—No entiendo cómo pudo llegar al escenario tan rápido ni dónde averiguó el nombre de esa muchacha, Yumilca, antes de que nosotros lo diéramos a conocer —les dijo.
—Espero que no te molestes —intervino Marcos—, pero parece que tenéis algún tipo de filtración en la comisaría.
Diego respiró profundamente y asintió.
Sergio puso a Diego al corriente del extraño encuentro que había tenido en compañía de Cristina el día anterior con una echadora de cartas.
—Se llama Graciela —explicó Cristina.
—Bueno, pues resulta que esa mujer nos contó algo extraordinario.
Sergio necesitó cinco minutos para resumir las sensaciones que Graciela había tenido mirando los arcanos del tarot, y la relación que había establecido entre esas muertes y Cristina. Después le explicó al inspector Bedia quién había sido Robert James Lees y el papel que había jugado en la trama de Jack, según algunos autores.
—La teoría de que Jack era en realidad el médico de la reina, sir William Withey Gull, no parece muy sólida —comentó Marcos—. Fue Stephen Knight
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el que la popularizó. Aseguraba que el duque de Clarence, Albert Victor, se había enamorado de una prostituta llamada Annie Elizabeth Crook. —Marcos había logrado captar la atención de todos, incluidas las mujeres sentadas a la mesa—. El amor acabó en una boda secreta, e incluso tuvieron una hija, bautizada como Alice Margaret Crook. La reina Victoria, cuando se enteró, ordenó encerrar en un manicomio a Annie, y allí permaneció hasta su muerte. Pero habían quedado cabos sueltos, según esa teoría. Resultaba que cinco amigas de Annie, también prostitutas, conocían su secreto. E incluso tuvieron la ocurrencia de chantajear a la Corona para no divulgar lo que sabían. Entonces, el primer ministro, que era masón, puso el asunto en manos de su logia, de la que también formaba parte Gull, y comenzaron a asesinar a las incómodas testigos. El cochero real, John Netley, llevaba a Gull hasta las calles de Whitechapel para que realizara su siniestro trabajo mientras parte de Scotland Yard, también perteneciente a la masonería, miraba para otro lado.
Nadie respiraba en aquella mesa cuando Marcos finalizó su relato.
—La teoría falla —dijo Sergio—, porque Gull, que contaba setenta y un años cuando Jack cometió sus crímenes, tenía limitadas sus facultades debido a una apoplejía que había sufrido.
—¿Y la mujer, Annie? —preguntó Jasmina.
—Nunca se tuvo noticia de alguien llamado así que hubiera sido internada en un manicomio —respondió Marcos, sonriendo a Jasmina.
—Pero eso no sería raro —contestó Marja—. La propia casa real se cuidaría de que jamás se supiera nada de ella.
—¿Y qué fue de la niña? —quiso saber Cristina.
—Algunos dicen que fue llevada a Irlanda por Mary Jane Kelly, la última víctima de Jack y testigo de la boda de la prostituta con el príncipe, antes de que ella misma fuera asesinada —aclaró Sergio—. De todos modos —añadió, mirando a Diego—, sí hay algo de interés en lo que dijo esa mujer, Graciela. Creo que la relación de Cristina en todo este asunto se debe a que las dos mujeres asesinadas han hablado con ella en su oficina y las dos iban a comer a ese comedor social.
—La Casa del Pan —añadió Cristina.
Diego guardó silencio. También Tomás Herrera y él habían advertido que las dos mujeres estaban en la lista que se les había facilitado en la Oficina de Integración.
Tras unos minutos en los que cada uno se dedicó a terminar su postre, el inspector compartió con los dos hermanos los datos que el doctor Alvarado le había facilitado. Repasaron juntos los detalles que tenían que ver con Jack y aquellos que se ajustaban al retrato del asesino que buscaban. Los dos hermanos conocían mejor que el inspector las hazañas de Jack y le facilitaron algunas ideas que él no había tenido en cuenta.
—Imagina los escenarios de Jack —dijo Sergio—. Tenía que haber sangre por todos lados. El corte en la tráquea de las víctimas debía provocar una cascada de sangre. Y, aunque Jack estuviera detrás de la mujer que degollaba, a la fuerza debía mancharse, y más cuando la destripaba en el suelo. De modo que, si las mataba en aquellos callejones, debía abandonar el lugar manchado de sangre.
—Y luego está el asunto de las vísceras —añadió Marcos—. ¿Cómo las transportaba? ¿Las envolvía en papel, simplemente? ¿Sabías que hasta la reina Victoria se interesó por ese detalle?
—¿Adónde queréis ir a parar? —preguntó Diego intrigado.
—La conclusión es clara —dijo Marcos—: o vivía en el barrio o tenía un escondite por allí cerca. De otro modo, es imposible que nadie lo viera.
—Hay una teoría —dijo Sergio— que dio a conocer un tipo de la Universidad de Liverpool…
—David Canter —apuntó la infalible memoria de Marcos—. La «hipótesis del círculo».
—Eso es —tomó el relevo Sergio—. Canter desarrolló un programa informático… —Miró a su hermano de nuevo en busca de ayuda.
—El programa Dragnet —apuntó Marcos.
—Bien —prosiguió Sergio—, la idea es que un asesino de ese tipo actúa en una zona ajustándose a una motivación personal, de manera que pretendía averiguar la residencia del asesino teniendo en cuenta los lugares en los que comete sus crímenes.
—No te sigo —reconoció Diego.
—Coges un mapa de la zona en la que actúa el asesino —explicó Marcos. Cogió varios vasos y convirtió la mesa en un improvisado mapa— y señalas los lugares en los que ha cometido los crímenes. —Dispuso cinco vasos sobre la mesa, el mismo número de asesinatos atribuidos generalmente a Jack—. Luego, trazas un círculo sobre el mapa tomando como diámetro los dos escenarios más alejados entre sí, pero dejando dentro del círculo el resto de los puntos donde actuó. —Hizo un círculo imaginario uniendo los dos vasos más alejados.
—Si la teoría es correcta —intervino Sergio—, el asesino vive dentro de ese círculo, y muy posiblemente cerca de su centro.
—O lo que es lo mismo, en el caso de Jack —añadió Marcos—, los lugares más alejados entre sí fueron Buck's Row, donde se encontró el cuerpo sin vida de Mary Ann Nichols, y Mitre Square, donde asesinó a Catherine Eddowes. Y, si no recuerdo mal —sonrió burlonamente, seguro como estaba de su memoria—, el centro de ese círculo nos llevaría a Whitechapel Road, no lejos de George Yard Buildings, donde Martha Tabram recibió una enorme cantidad de puñaladas.
—Pero no todo el mundo cree que a Tabram la asesinara Jack —recordó Diego.
—Eso es cierto —reconoció Marcos—. Tampoco yo lo creo, pero te doy ese dato por si te sirve de algo.
—Sin embargo, nosotros solo tenemos dos escenarios —dijo Diego.
—Espero que encontréis al asesino antes de contar con más puntos para tener que trazar un círculo —respondió Marcos.
—Según vosotros, entonces, el asesino vive en el barrio.
—A mí no se me ocurre nada mejor, de momento —admitió Sergio—. Cristina me dice que tal vez deberíamos pensar como lo haría Holmes, pero creo que es Marcos el que mejor lo puede hacer.
Marcos rio, halagado por el cumplido.
—Bueno, lo único que creo que debemos hacer es seguir la recomendación de Holmes: «No hay nada tan importante como los detalles triviales»
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14 de septiembre de 2009
E
l nombre del día aquel lunes fue Leather Apron
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. Y eso tenía mucho mérito, porque muy pocos sabían hasta entonces quién demonios era ese sujeto. Pero los pocos que habían oído hablar de él conocían su historia con bastante detalle.
Curiosamente, quien debiera estar más interesado en saber todo lo que tuviera que ver con la intriga del Delantal de Cuero —que no era otro que el músico y escultor ruso Serguei —era quien menos la conocía. Pero eso a Tomás Bullón le traía sin cuidado. Lo que Bullón tenía entre manos era otra extraordinaria historia que vender. Una historia que había comenzado a escribir echando mano de un viejísimo titular de la prensa londinense.
El día 5 de septiembre de 1888, el diario
Star
abría la información sobre los crímenes que habían tenido lugar en el East End de este modo: «Leather Apron. El único nombre vinculado con los asesinatos de Whitechapel. Un silencioso terror de medianoche».
A continuación, con aquel estilo suyo provocador y amarillo, Bullón recordaba los días en los que, tras los primeros crímenes de Jack, los detectives de Scotland Yard dirigidos por Abberline se mostraron totalmente desconcertados. La gente les reprochaba que no actuaran de inmediato contra un individuo que sembraba el terror entre las mujeres de la calle y al que apodaban de ese modo: Delantal de Cuero.
La prensa lo calificaba de salvaje y sanguinario. Tenía atemorizadas a las prostitutas de la zona. Los periódicos afirmaban que iba armado con un cuchillo que manejaba con extraordinaria destreza, y los agentes recogieron aquí y allá declaraciones de prostitutas con las cuales construyeron un retrato robot del supuesto asesino. Se trataba de un hombre de entre treinta y ocho y cuarenta años, lucía bigote, medía metro setenta de altura, era fuerte y siempre llevaba un delantal de cuero.
Comoquiera que el primer crimen, el de Polly Nicholls, tuvo lugar en Buck's Row, donde había un matadero y era un lugar lógicamente frecuentado por matarifes, el término Delantal de Cuero comenzó a ser considerado como apodo del asesino. El doctor Lewellyn, que practicó la autopsia a la primera víctima, había declarado que el arma empleada en aquel crimen podía ser un cuchillo de los empleados por los matarifes, o también por los zapateros. El
Daily Telegraph
vio en aquel hombre al verdadero culpable de lo que sucedía en Whitechapel, y la policía necesitaba imperiosamente realizar algún arresto que acallara al vecindario.
Finalmente, el 7 de septiembre encerraron a John Pizer, un judío polaco que remendaba botas y que, si se daba crédito a los comentarios que circulaban, se comportaba de un modo violento con las mujeres, además de extorsionar a las prostitutas. Pero, al cabo de veinticuatro horas, la policía lo dejó libre porque no halló nada que permitiera inculparlo.
Cuando Annie Chapman fue asesinada, la policía encontró en el patio trasero un delantal de cuero que parecía haber sido lavado recientemente. Aquello volvió a desatar las alarmas. La policía efectuó un buen número de arrestos, casi de un modo indiscriminado, tratando de apaciguar los ánimos. Naturalmente, entre los arrestados estaba de nuevo John Pizer.
A las nueve de la mañana del día siguiente al de la muerte de Annie Chapman, el sargento de detectives William Thicke, de la División H, llegó a la calle Mulberry. En el número 22 vivía Pizer en compañía de su madrastra, de setenta años de edad, y de un hermano suyo llamado Gabriel. El sargento lo detuvo sin contemplaciones, tal y como
The Times
y otros periódicos de la época recogieron. Pizer, de treinta y tres años, volvía a estar en el ojo del huracán.
Tenía que ser
Jack el Destripador, para que Scotland Yard y el barrio durmieran tranquilos.
El problema residía en que, simplemente, Pizer no era Jack.
A pesar de los esfuerzos de la prensa, como por ejemplo el
East London Observer
, de mostrar al público una descripción siniestra del zapatero —cabeza enjuta y de piel atenazada que resultaba desagradable de mirar, según ese periódico, porque tenía mechones de cabello de treinta centímetros de longitud, labios finos, sonrisa sardónica, fiero bigote y mirada terrible—, Pizer tenía una magnífica coartada.
El zapatero judío compareció en el juicio por la muerte de Annie Chapman que dirigió el juez Wynne E. Baxter. Pizer declaró haber llegado a su casa el día del crimen a las once de la noche, y no volvió a salir del número 22 de la calle Mulberry. Y podía demostrarlo. También tuvo coartada para la noche en que murió Polly Nichols, puesto que estuvo en una pensión llamada The Round House, en la ronda Holloway.
Una vez realizadas las comprobaciones oportunas, Pizer fue puesto en libertad y la policía hizo el ridículo una vez más en su investigación en Whitechapel.
Tras aquella larga introducción, Tomás Bullón exhibía en su artículo el as que guardaba en la manga. El mismo as que provocó la ira de Gustavo Estrada:
La policía ha detenido a su particular Delantal de Cuero. Se trata de un músico de origen ruso que talla figuras en madera con un cuchillo. El sospechoso, llamado Serguei Vorobiov, vive en el mismo piso de alquiler que la primera víctima, Daniela Obando…
El inspector Gustavo Estrada entró en el despacho del comisario Barredo rumiando su ira. También el comisario había leído la noticia.
—¿Cómo se explica esto? —preguntó Estrada. Respiraba agitadamente y en sus ojos latía la cólera—. ¿Quién se ha ido de la lengua?
—No lo sé —confesó el comisario—. Pero le juro que lo averiguaré.
Gonzalo Barredo ordenó que se presentara el inspector jefe Tomás Herrera.
—Quiero saber qué es lo que está ocurriendo —exigió el comisario cuando Herrera entró en el despacho. El comisario lanzó sobre la mesa el artículo de Bullón.
—No es la primera vez que sucede algo así desde que estoy aquí —intervino Estrada—. Ese periodista fue el primero en llegar al lugar del crimen el otro día; después, publicó el nombre de la víctima antes de que nosotros lo diéramos a conocer, y ahora… esto.
El comisario miró con dureza a Estrada.
—Le ruego que guarde silencio hasta que yo le diga lo contrario —le espetó. A continuación, se volvió hacia Herrera—: ¿Y bien?
—No lo sé, señor —reconoció el inspector jefe—. Pero es evidente que alguien está filtrando datos a ese periodista.
—Pues quiero que lo averigüe cuanto antes.
Estrada estuvo a punto de abrir la boca y mencionar el nombre de Diego Bedia, pero en el último instante sus ojos se toparon con la mirada acerada de Tomás Herrera y no se atrevió.
Herrera, en cambio, sí dijo algo:
—Señor comisario, esa información nos pone en una situación tremendamente difícil.
—Explíquese —exigió Barredo.
—Si ese ruso no es el culpable de los crímenes, la prensa y el barrio entero se van a echar aún más contra nosotros.
—Hemos encontrado en el piso una bolsa de deporte negra con varios cuchillos que pueden haber servido para cometer esos crímenes —estalló Estrada.
El comisario alzó una mano y traspasó con la mirada a Estrada.
—Esperemos que la policía científica pueda encontrar pruebas que demuestren que estamos en lo cierto —contestó Barredo.