácil. Los huesos de la niña, como los de todos los bebés, eran blandos y cartilaginosos, diferentes de los de un adulto y distintos a todos los huesos que él había sanado durante su estancia con los vardenos. Debía tener cuidado de no llenar la abertura de la boca con el hueso, el músculo y la piel de un adulto, porque entonces esas zonas no crecerían igual que el resto del cuerpo. Además, cuando corrigiera el paladar superior y las encías, tendría que desplazar, asegurar y colocar de forma simétrica la parte donde crecerían sus futuros dientes frontales, cosa que nunca había hecho hasta ese momento. Y, para complicarlo todo más, debía tener en cuenta que no había visto a la niña sin esa deformidad, así que no estaba seguro de qué aspecto debían tener su labio y su boca.
La niña tenía el mismo aspecto que todos los bebés que había visto: suave, regordeta y con líneas poco definidas. Eragon tuvo miedo de hacer que su cara pareciera agradable en ese momento, pero que, a medida que pasaran los años, se convirtiera en un rostro extraño y desagradable.
Así que trabajó con cuidado, realizando pequeños cambios poco a poco y haciendo una pausa para evaluar los resultados. Empezó con las capas más profundas del rostro de la niña, con el hueso y el cartílago, y a partir de ahí fue avanzando despacio hacia la superficie, sin dejar de cantar en ningún momento.
Saphira empezó a tararear con él desde fuera de la tienda, y su voz profunda hacía vibrar el aire. La pequeña luz flotante aumentaba y disminuía su luminosidad con unas pulsaciones que respondían al volumen de su voz, cosa que a Eragon le pareció extremadamente curiosa. Decidió que se lo preguntaría a Saphira más tarde.
Palabra a palabra, hechizo a hechizo, minuto tras minuto, la noche iba pasando, pero Eragon no prestaba ninguna atención a la hora.
Cuando la niña lloraba de hambre, la alimentaba con unas gotitas de energía. Tanto él como Saphira evitaban entrar en contacto con la mente de la cría, pues no sabían cómo ese contacto podría afectar su conciencia inmadura, pero a pesar de ello no podían evitar rozarla de vez en cuando. A Eragon le parecía una mente vaga e indiferenciada, un mar revuelto de emociones que reducían el resto del mundo a algo insignificante.
Gertrude, detrás de él, continuaba tejiendo: el rítmico entrechocar de las agujas solo se veía interrumpido cuando la curandera debía contar los puntos o deshacer unas cuantas pasadas para corregir algún error.
Al fin, poco a poco, con gran lentitud, la fisura de las encías y del paladar de la niña empezó a cerrarse, las dos mitades del labio se juntaron —la piel había fluido como el líquido— y el labio superior adquirió una forma bien dibujada y sin ningún defecto. Eragon insistió un buen rato en la forma del labio hasta que Saphira le dijo:
Ya está. Déjalo.
Eragon tuvo que aceptar que ya no podía mejorar el aspecto de la niña, que a partir de ese momento todo lo que hiciera solo conseguiría empeorarlo. Dejó que la última nota de la canción de cuna se desvaneciera en el silencio. Sentía la lengua seca e hinchada, y la garganta, irritada. Se levantó del catre, pero tuvo que esperar un poco para erguir el cuerpo del todo, pues se había quedado completamente entumecido.