—Puede ser que nuestro asesino intente confundirnos —propuso Estrada—. Las teorías de ese periodista le han puesto en bandeja la posibilidad de escribir esa carta para desviar nuestra atención hacia teorías fantásticas, muy vendibles en la prensa.
—¿Y qué dice tu hermano de esa teoría tuya de los días del mes y los días de la semana? —preguntó Guazo.
El doctor estaba sentado en un sillón de cuero negro. Era su favorito, le había contado a Sergio. Había sido el único mueble del piso que él había comprado sin pedir opinión a su difunta esposa.
—Se lo he explicado por teléfono —contestó Sergio—. Marcos me confesó que hacía varios días que estaba dándole vueltas a esa misma idea. Para él no hay duda alguna; el asesino intentará cometer el doble asesinato en la madrugada del día 27, que es el último domingo del mes.
Los ojos azules de Guazo se entrecerraron dejando escapar un brillo intenso. Era cierto que no estaba en forma, y que poco recordaba en aquella figura desgarbada al robusto muchacho que Sergio conoció en la universidad, pero resultaba evidente que la excitación que le producía aquella aventura estaba siendo la mejor medicina para él. Aquella tarde tenía un aspecto bastante mejor que días atrás, según el peritaje de Sergio.
—Es posible —admitió el doctor—. Si es capaz de cometer esos crímenes el día de las elecciones, la repercusión será tremenda.
—Y las consecuencias políticas, tal vez, definitivas —añadió Sergio.
José Guazo recibió el comentario de su amigo con sorpresa e incredulidad.
—¿De veras crees que Morante puede estar detrás de esas muertes?
—No lo sé —reconoció Sergio—. Pero con toda probabilidad se beneficiaría políticamente si hay más ruido en el barrio. Los vecinos han formado patrullas de vigilancia, y empieza a calar la idea que Morante ha convertido en el eje de sus mítines de que el mundo era mucho más sencillo y feliz en los viejos tiempos, cuando el barrio no contaba con inmigrantes de otros países.
—No veo a Morante capaz de cometer esos asesinatos —aseguró Guazo.
Un incómodo silencio se instaló entre los dos amigos. Sergio paseó su mirada por el salón. Los muebles eran caros, pero de un estilo demasiado clásico para su gusto. La afición por la lectura de Guazo se reflejaba en la imponente biblioteca, cuidadosamente ordenada. Todo el salón destilaba orden y limpieza. Junto al sillón que ocupaba Guazo había una pequeña mesita auxiliar sobre la cual se podía admirar el retrato de Guazo y una mujer de grandes ojos negros y pelo ensortijado.
—¿Era tu esposa? —preguntó Sergio.
Guazo asintió.
—Se llamaba Lola. —Los ojos de Guazo se humedecieron. Sergio miró con afecto a su amigo. Marcos le había contado que, después del accidente que costó la vida a su mujer, Guazo cayó en una profunda depresión.
—¿No has pensado en volver a casarte?
—No soy tan mujeriego como Watson —bromeó el doctor.
—No, pero yo solía provocarte en la universidad diciendo que te parecías mucho a él, porque, aunque tus ideas eran limitadas, eran sumamente pertinaces —dijo Sergio parafraseando a Holmes
[97]
.
—Veo que tu memoria sigue entrenada. —Guazo sonrió de mala gana. Era evidente que el comentario no le había agradado.
Sergio no pareció darse cuenta de lo inoportuno de su observación. Y, sin poder evitarlo, como sucedía en los viejos tiempos del Círculo Sherlock, se lanzó a polemizar con su amigo.
—¿Ya has resuelto el misterio de las dos balas de fusil
jezail
? —Sergio apuró el contenido de la copa de coñac que le había servido Guazo.
El rostro del médico se ensombreció.
—¿Aún sigues con eso?
—Estuviste a punto de darme un puñetazo un día por burlarme de Watson y de los disparos que dijo haber recibido, ¿recuerdas?
Naturalmente que Guazo lo recordaba. Nunca había odiado tanto a Holmes como aquella tarde en que pareció encarnarse en la persona de Sergio.
Todo sucedió a partir de un comentario que alguno de los miembros del círculo había hecho a propósito de algún detalle de
El signo de los cuatro
. A continuación, Sigler afeó la conducta de Holmes de entregarse a la cocaína, aunque fuera disuelta al siete por ciento, tal y como se narra en las primeras líneas de ese relato. Guazo opinó en voz alta que en aquella introducción Watson había retratado el alma de Sherlock como jamás lo hizo en las demás aventuras: un hombre pesimista, oscuro, autodestructivo, incapaz de vivir una vida que no lo retara con problemas aparentemente irresolubles. Frente a él, añadió Guazo, aparecía la mirada amable de un buen hombre. Watson era entrañable, amigo fiel y un excelente escritor, a pesar de que Holmes tildara su estilo de sensacionalista. Y, sobre todo, el doctor era humilde, lo que contrastaba violentamente con la altanería y la vanidad de Holmes.
Sergio se sintió aludido por aquellas críticas a su héroe y contraatacó. Para empezar, se mostró por completo de acuerdo con Holmes cuando aseguró que Watson no era luminoso, y que su única utilidad era ser un conductor lumínico para Sherlock
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; es decir, que la torpeza congénita del doctor estimulaba el ingenio del detective. A continuación, ignorando el rostro descompuesto por la ira que exhibía Guazo, tildó de mentiroso a Watson echando mano de un detalle aparentemente desconcertante que el doctor menciona en esa historia. Al comienzo de la aventura, Watson hace referencia al dolor que sufría aún en su pierna como consecuencia del disparo de un fusil
jezail
, un tipo de arma muy empleado en Afganistán, en cuya guerra él había participado
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.
Un lector cualquiera no habría reparado en que aquel detalle que solo podía ser o un error o una mentira, puesto que en
Estudio en escarlata
, la primera aventura que los dos compañeros compartieron, y la primera que Watson escribió para el gran público, el doctor afirmaba que había sido herido en Afganistán en un hombro
[100]
. Pero Sergio Olmos y el resto de miembros del Círculo Sherlock no eran lectores comunes. Para ellos, cada detalle era sumamente valioso. Cada frase era una gota de néctar que había que saborear con calma.
Sergio sabía que había encontrado un punto débil en la defensa que Guazo hacía de su admirado doctor Watson. ¿Cuántas balas había recibido el médico? Los hechos narrados en
El signo de los cuatro
tenían lugar en septiembre de 1888, precisamente cuando Jack el Destripador sembraba de horror Whitechapel.
La discusión entre Olmos y Guazo fue ganando en intensidad, y a punto estuvo de terminar en pelea. Y ahora, veinticinco años después, Sergio bromeó de nuevo con las balas que parecían perseguir a Watson.
—Supongo que no es necesario que te recuerde que hay estudiosos que aseguran que Watson recibió un segundo balazo, tal vez a finales de abril o a comienzos de mayo de 1888 —argumentó Guazo, empleando un tono áspero—. Puede que sucediera cuando Holmes investigó «El pequeño asunto de los camafeos del Vaticano».
—Pura especulación —replicó Sergio—. Nadie sabe lo que ocurrió en esa historia, porque solamente se menciona de pasada en
El sabueso de los Baskerville
.
—Pero es muy probable —insistió Guazo.
—¿De veras? —se burló Sergio—. ¿Te parece creíble que le hirieran en las dos ocasiones con un fusil
jezail
? En Afganistán, resulta admisible, pero no lo creo probable en Europa.
Guazo apretó los dientes. No tenía mejor argumento que el silencio.
Sergio, ajeno a la humillación que nuevamente había infligido a su amigo, miró distraídamente una caja de cartón amarilla que estaba junto a un calendario de mesa. Cogió el calendario y se abstrajo mirando los días que faltaban para que llegara la fecha en la que temía que se produjeran nuevos asesinatos.
—¿De modo que crees que nuestro hombre lo intentará el día 27? —preguntó, desplazando la mirada desde el calendario hasta los ojos azules de José Guazo.
Días 23 y 24 de septiembre de 2009
M
artina Enescu estaba impaciente. Después de todo un día trabajando, lo que ansiaba era cerrar el locutorio, tomar una copa en cualquier parte y meterse en la cama. Había sido un día agotador, triste y sucio. No muy distinto de los demás de su vida.
Pero a Martina aún le quedaban diez minutos de jornada laboral, a pesar de que a esas horas solo había una clienta en el locutorio. Martina la miró de soslayo: negra, gruesa, con cabello rizado y oscuro como un tizón. Sin saber por qué, Martina creyó percibir una sombra de tristeza en aquella mujer.
Aminata Ndiaye apuraba sus últimas monedas y sus últimos minutos hablando con su familia. Estaba incómoda, porque había advertido la impaciencia en la mirada de la joven que regentaba el locutorio. Se trataba de una chica delgada, que parecía una adolescente. Aminata calculó que no tendría más de dieciocho años. La muchacha tenía la piel extremadamente blanca, y era rubia. En los ojos de aquella joven, Aminata creyó ver odio y miedo.
Martina tamborileó nerviosa con un bolígrafo sobre el mostrador. Volvió a mirar sin rubor el reloj que presidía el local y comenzó a hacer los preparativos diarios para echar el cerrojo al locutorio. Esa era una táctica infalible. Los clientes más perezosos, como aquella mujer de color, solían acortar sus conversaciones y se marchaban con viento fresco cuando ella iniciaba aquel ritual que procuraba que fuera lo más ruidoso posible. Martina sabía que había un punto de crueldad en su actitud, porque aquellas gentes, como ella, estaban muy lejos de su patria, y tal vez su único consuelo era poder compartir unos minutos de conversación con los suyos después de un maldito día más en España. Martina lo comprendía, pero ¿quién la comprendía a ella?
Aminata se despidió de los suyos más apresuradamente de lo que hubiera deseado. La chica rubia la había puesto nerviosa. Resultaba evidente que la presencia de Aminata entorpecía los planes de la joven.
Cuando estaba a punto de cruzar la puerta y dejarse zarandear de nuevo por aquel viento incómodo que se había adueñado de la ciudad en los últimos días, Aminata se volvió y miró a la muchacha rubia a los ojos.
—Lamento haber retrasado tu hora de salida —se disculpó.
Martina respiró aliviada cuando la oronda negrita acabó su conversación y caminó con paso decidido hacia la puerta. Pero, de pronto, vio que aquella desconocida se detenía, se giraba y posaba sobre ella sus enormes ojos negros. Después, la escuchó decir:
—Lamento haber retrasado tu hora de salida.
Martina estaba tan sorprendida que se quedó muda. No estaba acostumbrada a que nadie la tratara con amabilidad, y aún menos los clientes del locutorio. Contempló a la mujer durante unos segundos. Al final, se vio obligada a decir algo.
—No te preocupes —dijo. Luego, trató de sonreír, pero no supo hacerlo bien.
Las dos mujeres se miraron una vez más. Aminata tenía un pie en la calle y otro en el locutorio. Martina tenía ambos pies dentro del local.
—Me llamo Aminata Ndiaye —dijo la mujer negra, ofreciendo su mano.
Martina dudó antes de estrechar aquella mano negra con su pequeña mano blanca.
—Martina Enescu —se presentó.
—Bueno, debo irme —dijo Aminata.
—Está bien —repuso Martina.
La joven rumana miró a la mujer negra mientras cruzaba la calle. Sintió remordimientos. Le parecía que no había sido amable con ella. Aminata era la primera persona que le regalaba una sonrisa y una disculpa a la vez en toda su vida. Además, ¿no sería más divertido tomar una copa charlando con otra persona?
—Aminata —gritó Martina—. Espera.
Una furgoneta negra aparcó junto al locutorio. Sus ruedas chapotearon en un charco y a punto estuvieron de salpicar a Martina.
—¿Te puedo invitar a tomar una copa? —preguntó la joven rumana a la senegalesa.
La lista contenía setecientos cincuenta y ocho nombres. Diego los había leído todos tantas veces que incluso había logrado memorizar un buen número de ellos. Algunos eran especialmente exóticos, y por eso le habían llamado la atención. Setecientos cincuenta y ocho desconocidos. Gentes procedentes de casi todos los continentes a los que la vida había arrastrado por distintos arroyos hasta desembocar en aquella ciudad en busca de un futuro mejor que su presente, e infinitamente más bondadoso que su pasado. Hombres y mujeres que llegaron con las manos repletas de esperanza y los bolsillos vacíos. Hijos de distintos dioses a quienes la vida no tardó en demostrar que las ilusiones no llenarían los estómagos de sus hijos, y por eso se los veía acudir con más frecuencia que la que ellos mismos desearían a la Casa del Pan.
Pero no todos aquellos nombres tenían el mismo interés para el inspector Diego Bedia. Las conversaciones con Sergio Olmos y sus propias conclusiones le habían hecho subrayar con un grueso rotulador rojo ciento veinticinco de aquellos nombres. Correspondían a las mujeres que, según los datos que constaban en la Oficina de Integración municipal, no tenían familia en la ciudad.
Diego y el inspector jefe Tomás Herrera habían visitado la oficina a cuyo frente estaba Cristina Pardo en horas de trabajo, y eso se había convertido en algo ciertamente temerario. El comisario había dejado claro que todas las fuerzas debían orientarse en seguir la línea de investigación que el inspector Estrada había trazado. Él era ahora la luz que guiaba a la comisaría. A pesar de todo, ni Diego ni Herrera estaban dispuestos a permanecer de brazos cruzados a la espera de un nuevo crimen que, estaban seguros, podía producirse en cualquier momento.
Aquella visita a la Oficina de Integración había tenido un doble atractivo para el inspector jefe Herrera. A Diego no le pasó desapercibida la sonrisa que Tomás y María, la compañera de Cristina, se dedicaron. Ni tampoco la cortesía excesiva con la que Tomás hablaba a aquella muchacha.
El segundo atractivo de la visita era meramente profesional. Los dos se sentían más útiles indagando sobre los nombres de aquellas mujeres que escuchando las teorías de Estrada, quien había decidido invertir todo su tiempo en seguir la pista a las actividades de Raisa, la esposa del músico ruso. Diego, por si fuera poco, tenía que soportar los cuchicheos y las risitas que se dedicaban Estrada y su exmujer. Verlos juntos en la comisaría estaba agotando su paciencia.
—Ciento veinticinco son demasiadas —comentó Tomás Herrera, sacando a Diego de sus pensamientos.