Authors: Christopher Paolini
—Ah —dijo Tharos, y tosió para aclararse la garganta—. Tienes una reputación muy ilustre,
Martillazos
, aunque algunos dicen que se ha exagerado hasta límites descabellados. ¿Es verdad, por ejemplo, que tú solo acabaste con casi trescientos hombres en el pueblo de Deldarad, en Surda?
—No conozco el nombre de ese sitio, pero si se llama así, sí, maté a muchos soldados en Deldarad. Pero solo fueron ciento noventa y tres, y estaba bien protegido por mis hombres mientras luchaba.
—¿Solamente ciento noventa y tres? —exclamó Tharos con admiración—. Eres demasiado modesto,
Martillazos
. Una hazaña como esa puede hacer que un hombre encuentre un lugar en muchas canciones e historias.
Roran se encogió de hombros y se llevó la jarra de hidromiel a los labios, pero solo fingió que bebía, pues no podía permitirse tener la mente nublada por tan potente alcohol.
—Lucho para ganar… Permite que te ofrezca un trago, de guerrero a guerrero —dijo, ofreciendo la jarra a Tharos.
El soldado dudó un momento y miró rápidamente al hechicero que estaba detrás de él. Luego se pasó la lengua por los labios y dijo:
—Quizá tome un trago.
Desmontó de su corcel, le dio la lanza a uno de los soldados, se quitó los guantes y caminó hasta la mesa. Allí aceptó con cierta reticencia la jarra que Roran le ofrecía. Tharos olió la hidromiel y le dio un buen trago. Luego, se apartó la jarra de los labios con una mueca.
—¿No te gusta? —preguntó Roran, divertido.
—Confieso que estas bebidas de montaña son demasiado fuertes para mi paladar —respondió Tharos, devolviéndole la jarra a Roran—. Prefiero los vinos de nuestros campos: son cálidos y suaves, y no es tan fácil que dejen a un hombre sin sentido.
—Para mí, esto es dulce como la leche materna —mintió Roran—. Lo tomo por la mañana, por la tarde y por la noche.
Tharos se volvió a poner los guantes, regresó al lado de su caballo, montó y cogió la lanza que le sujetaba el soldado. Entonces volvió a mirar al hechicero. Roran se dio cuenta de que este había adoptado una expresión lívida durante los breves instantes en que Tharos había bajado del caballo. El soldado también pareció notar el cambio en el rostro del hechicero, pues también él adoptó una expresión tensa.
—Muchas gracias por tu hospitalidad, Roran
Martillazos
—dijo, levantando la voz para que todos los jinetes pudieran oírlo—. Quizá pronto tenga el honor de recibirte entre los muros de Aroughs. Si es así, prometo servirte los mejores vinos de las tierras de mi familia, y quizá con ellos pueda demostrarte que nuestro vino tiene suficiente mérito para ser recomendado. Lo dejamos envejecer en barriles de roble durante meses, y a veces años. Sería una pena que todo ese trabajo se echara a perder y que todo ese vino corriera libremente por las calles manchándolas con la sangre de nuestros viñedos.
—Desde luego, eso sería una lástima —contestó Roran—. Pero, a veces, no se puede evitar verter un poco de vino cuando se limpia la mesa.
Roran giró el vaso en el aire y vertió la poca hidromiel que quedaba sobre la hierba del suelo. Tharos se quedó completamente inmóvil un instante —ni siquiera el penacho de su yelmo se movió—, y luego, con un gruñido de enojo, espoleó a su caballo y gritó a sus hombres:
—¡En formación! ¡En formación, digo! ¡Vamos!
Y con un último alarido, lanzó su caballo al galope de regreso a Aroughs. El resto de jinetes lo siguieron.
Roran mantuvo su fingida actitud de arrogancia e indiferencia hasta que los soldados estuvieron muy lejos. Luego soltó el aire de los pulmones poco a poco y apoyó los codos sobre las rodillas. Las manos le temblaban ligeramente. «Ha funcionado», pensó.
Oyó que los hombres del campamento se acercaban hacia él corriendo. Miró hacia atrás y vio a Baldor y Carn acompañados de, por lo menos, cincuenta de los guerreros que habían permanecido escondidos en las tiendas.
—¡Lo has logrado! —exclamó Baldor cuando llegó a su lado—. ¡Lo has logrado! ¡No me lo puedo creer!
Riendo, le dio una palmada en el hombro con tanta fuerza que Roran cayó sobre la mesa. Los demás se reunieron a su alrededor, también riendo, halagándolo con admirativas observaciones y fanfarroneando con la posibilidad de que, bajo su dirección, podrían someter Aroughs sin sufrir ni una sola baja debido al poco valor y poco carácter de los habitantes de la ciudad. Alguien ofreció a Roran una bota de vino, pero este la miró con disgusto y la pasó al hombre que tenía a su izquierda.
—¿Pudiste realizar el hechizo? —preguntó a Carn con voz casi inaudible en medio del barullo de la celebración.
—¿Qué? —Carn se acercó más y Roran repitió la pregunta. El mago sonrió y asintió con la cabeza vigorosamente—. Sí. Conseguí hacer que el aire vibrara, tal como querías.
—¿Y atacaste a su hechicero? Cuando se fueron, parecía que estuviera a punto de desmayarse.
La sonrisa de Carn se hizo más amplia.
—Eso fue cosa suya por completo. No dejó de esforzarse por deshacer la ilusión que creyó que yo había provocado. Quería rasgar el velo de aire vibrante para ver qué había detrás, pero no había nada que rasgar, nada que penetrar, así que gastó todas sus fuerzas en vano.
Roran empezó a reír y sus carcajadas se fueron haciendo cada vez más fuertes y seguidas hasta que se impusieron por encima de la algarabía general. Rio con tanta fuerza que fue como si su risa se alejara rodando por la pendiente que conducía hasta Aroughs.
Durante un rato se permitió disfrutar de la admiración de sus hombres. Pero pronto oyeron un grito de alarma procedente de uno de los centinelas que se encontraban apostados en un extremo del campamento.
—¡Apartaos! ¡Dejadme ver! —dijo Roran, poniéndose en pie de un salto.
Los guerreros obedecieron: divisó a un hombre solitario que se acercaba por el oeste cabalgando a toda velocidad a través de los campos. Lo reconoció de inmediato: era uno de los hombres que había enviado a las orillas de los canales.
—Haced que venga aquí —ordenó.
Un hombre delgaducho y pelirrojo salió corriendo en busca del jinete. Mientras esperaba a que el jinete llegara, Roran recogió las tabas una a una y las guardó dentro del vaso de piel. Las tabas hacían un sonido agradable al entrechocar las unas contra las otras. Pronto vio que el jinete ya se encontraba muy cerca, así que gritó:
—¡Hola! ¿Va todo bien? ¿Os han atacado?
Sin embargo, Roran tuvo que aguantar su impaciencia, pues el hombre permaneció en silencio hasta que estuvo a solo unos metros de él. Entonces saltó del caballo y se presentó ante él poniéndose tan firme y derecho como un pino que busca el sol.
—¡Capitán, señor! —exclamó.
Al verlo de cerca, Roran se dio cuenta de que se trataba de un chico, del mismo tipo desaliñado que había sujetado sus riendas cuando él llegó al campamento. Pero reconocerlo no compensó la frustración que sentía por tener que esperar a satisfacer su curiosidad.
—Bueno, ¿de qué se trata? No tengo todo el día.
—¡Señor! Hamund me manda para decirte que hemos encontrado todas las barcazas que necesitamos, y que está construyendo los trineos para transportarlas hasta el otro canal.
Roran asintió con la cabeza.
—Bien. ¿Necesita más ayuda para llevarlas allí a tiempo?
—¡Señor, no señor!
—¿Y eso es todo?
—¡Señor, sí, señor!
—No hace falta que me llames «señor» todo el rato. Con una vez es suficiente. ¿Comprendido?
—Señor, sí… esto, sí s… Eh, quiero decir, sí, por supuesto.
Roran reprimió una sonrisa.
—Lo has hecho bien. Ve a comer algo y luego regresa a la mina y vuelve para informarme. Quiero saber qué han conseguido hasta el momento.
—Sí, se… Lo siento, señor… Es decir, no quería… Voy de inmediato, capitán.
Al chico se le encendieron las mejillas mientras tartamudeaba.
Asintió con la cabeza a modo de saludo, montó de nuevo y salió al trote hacia las tiendas.
Aquello templó el ánimo de Roran, pues le recordó que, a pesar de que habían tenido la suerte de aplazar el enfrentamiento con los soldados, todavía quedaban muchas cosas por hacer y que cualquiera de las tareas que tenían por delante les podía costar la empresa si no las manejaban de la forma correcta.
Entonces, dirigiéndose al grupo de soldados, ordenó:
—¡Regresad al campamento con los demás! Quiero tener dos trincheras alrededor de las tiendas para cuando se ponga el sol; esos cobardes soldados podrían cambiar de opinión y decidir atacarnos, y quiero estar preparado.
Unos cuantos guerreros se quejaron al oír que tenían que ponerse a excavar trincheras, pero los demás parecieron aceptar la orden con buen humor.
Entonces, Carn dijo en voz baja:
—No conviene cansarlos demasiado antes de mañana.
—Lo sé —contestó Roran, también en voz baja—. Pero hace falta fortificar el campamento, y eso les impedirá pensar demasiado.
Además, por muy agotados que estén mañana, la batalla les dará nuevas fuerzas. Siempre es así.
A Roran el día se le pasó muy deprisa durante los ratos en que se ocupó de problemas inmediatos y realizó esfuerzos físicos, y muy despacio en los momentos en que la mente le quedaba libre y se ponía a darle vueltas a la situación. Sus hombres trabajaron con ganas —el hecho de haberlos salvado de los soldados le había hecho ganarse su lealtad y devoción hasta un punto que era imposible de conseguir con las palabras—, pero a Roran le parecía evidente que, a pesar de sus esfuerzos, no podrían terminar los preparativos durante las escasas horas que les quedaban.
Se fue sintiendo más desesperanzado a medida que transcurría la mañana, el mediodía y la tarde. Al final, se maldijo a sí mismo por haber concebido un plan tan complicado y ambicioso. «Debería haber sabido desde el principio que no tendríamos tiempo para hacer todo esto», pensó. Pero ya era demasiado tarde para intentar otra cosa. La única opción que les quedaba era esforzarse al máximo con la esperanza de que eso sería, de alguna manera, suficiente para conseguir la victoria a pesar de su incompetencia.
Sin embargo, cuando llegó el anochecer, de repente, los preparativos empezaron a dar resultados con una prontitud inesperada. Roran sintió renacer cierto optimismo. Y al cabo de unas horas, cuando ya era completamente de noche y las estrellas brillaban con fuerza en el cielo, él y casi setecientos de sus hombres se encontraban en los molinos: habían terminado todos los preparativos para invadir Aroughs antes del fin del día siguiente. Al ver el fruto de su trabajo, Roran soltó unas carcajadas de alivio y de orgullo. Luego felicitó a los guerreros que estaban con él y les ordenó que regresaran a sus tiendas.
—Descansad ahora, que podéis. ¡Atacaremos al amanecer!
Los hombres, a pesar de su evidente agotamiento, soltaron gritos de alegría.
El sueño de Roran era superficial y agitado. Le era imposible relajarse por completo, pues conocía la importancia de la batalla del día siguiente y sabía que era posible que resultara herido, como ya le había sucedido otras veces. Esas dos ideas lo tenían en vilo y sentía como si se le hubiera formado una línea de tensión que le recorría la columna y que lo arrancaba a intervalos regulares de sus oscuros y extraños sueños.
Se despertó sobresaltado al oír un golpe sordo fuera de su tienda.
Abrió los ojos y los clavó en el techo de tela. Todo a su alrededor estaba a oscuras y era casi imposible distinguir nada; tan solo un fino rayo de luz anaranjada procedente de una antorcha de fuera penetraba por entre las dos telas que hacían de cortina. Roran sintió el aire frío en la piel, y le pareció estar enterrado en un profundo nicho bajo tierra.
No sabía qué hora era, pero debía de ser muy tarde. Incluso los animales nocturnos debían de haber regresado ya a sus guaridas para dormir. A esa hora no tendría que haber nadie despierto, excepto los centinelas, y estos no se encontraban apostados cerca de su tienda.
Roran procuró respirar despacio para poder escuchar si había más ruidos, pero lo único que oía era su propio corazón, que latía cada vez más deprisa. La línea de tensión a lo largo de la columna le vibraba como si fuera una cuerda de guitarra.
Pasó un minuto.
Luego, otro.
Justo cuando empezaba a pensar que no había ningún motivo para alarmarse y su corazón empezaba a tranquilizarse, vio una sombra sobre la tela de la parte delantera de la tienda que impedía el paso de la luz de las antorchas.
El pulso de Roran triplicó su velocidad. Sentía que el corazón le latía con tanta fuerza como si estuviera subiendo por la ladera de una montaña. Fuera quien fuera, no era posible que hubiera venido a despertarlo para iniciar el sitio de Aroughs, ni tampoco para traerle ninguna información, porque en ese caso no hubiera dudado en llamarlo y entrar en la tienda.
Entonces, una mano enfundada en un guante negro —solo un tono más oscuro que el negro de su alrededor— se coló por la apertura de las cortinas y cogió el nudo que las mantenía cerradas.
Roran abrió la boca para dar la voz de alarma, pero cambió rápidamente de opinión. Sería una locura perder la ventaja que le daba recibir a su atacante por sorpresa. Además, si el intruso se daba cuenta de que lo había visto, podía entrarle el pánico, cosa que podía hacerle más peligroso.
Roran sacó con cuidado su daga de debajo de la capa que había enrollado para utilizar de almohada y la dejó al lado de su rodilla, debajo de un pliegue de la manta. Al mismo tiempo, sujetó el borde de la manta con la otra mano.
El intruso penetró en la tienda y la luz de la antorcha de fuera perfiló su silueta con un halo anaranjado. Roran vio que el hombre llevaba un jubón de piel, pero sin armadura ni cota de malla. Luego la cortina se cerró y la oscuridad lo envolvió todo.
La figura sin rostro se acercó despacio al catre.
Roran se esforzaba por controlar la respiración para fingir que dormía, y le pareció que acabaría desmayándose por falta de aire.
Cuando el intruso estuvo a medio camino entre la puerta y el catre, Roran le lanzó la manta encima y, con un alarido salvaje, saltó sobre él mientras levantaba la daga para clavársela en el estómago.
—¡Espera! —gritó el hombre.
Sorprendido, Roran refrenó la mano y los dos cayeron al suelo.
—¡Amigo! ¡Soy un amigo!
Al cabo de un segundo, el hombre le había dado dos fuertes golpes en los riñones y Roran se había quedado sin aire en los pulmones. El dolor fue tan fuerte que casi lo incapacitó, pero se obligó a rodar por el suelo para poner un poco de distancia entre los dos. Luego se puso en pie y volvió a cargar contra su atacante, que continuaba enredado con la manta.