Las violetas del Círculo Sherlock (59 page)

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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga

BOOK: Las violetas del Círculo Sherlock
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Pero ¿por dónde había huido Jack? ¡Dos asesinatos en menos de una hora y a más de un kilómetro de distancia! ¿Era un hombre o un demonio?, se preguntó una vez más Sergio. Después, apuró el vaso de ron que dormía en su mano izquierda y permitió que sus ojos volvieran a mirar más allá de la ventana azotada por la lluvia, como si en el fondo oscuro de aquella tarde se ocultara la respuesta que podía impedir que dos mujeres inocentes fueran asesinadas en tan solo unas horas.

De pronto, un ruido procedente de la puerta de su habitación lo sacó de su ensimismamiento. Sergio se acercó con cautela. Alguien había deslizado por debajo de la puerta un sobre que a cualquiera le habría parecido convencional, pero a Sergio le pareció siniestro.

Los segundos que tardó en reponerse de la impresión, recoger el sobre del suelo y precipitarse al pasillo del hotel fueron claves para permitir la huida de quien había dejado una nueva nota a Sergio Olmos. El escritor, a pesar de todo, corrió hacia el vestíbulo del hotel con la esperanza de descubrir al misterioso emisario. Por desgracia, el
hall
estaba invadido por los turistas franceses de la tercera edad que llevaban instalados allí varios días. Sergio trató de abrirse paso entre las decenas de ancianos, pero los franceses dificultaron tanto su carrera que cuando salió a la calle lo único que pudo conseguir fue dejarse empapar por la lluvia.

De regreso a su habitación, Sergio se secó el cabello empapado con una toalla y se quitó la ropa. Se abrigó con el albornoz que el hotel ofrecía a sus clientes y con manos temblorosas abrió el sobre. No le sorprendió que cinco pétalos de violetas cayeran sobre la cama y apenas parpadeó cuando leyó en voz alta el mensaje:

¿Qué daremos por ellas?

Todo lo que poseemos.

Un círculo rojo servía de firma al billete.

8

26 de septiembre de 2009

¿Qué daremos por ellas?

Todo lo que poseemos.

E
l inspector Bedia leyó el mensaje que alguien había deslizado por debajo de la puerta de la habitación de Sergio en el hotel que se había convertido en su hogar. Eran las ocho de la mañana. Una niebla algodonosa se alzaba, perezosa, en los montes que rodeaban la ciudad y cubría por completo el río que la atravesaba. Un persistente sirimiri empapaba las calles. La cafetería del hotel había sido tomada por los turistas franceses, de modo que Sergio se había hecho subir el desayuno a su habitación y había pedido un café con leche para el inspector.

—¿De nuevo Sherlock Holmes? —preguntó Diego Bedia.

—Otra vez «El ritual Musgrave» y «La aventura del Círculo Rojo» —respondió Sergio—. Pero la pregunta no es exactamente igual a la del ritual —precisó—. En el relato de Doyle se formula en singular: «¿Qué daremos por ella?». En cambio —señaló con la barbilla el papel que Diego tenía entre sus manos—, ahí aparece en plural.

Diego no tardó en comprender lo que el escritor quería decir.

—¡Joder! —maldijo—. ¡Tiene a dos mujeres!

—Va a cumplir la amenaza —dijo Sergio mientras se dejaba caer en un sillón de los dos que amueblaban su habitación—. Un doble asesinato, como hizo Jack.

—En la comisaría no tenemos ninguna denuncia de mujeres desaparecidas —recordó Diego.

—Todavía no tenéis esa denuncia —matizó Sergio—. Como ya sabemos, va a por mujeres que viven solas, que no tienen familia. No sabemos cuánto hace que están en su poder, pero si son prostitutas o algo parecido puede que nadie las eche de menos durante un par de días o tres.

Diego asintió en silencio.

—Lo que ya está claro —añadió Sergio— es que esos rusos no tienen nada que ver en todo esto.

—El problema será hacérselo ver al comisario —comentó Diego—. Él y Estrada han vendido a la prensa la resolución del caso con una imprudencia temeraria, y ahora no creo que estén dispuestos a dar marcha atrás por esta carta. El comisario no quiere ni oír hablar de Sherlock Holmes.

—Pues me temo que dos mujeres inocentes van a morir esta noche si no eres capaz de hacerles ver el error que están cometiendo.

Diego guardó silencio mientras releía el mensaje. Al dar la vuelta al papel, leyó algunas de las líneas de la novela que Sergio había empezado.

—¿Esto lo habías escrito tú? —preguntó al escritor.

—Sí —respondió Sergio—. Es otro de los folios que había desechado. Es evidente que escribió todos los mensajes el mismo día y en mi ordenador. Un plan meticuloso.

—Un reto personal dirigido a ti —añadió Diego señalando el círculo rojo que servía de firma al enigmático mensaje—. Un reproche, una acusación de traición, como en esa historia que me contaste sobre el círculo rojo.

—Yo no he traicionado a nadie —dijo Sergio.

—El que te ha retado no parece estar de acuerdo contigo en eso —replicó Diego—. Y los pétalos de violeta ¿qué significado tienen?

—No lo sé —reconoció Sergio—. En la historia de «Las cinco semillas de naranja», las semillas anticipaban los asesinatos cuando eran enviadas. Supongo que aquí la idea es la misma. Nos anuncia que habrá cinco muertes, tantas como se atribuyen a Jack el Destripador.

—Sí, pero ¿por qué usa pétalos de violeta y no semillas de naranja?

Media hora más tarde, Diego Bedia mostraba al comisario Gonzalo Barredo la nueva carta que alguien había enviado a Sergio. Al mismo tiempo, y con el apoyo del inspector jefe Tomás Herrera, empleó toda su capacidad de persuasión para hacer comprender al comisario que la pista del matrimonio ruso no conducía a ninguna parte. Ellos no podían haber escrito aquella carta, y todo conducía de nuevo al Círculo Sherlock.

—¡No me diga! —replicó con sorna el comisario—. Si usted está en lo cierto y los rusos no son culpables de nada, ¿por qué el marido se declaró autor de esos crímenes? ¿No cree que lo hizo para intentar proteger a su mujer?

—No sé por qué ese hombre se ha declarado culpable —reconoció Diego—. Pero de lo que sí estoy seguro es de que miente. Serguei Vorobiov no es nuestro Jack.

—¡Nuestro Jack! —El comisario estalló en una carcajada. Su cara, escrupulosamente rasurada y de piel sonrosada, se tornó carmesí—. ¿Ha oído, Estrada? ¡Nuestro Jack!

Sentado en una silla al fondo del despacho del comisario, el inspector Estrada coreó con una risa de hiena las carcajadas del comisario.

—Por favor, Herrera —el comisario posó sus ojos saltones en la figura marcial del inspector jefe—, ¿usted también me viene con esas historias de Holmes y Jack el Destripador?

—Lo único que puedo decir —respondió Tomás Herrera, aclarándose la voz— es que estoy de acuerdo con el inspector Bedia. Los rusos no han podido escribir esta carta, y la experiencia nos dice que antes de los otros dos asesinatos alguien envió a Sergio Olmos unos mensajes similares, que tienen que ver con las aventuras de Sherlock Holmes. —Herrera hizo una pausa y tomó aire. Sabía que estaba alineándose definitivamente contra Estrada, el nuevo ojo derecho del comisario; el mismo que tenía su ojo izquierdo amoratado—. En cuanto a Jack el Destripador, creo que tenemos suficientes datos que demuestran que el criminal pretende emular los asesinatos que se produjeron en Londres en 1888 y, si estamos en lo cierto, tal vez esta misma noche dos mujeres sean asesinadas. Si eso es así, creo que usted y esta comisaría no van a quedar en muy buen lugar.

El comisario lanzó una iracunda mirada a Tomás Herrera. Tragó saliva y todos vieron como la nuez de Barredo subía y bajaba en medio del silencio que reinaba en el despacho. Segundos más tarde, el comisario dio a conocer su decisión.

—Mire usted, Herrera —dijo en un tono calculadamente teatral—, ni me gusta ni tolero que ningún policía que esté bajo mis órdenes haga las insinuaciones que usted ha hecho. —Levantó la mano exigiendo a Herrera silencio al ver que el inspector pretendía decir algo en su favor—. Si el inspector Estrada le ha dado a usted cien vueltas en este asunto, no es culpa mía, sino de su ineficacia. En cuanto a esta carta —el comisario miró con indiferencia el papel y los cinco pétalos de violeta—, bien puede haber sido escrita por los rusos, como las otras tres, puesto que, como Bedia nos ha dicho, todas debieron ser escritas al mismo tiempo. Los rusos pueden tener un cómplice a quien habrían encargado entregar la tercera carta que ya tenían preparada para desviar la atención.

—Con todos los respetos, señor comisario —dijo Diego—, ¿para qué iban a querer desviar la atención los rusos si el marido ya se ha declarado culpable?

—Precisamente, para que nos surjan las dudas —intervino Estrada—. Pero debo decirles que hay algo que ustedes desconocen y que el comisario y yo sabemos. —Una sonrisa de zorro se fue abriendo paso en el rostro enjuto de Estrada. Miró al comisario con complicidad y, al ver que Gonzalo Barredo asentía dándole permiso para proseguir, carraspeó—: Ya sabemos por qué Serguei Vorobiov se declaró culpable. Confesó esta misma madrugada cuando le hicimos ver el negro futuro que tenían por delante sus dos hijos ahora que su mujer también había sido detenida.

Estrada contempló visiblemente divertido a Diego Bedia y a Tomás Herrera, que parecían dos estatuas de sal. Diego miró al amante de su exmujer sintiendo que las fuerzas le abandonaban. ¿Acaso era posible una humillación mayor que la de que el hombre que te ha puesto los cuernos con tu mujer te avasalle también en tu propio trabajo y delante de tu jefe?

—Cuando Raisa estaba a punto de cumplir dieciocho años —dijo Estrada—, asesinó en Moscú a dos prostitutas que estaban acostándose con su padre. Les disparó con una pistola de su padre, que era un alto cargo del Partido Comunista. El propio partido se encargó de que jamás se encontrara a las mujeres asesinadas ni hubiera investigación alguna. Desde entonces, Raisa odia a las prostitutas. Serguei lo sabía y cuando oyó las noticias de esos dos crímenes temió que Raisa fuera la asesina. Ella madruga para ir a limpiar en ese local del bingo, como ya sabemos, y Serguei no podía estar seguro de lo que ella hacía a esas horas de la madrugada en la calle. Él se encargaba de vestir y dar el desayuno a sus hijos. —Estrada sacó del bolsillo una cajetilla de tabaco y utilizó un mechero amarillo para encenderlo. Dio una profunda calada y expulsó el aire de un modo voluptuoso. Estaba disfrutando con la cara pálida que exhibía Diego Bedia—. Serguei tuvo mala suerte al ser visto por esa prostituta uruguaya la noche en que la primera víctima desapareció, y para colmo volvieron a verlo en el bar donde la segunda víctima estuvo bebiendo la última noche en que se la vio con vida. La mala fortuna hizo que se cruzara en nuestro camino y que lo detuviéramos. Fue entonces cuando decidió declararse culpable ante el temor de que investigáramos a su mujer.

Cuando terminó su discurso, Gustavo Estrada contempló su obra. Herrera y Bedia parecían dos guiñapos. Estaban abatidos, pálidos, y sus teorías sobre Sherlock Holmes y todo lo demás parecían infantiles. Sin embargo…

Diego Bedia no estaba dispuesto a rendirse aún.

—Muy bien —admitió—. Raisa Vorobiov asesinó a esas mujeres, como tú dices. —De pronto su voz sonó firme, y miró a Estrada a los ojos—. Pero si ellos escribieron esas cartas, como usted, señor, sostiene —lanzó una mirada retadora al comisario—, ¿qué interés tiene esa rusa en Sergio Olmos? ¿Cómo es que sabe tanto sobre Sherlock Holmes? ¿Cómo fueron capaces de acceder a su ordenador? ¿Se ha comprobado si viajaron a Inglaterra el 27 de agosto en que Olmos recibió la primera carta? —Diego hizo un alto y tomó aire antes de proseguir—: Porque lo que ni usted ni usted —paseó la vista desde el comisario hasta Estrada— pueden negar es que esas cartas sí tienen que ver con las aventuras del detective. Y, por último, ¿dónde se van a esconder ustedes mañana si esta noche dos mujeres son asesinadas en las calles de ese barrio?

Diego no esperó la respuesta del comisario ni de Estrada. Se levantó de la silla que ocupaba y salió del despacho dando unas enormes zancadas. A su espalda dejaba un campo desolado, propio de una batalla napoleónica. Lo que no estaba claro aún era la identidad de los cadáveres tendidos sobre ese campo: ¿eran los del comisario Barredo y del inspector Estrada o eran el suyo y el de Herrera?

Diego cerró la puerta de su despacho dando un portazo. Se dejó caer sobre la silla de su escritorio y ocultó el rostro entre sus grandes manos. ¿Acaso se había vuelto loco? ¿Se había dejado llevar por los celos? ¿Qué medidas tomaría contra él el comisario?

Miró una fotografía de su hija Ainoa que presidía su mesa de trabajo. Sonrió a la pequeña, como si ella lo pudiese ver. Luego levantó la vista y se dejó atrapar por el reflejo que arrojaba un armario con puertas de cristal que había a la derecha de su mesa. Contempló la imagen de un hombre de complexión fuerte, con barba de varios días más espesa en la perilla, moreno y de aspecto marcadamente latino.

—¡Joder, Bedia! —dijo a la imagen de sí mismo que le miraba desde el cristal—. ¡En qué lío te has metido!

Después sacó las llaves del coche, que tenía en el bolsillo derecho del pantalón, y reparó en un papel que había olvidado. En el papel había un número de teléfono, el mismo que figuraba en el teléfono móvil de José Meruelo. El número al que Meruelo había telefoneado la noche en que fueron a hacer unas preguntas al cura Baldomero.

Diego marcó el número de teléfono y aguardó la respuesta. Al cabo de diez segundos, una voz que el inspector Bedia reconoció de inmediato se escuchó al otro lado del teléfono.

—¿Dígame? —dijo Tomás Bullón, a quien parecía evidente que aquella llamada lo había despertado.

Diego colgó el teléfono. Ya sabía quién había proporcionado la información del caso a aquel periodista, pero decidió hablar con Meruelo más tarde. A continuación, tomó una decisión. Solo tenía una oportunidad de salir indemne de aquel jaleo, y era encontrar al verdadero asesino. Y tal vez la última ocasión se presentaría aquella noche.

Tomás Herrera entró en el minúsculo despacho de Diego Bedia. Traía cara de muy pocos amigos.

—Estamos jodidos los dos —dijo nada más entrar.

—Perdí los nervios —se disculpó Diego—. Lo siento. Te he metido en un lío.

—No te preocupes. Lo único que hiciste fue adelantarte a lo que yo mismo iba a hacer —repuso el inspector jefe—. Le echaste cojones, pero es posible que ahora nos los corten a los dos. —Sonrió.

—Salvo que cojamos nosotros mismos a ese hijo de puta que está matando a las mujeres —argumentó Diego, que parecía haber experimentado una súbita metamorfosis. Estaba pletórico.

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