El apartamento de Diego estaba a pocos metros de distancia de la playa. El rumor del mar los acompañó con su banda sonora, y todos trataron de animar a Marcos, que no lograba zafarse de la melancolía que parecía haber hecho presa en sus entrañas.
Sergio trató de avivar el ánimo de su hermano proponiéndole un reto como aquellos que le planteaba cuando ambos eran más jóvenes. Guiñó un ojo a Marja y a Diego, y dijo:
—Marcos, ¿cuántos nombres de inspectores de policía de los que aparecen en las aventuras de Holmes serías capaz de citar de memoria?
De inmediato, en los ojos de Marcos brilló una luz, y la expresión de su rostro se dulcificó.
—¿Y tú? —preguntó desafiante a su hermano pequeño.
—Creo que podría recordar el nombre de al menos seis.
—No tendré problema en mencionar cuatro más de los que tú nombres —replicó Marcos—. Y, desde luego, Lestrade no sirve. —Y mirando a Diego y a su novia, añadió—: La gente cree que el único inspector que aparece en esas historias es Lestrade, cuyo nombre de pila, por cierto, desconocemos. Solo sabemos que comenzaba por G.
—Está bien —sonrió Sergio—, allá van mis nombres: Tuson Pollock, de «El oficinista del corredor de Bolsa»
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; White Mason, de
El valle del terror
; MacKinnon, de «La aventura del fabricante de colores retirado»; McDonald, de
El valle del terror
; Lanner, de «El paciente residente»; Athelney Jones, de «La liga de los hombres pelirrojos», y Wilson Hargreave, de «La aventura de los monigotes».
—¡Bravo! —exclamó Marja.
—Sorprendente memoria —dijo Diego, visiblemente impresionado—. ¿Todos esos policías eran tan torpes como Lestrade?
—Bueno, algunos lo eran mucho más —respondió Marcos, que parecía haber recuperado el ánimo—, y otros, en cambio, gozaban del respeto de Holmes. Por ejemplo, Athelney Jones era realmente estúpido, pero McDonald era un buen profesional.
—Sí, pero en líneas generales Scotland Yard no sale bien parada en las aventuras —reconoció Sergio—. Bueno, ahora te toca a ti —retó a su hermano.
—¿Cuatro nombres más? Eso es fácil. —Marcos cerró los ojos uno segundos—. Veamos: no has citado al inspector Patterson, al que Holmes había dejado toda la información para desarticular la organización criminal de Moriarty, según dejó escrito antes de caer a las cataratas de Reichenbach en «El problema final». Luego, añadiría a Forbes, de «El tratado naval»; al inspector Gregory, de «Estrella de plata», y naturalmente a Tobías Gregson, a quien vemos en varias historias, como por ejemplo en «La aventura del Círculo Rojo» o en «El intérprete griego». Y, desde luego, podría añadir algunos más.
Aquel juego tuvo la virtud de animar la velada, lo mismo que los chascarrillos políticos a propósito de qué papel jugaba ahora en el ayuntamiento Jaime Morante. Al parecer, le costaba mucho trabajo asumir el trabajo de estar en la oposición, y corrían rumores de que iba a regresar a sus clases de matemáticas.
Marja explicó que los ánimos en el barrio seguían revueltos. Jóvenes seguidores de Toño Velarde habían provocado incidentes con los inmigrantes.
—A mí me han roto el cristal de una de las ventanas de una pedrada —dijo.
—No me habías contado nada. —Diego la miró con asombro.
—Ha sido hoy —explicó Marja—. El lunes vendrá el cristalero.
—Nunca pensé que Morante pudiera caer tan bajo como para pretender sacar rédito político con el tema de la inmigración —dijo Sergio.
—Parece mentira que no lo conozcas —comentó Marcos.
La cena fue un completo éxito. Cuando los hermanos Olmos dejaron a la pareja a solas, había pasado ya la medianoche.
—¿Has traído la llave? —preguntó Sergio a su hermano cuando estuvieron a solas.
Marcos asintió.
Los dos hermanos se sintieron incómodos caminando por el piso de su difunto amigo. A Sergio le seguía pareciendo imposible que el muchacho al que conoció veinticinco años antes se hubiera convertido en un asesino en serie tan cruel como astuto. Sin embargo, la amargura que destilaba el diario que el doctor había escrito desvelaba detalles de las muertes de aquellas mujeres que solo el criminal podía conocer.
—Estrada le disparó desde aquí —dijo Marcos, sacando a su hermano de sus cavilaciones—. Bullón publicó varias fotografías en las que se veía al inspector más o menos en esta posición, y el cuerpo de Guazo había caído ahí, junto a ese sillón.
Sergio se acercó hasta el sillón que su hermano había señalado.
—A Guazo le gustaba sentarse ahí a leer —comentó Marcos—. Se pasaba tardes enteras en ese sillón desde que murió Lola.
Sergio contempló el sillón en silencio, preguntándose qué había querido decir el doctor cuando metió su mano en el batín. Aquel gesto provocó el grito de alarma de Guazo y el disparo de Estrada. La policía no había podido arrancarle ni una sola palabra al médico, y tampoco había aclarado la razón por la cual enviaba pétalos de violeta en sus cartas a Sergio. Su único comentario al respecto había sido que quiso introducir una innovación respecto a la historia holmesiana de «Las cinco semillas de naranja».
El sillón era negro, de cuero, y muy cómodo, según el propio Sergio comprobó dejándose caer en él. Estaba situado junto una ventana y a su lado había una lámpara de lectura. Sergio la encendió, y la zona próxima al sillón se vio bañada por un concentrado haz de luz.
—De modo que Guazo estaba sentado en este sillón cuando Estrada lo sorprendió —dijo Sergio, aún recostado en el sillón.
—Realmente, Estrada llamó al timbre, y Guazo abrió la puerta.
—Es decir, que abrió la puerta del piso y aguardó la llegada a Estrada sentado tranquilamente. —Sergio estaba desconcertado—. ¿Por qué iba a sacar una pistola? Una pistola que, además, se descubrió que no tenía.
—Fue entonces cuando dijo que debían darte algo a ti, y metió su mano en el batín.
—Pero nadie vio nada de nada —dijo Sergio casi en un susurro—. Salvo que…
De pronto, se levantó del sillón y lo levantó, alejándolo de la pared. Fue entonces cuando los dos hermanos vieron un trozo de papel en el que nadie había reparado. Sergio lo cogió y no pudo evitar que sus manos temblaran. En el papel había una palabra escrita:
LIPSKI
8 de noviembre de 2009
L
ipski!
Sergio pasó casi toda la noche en vela tratando de comprender qué pretendía decirle el doctor Guazo. ¿Por qué había escrito aquella palabra en un papel? ¿Qué motivos tuvo para tratar de mostrársela al inspector Estrada cuando lo iban a detener?
¡Lipski!
Aquella palabra solo tenía un significado para Sergio Olmos, y lo conducía hasta los hechos previos a la muerte de Elisabeth Stride el 30 de septiembre de 1888.
Según la declaración que realizó el testigo Israel Schwartz al día siguiente del doble asesinato que Jack cometió aquella noche terrible, él había visto a Liz Stride en compañía de un hombre alrededor de la una menos cuarto; es decir, aproximadamente un cuarto de hora antes de que Louis Diemschutz encontrara el cadáver de la prostituta de origen sueco.
Schwartz declaró que Liz hablaba con aquel hombre en Berner Street, junto al patio donde se cometió el crimen minutos después. De pronto, el hombre empujó a la prostituta, y ella se resistió. Sin llegar a gritar, Liz sí emitió tres gemidos, según el testigo.
En el momento en que Israel tomó la decisión de hacer algo al respecto, descubrió en la otra acera a un hombre que encendía una pipa. El hombre que golpeaba a la mujer le dijo al de la pipa: «Lipski». De inmediato, el hombre de la pipa se dirigió hacia Israel, que aceleró su paso al sentirse perseguido por aquel desconocido. Según su declaración, hasta que no se sintió lejos del alcance de aquel hombre, no dio por salvada su vida.
Sin embargo, ¿qué tenía que ver aquel incidente con el mensaje que Guazo había pretendido entregar a Sergio?
Al mismo tiempo, una extraña sensación se había ido apoderando del escritor durante aquella noche en vela. Sentía que algo se le estaba escapando; creía haber visto algo el día anterior que le había provocado malestar, pero no conseguía recordarlo.
Una y otra vez, repasó todo lo que había hecho la tarde anterior. Por su mente desfilaron las imágenes del entierro de Guazo, sus conversaciones con Tomás Bullón, con Clara, con Diego, con su hermano… Veía con extraña claridad las escenas de los miembros del círculo alrededor de la tumba de Guazo, y los corrillos que formaban los integrantes de la Cofradía de la Historia. Después era la cena compartida con Diego y Marja la que se proyectaba en su mente mediante un mágico cinematógrafo, pero no lograba enfocar la mirada lo suficiente.
Las palabras de Holmes resonaron en su mente como si alguien se las susurrara al oído: «No veo más de lo que ven otros, pero me he adiestrado en fijarme en lo que veo».
¿Qué diablos significaba «Lipski»?
Cuando las primeras luces del día arañaron las sombras por el este, Sergio se quedó dormido.
Manolo Salces tenía veintiséis años y era un hombre feliz. Amaba su trabajo como recepcionista de hotel, y hacía poco más de un año que había contraído matrimonio con su novia de toda la vida. Lo único que le faltaba a Manolo estaba a punto de llegar a este mundo. Era cuestión de días que el pequeño que transportaba en sus entrañas su esposa, Sara, desde hacía ya ocho meses y medio viera la luz del día. Lo único que Manolo deseaba era que no llegara en un día como aquel domingo, de cielo plomizo y lluvia inmisericorde.
A las doce de la mañana, el vestíbulo del hotel estaba inusualmente desierto, y Manolo aprovechó para ir al baño. Apenas se demoró unos minutos, pero a su regreso encontró un sobre de color marrón sobre el mostrador de la recepción. En el sobre había algo escrito:
A LA ATENCIÓN DE DON SERGIO OLMOS
Sergio Olmos. Habitación 357. ¿Debería llamar a la habitación o esperar a que el señor Olmos bajara?, se preguntó el recepcionista.
Manolo Salces pensó que tal vez la nota fuera algo urgente y decidió avisar al señor Olmos. Pero, cuando estaba a punto de hacerlo, sonó su teléfono móvil.
La expresión del rostro del recepcionista fue cambiando paulatinamente a medida que recibía las noticias que una voz femenina le transmitía. El resumen apresurado que le acababa de hacer su suegra contenía valiosos datos: Sara había roto aguas, el bebé se adelantaba, estaban ya camino del hospital, conducía el padre de Sara, ¿intentaría Manolo llegar a tiempo para ver nacer a su hijo?
Manolo Salces se metió mecánicamente la nota destinada al señor Olmos en un bolsillo de la chaqueta de su uniforme y corrió hacia la oficina del hotel.
Minutos más tarde, y con el beneplácito de la dirección del hotel, Salces conducía su automóvil mordiéndose los labios por la impaciencia. Solo faltaba que no estuviera allí cuando Manolito naciera. Desde el asiento trasero del automóvil, la chaqueta del uniforme lo miraba con indiferencia. Y, en el bolsillo derecho, viajaba el sobre de color marrón.
Sergio no despertó hasta las doce y media de la mañana. Abrió los ojos con dificultad y tardó bastante en enfocar la mirada. Se sentía cansado, y le dolían el cuello y la espalda. En la calle, llovía con furia. Y sobre la mesilla de noche permanecía el trozo de papel con aquella palabra, «Lipski», demostrándole que no se trataba de un sueño. Realmente, había estado con Marcos en el piso del difunto José Guazo, y era igualmente cierto que había encontrado aquel papel.
Sergio se sentó en el borde de la cama y contempló una vez más la nota. ¿Habría logrado Marcos descifrar el significado de aquella palabra?
Por fin reunió fuerzas suficientes como para ducharse, vestirse y telefonear a su hermano. No encontró, en cambio, valor aún para marcar el teléfono de Cristina Pardo.
Los hermanos Olmos se encontraron en el piso de la familia. Y, nada más ver la cara de Marcos, Sergio supo que tampoco su hermano había logrado resolver el enigma que había dejado tras de sí Guazo.
Pasaron más de dos horas reflexionando en voz alta sobre lo que podía ocultar aquel papel, y la única conclusión a la que llegaron era que debían entregárselo a la policía. ¿Cómo era posible que ellos no lo hubieran visto?
—No es tan extraño —dijo Marcos—. Si no hubieras movido el sillón, tampoco tú lo habrías encontrado.
Sergio entregó el papel a su hermano y le encargó que se lo hiciera llegar al día siguiente al inspector Bedia. Él, confesó, estaba harto de todo aquello y pensaba marcharse a primera hora del día siguiente.
El reto que suponía la misteriosa nota hizo que ambos olvidaran incluso que no habían comido. Cuando repararon en la hora, eran más de las tres y media de la tarde.
Sergio se despidió de su hermano haciéndole una confesión.
—Voy a intentar ver a Cristina esta tarde.
Marcos guardó silencio.
—Tal vez le pida que venga conmigo.
—Espero ver eso —replicó el hermano mayor.
Cristina Pardo había leído en el periódico la noticia de la muerte del asesino de las cuatro mujeres inmigrantes. A ella también le parecía imposible que aquel hombre hubiera sido José Guazo. Conocía al doctor antes de que Sergio se lo presentara como amigo suyo, puesto que lo había visto en la Casa del Pan atendiendo a los inmigrantes en varias ocasiones. ¿Quién iba a pensar que precisamente allí fue donde conoció a sus futuras víctimas?
No sabía si Sergio habría venido a la ciudad para el entierro de su antiguo amigo. Tal vez no. Después de todo, el doctor había demostrado un odio desmedido por Sergio, hasta el punto de que la vida de aquellas mujeres no había tenido más valor para él que el que tendría una pieza de ajedrez. Su único propósito había sido derrotar a Sergio. Vencer a Sherlock Holmes.
A las cuatro de la tarde, sonó el teléfono de Cristina.
La muchacha estaba en pijama. No había salido a la calle en todo el día y estaba dejando pasar las horas muertas de aquella tarde de domingo contemplando la televisión sin prestar atención al programa que emitían.
—Cristina —dijo una voz familiar—, soy Sergio. ¿Podemos vernos?
Silencio.
Silencio.
—Cristina, ¿estás ahí?
—Sí —respondió la muchacha—. Es solo que no esperaba esta llamada.
Sergio y Cristina pasaron toda la tarde en el piso de ella. Hablaron sobre mil cosas, evitando el momento en el que uno de los dos debería pisar un terreno que ambos sabían que era resbaladizo. Pero, ante el temor a que el castillo de naipes que habían formado durante aquella tarde de lluvia se viniera abajo, hicieron el amor con pasión. A las ocho de la tarde, Sergio le pidió a Cristina que se fuera con él a Londres. Le explicó que acababa de alquilar una casa en una zona exclusiva de la ciudad y que no sabía cuánto iba a estar allí, pero que le gustaría que, fuera adonde fuese, ella estuviera a su lado.