—Caballero, por favor —repuso Sergio con falsa modestia, al tiempo que trataba de espantar la envidia con la que miraba de pronto a su amigo Víctor.
—No le habéis dicho que los modales Victorianos solo se emplean dentro del círculo. —Clara miró burlonamente a Sergio y rio.
Sergio se sintió enrojecer, lo cual pareció complacer enormemente a Clara, que rio aún con más fuerza. Después, acercó su mejilla a la de Sergio y se dejó besar suavemente a modo de presentación.
—Me llamo Clara. —Su voz era más grave de lo que Sergio había esperado, pero había en ella un matiz tremendamente sensual—. Y perdona la broma. De todos modos, si este grupo de cafres no fuera tan machista y admitieran a una mujer en el círculo, ya veríamos quién sabe más sobre el detective, si tú o yo.
Una luz se encendió en la mente de Sergio. De pronto comprendió el motivo por el cual durante la primera visita a la sede del club, y mientras admiraba las fotografías de los «santos lugares», como los del círculo llamaban a los escenarios holmesianos, alguien dijo que no todas las fotografías las había hecho Víctor. Entonces este replicó que ella no contaba. De modo que aquella mujer morena y de mirada azul era
ella
, comprendió Sergio.
Tiempo después averiguó que Clara, que era dos años más joven que él, estudiaba bellas artes, además de música y canto. Era gallega, como su padre, que representaba a una multinacional financiera en Madrid. Pero su madre era norteamericana y dirigía una importante agencia literaria. Un día ella le confesó que sus padres se habían divorciado y que aquello la había afectado profundamente durante un par de años. Al final, había optado por quedarse junto a su madre, confesó.
Clara era tremendamente inteligente; seguramente, más que cualquiera de los miembros del círculo. Ni siquiera Sergio, que podía presumir de un impecable expediente académico, estaba a su altura en muchos aspectos. En cuanto al canon holmesiano, pronto pudo averiguar que ella podría presidir el círculo sin ningún problema. Solo conocía a un hombre que supiera más que él y que Clara sobre las sesenta historias escritas por sir Arthur Conan Doyle.
Algo más advirtió Sergio con el paso del tiempo, y era que la sola presencia de Clara hacía que Enrique Sigler abandonara de inmediato la compañía de los demás, como si aquella mujer le provocara algún tipo de alergia aún por diagnosticar.
Sigler, a quien ya hemos presentado como un joven apuesto, de modales exquisitos y siempre bien vestido, tenía la misma edad que Sergio. Sabemos de él que era moreno, de estatura media, ojos verdes, mirada profunda y manos largas y delicadas. Su padre era un acomodado industrial y, junto a Víctor Trejo y a la propia Clara, formaba el triángulo de los millonarios, como los llamaban los demás burlonamente.
Aunque su padre era catalán, a Enrique Sigler le gustaba más hablar de su madre, una judía alemana, y por ello nunca empleaba el apellido paterno: Rosell. Una de sus aficiones era la de hablar de los orígenes míticos de su apellido alemán, puesto que aseguraba que era una variante de Segal. Los Segal, afirmaba, fueron maestros de la Torá desde antes incluso del Templo de Jerusalén, lo mismo que los Cohen o los Leví. Todos ellos, se vanagloriaba, eran descendientes directos de Aarón, el hermano de Moisés.
Sigler asistía al Círculo Sherlock, pero no era un consumado especialista en el tema, como ocurría con los demás. Sin embargo, se esforzaba por derrotar a Víctor Trejo, el gran mecenas de aquel extraño invento, en las escasas disputas que ambos sostenían sobre las aventuras del detective. Pero mientras Víctor competía sin pasión, Sigler mostraba su aspecto más agresivo cuando discutían los dos.
La violencia de sus discusiones había llamado poderosamente la atención a Sergio, pero nunca había encontrado el momento idóneo para preguntar a Víctor qué era lo que les sucedía. Y no supo el motivo hasta el día en que Clara le dijo que ella y Sigler habían mantenido una relación antes de que la joven comenzara a salir con Víctor.
—A Enrique no le gusta perder en nada —dijo Clara—, y supongo que a mí me tenía como un trofeo. Por eso discute con Víctor siempre que puede y huye literalmente de mí.
¿Era Holmes un misógino? Esa pregunta se la habían formulado a Sergio muchas veces. Ahora, de un modo involuntario, apareció de nuevo en su mente mientras seguía a cierta distancia por Hyde Park a aquella mujer que tanto le había recordado a Clara Estévez. La mañana seguía siendo maravillosa y eran muchos los visitantes que iban desde los jardines de Kensington hacia Hyde Park disfrutando del sol.
De pronto, la mujer interrumpió durante un momento su vigoroso caminar y secó el sudor de su frente con una muñequera diseñada por una poderosa marca de ropa deportiva. Miró a su alrededor, y por un instante sus ojos azules estuvieron a punto de posarse sobre la mirada de Sergio. Aunque, si es que llegó a verlo, nada en él le llamó le atención y prosiguió su caminata.
A pesar de lo que los demás sostenían, Sergio no creía que Holmes fuera un misógino. Cuando llegaba el turno de esos debates, él siempre argumentaba que en la aventura titulada «La banda de lunares»
[32]
uno de los primeros casos narrados por Watson, Holmes se pone de inmediato del lado de la protagonista, Helen Stoner, y se muestra indignado cuando descubre que el padrastro de la joven la ha golpeado.
Morante discutía apasionadamente sobre ese particular. En su opinión, Holmes era un empedernido misógino y proponía como argumento un ejemplo que a él le parecía palmario. Recordaba cómo en «Los hacendados de Reigate»
[33]
Watson dice que el detective solo aceptó ir a aquella casa de campo cuando supo que el anfitrión era soltero.
¿Era homosexual Holmes? Eso habían dicho algunos supuestos especialistas, e incluso se había creído que mantenía con Watson una relación mucho más allá de la amistad. Pero Guazo era el primero que defendía la heterosexualidad del doctor recordando que se había casado en tres ocasiones y que a lo largo de las diferentes aventuras muestra una especial predilección por las damas.
Clara bromeaba diciendo que tal vez Watson era bisexual y Holmes solo era homosexual. Sergio, en cambio, seguía en sus trece. Para él, Holmes no era misógino ni homosexual, sino que, simplemente, había entregado su cerebro y su cuerpo a una causa.
—Por una vez estoy de acuerdo en algo con Watson —solía decir para picar a Guazo—, y es cuando dice en «Escándalo en Bohemia» que para un cerebro como el de Holmes una emoción fuerte como la que provoca una mujer podía ser tan letal como la arena en un instrumento de precisión.
Clara miraba a Sergio con aquellos ojos de gata y le decía que Holmes tenía miedo de las mujeres, y que desconfiaba de ellas. Sergio procuraba no demorarse más de lo debido en la profundidad del azul de aquellos ojos y replicaba que el detective siempre fue un caballero con todas las mujeres que se cruzaron en su camino.
—Sí, pero de una de ellas se enamoró —respondía Clara, sonriendo.
Ensimismado en sus pensamientos sobre Clara Estévez y sobre Irene Adler, la mujer que enamoró a Sherlock Holmes, Sergio perdió de vista a la atlética morena a la que había seguido hasta Hyde Park. Entre el gentío que rodeaba la orilla del lago Serpentine, a Sergio solo le quedó de ella su recuerdo, lo mismo que le había dejado Clara Estévez.
En una ciudad del norte de España
27 de agosto de 2009
G
raciela se ganaba la vida con las cartas del tarot desde hacía más de veinte años. Para ella, aquel viejo mazo de naipes, cuyos orígenes algunos situaban en la India y otros en Marruecos o en Egipto, era un libro de sabiduría. En su opinión, el ritual que suponía cada tirada servía para facilitar un diálogo entre su parte consciente y su parte inconsciente. Pero después de todos aquellos años había aprendido a sentir de un modo especial cuando reflexionaba ante los Arcanos Mayores. Desde la carta 0 —el Loco— hasta el cartón
XXI
—el Mundo—, se contenían todas las respuestas a todas las preguntas. Si no se descubría lo que se anhelaba, era por torpeza y falta de limpieza de espíritu de quien las manipulaba, según creía.
Dieciocho años antes, aquella convicción suya le había costado su matrimonio. Para Blas González, un farmacéutico que encarnaba la tercera generación familiar al frente de la botica del pueblo en el que ambos vivían, aquella obsesión de su esposa por las malditas cartas era intolerable. Por supuesto que él no creía en nada de todo aquello, respondía visiblemente incómodo cuando algún vecino le preguntaba sobre qué pensaba a propósito de que su esposa se estuviera ganando fama de bruja con esos tejemanejes.
Pero ella no cedía a pesar de las discusiones, cada vez más acaloradas, que mantenían. Lo que ella llamaba «diálogo interior» él lo calificaba de simple chifladura. Y, así, la grieta entre los dos le fue ensanchando y acabó por devorar su matrimonio.
De aquella relación, él salió con menos dolores de cabeza y dejando el prestigio de la saga de boticarios inmaculada; ella emergió fortalecida, transmutada. Cuando los papeles se arreglaron y el matrimonio se convirtió en agua pasada para ambos, Graciela cerró su maleta y guardó en su bolso el mazo de cartas.
Convencida de que en los veintidós Arcanos Mayores se representan los símbolos básicos del sendero de la vida, en una habitación de hotel los desparramó sobre la cama aplicándose al máximo en el ejercicio. ¿Qué debía hacer con su vida? Y los cartones le hablaron. Y desde entonces siempre le habían hablado con claridad.
Graciela predicaba que se engañan quienes creen que el símbolo pretende disimular, engañar, ocultar al hombre aquello que contiene. En su opinión, los símbolos del tarot no nacieron para guardar secretos, sino para mostrar aquello que las palabras no pueden expresar y la mente no puede aprehender por el método científico. Por ello, es preciso ser un loco para emprender el viaje de iniciación que, a su juicio, era el tarot. De manera que decidió comenzar, como esa carta, desde cero, e intentar experimentar lo desconocido. Y así fue como Graciela, al igual que la figura del cartón del Loco, salió de aquel hotel con su minúsculo hatillo en busca de una nueva vida.
De sobra sabía que, en una aventura como la que se proponía, le aguardaban momentos difíciles; que debería atravesar, como el ciclo del tarot, reinos de sombras, pero se mostró firme en su propósito de caminar hacia una nueva luz.
Hacía dieciocho años que trabajaba en aquella ciudad y sus clientes eran tan abundantes como fieles. Era cierto que no lograba adivinarlo todo, pero tampoco erraba con frecuencia, de manera que su fama medró entre aquellos que ansiaban saber su futuro y creían que aquella mujer bajita que un día fue la esposa de un boticario de pueblo podía revelárselo.
Durante todos aquellos años había aprendido a conocer a la gente y a conocerse a sí misma. La exploración interior alcanzaba un milímetro
más
de profundidad con cada tirada de cartas. Había aprendido también a huir de la tentación de ganar dinero fácil embaucando a las almas más desvalidas de las que llegaban a su consulta. Creía manejar fuerzas suficientemente peligrosas como para no jugar con ellas. Pero, sobre todo, Graciela había aprendido a ser dócil y a saber escuchar a las cartas. Y, si una y otra vez aparecían sobre la mesa los arcanos que contemplaba, debía ser por algo.
Desde que el día anterior aquella chica rubia se cruzó en su vida, las mismas cartas le anunciaban algo horrible. Pero las cartas no facilitan direcciones ni números de teléfono ni diagnósticos médicos ni nombres de personas.
—Está claro que una mujer va a morir, pero ¿quién? —se preguntó Graciela, mirando las cartas.
Sobre el mantel blanco de la mesa camilla la carta
XII
, el Ahorcado, le hablaba, pero esta vez no conseguía entender su mensaje. Junto a él, el cartón
XIII
, la Muerte, era el heraldo del cambio, del fin, de la transformación, de la despedida. La carta
XVI
, la Torre, teñía de dramatismo el inminente futuro de una mujer desconocida. Pero, por más que Graciela buscaba en las dos figuras que caían al vacío desde aquella torre una solución, no la encontraba. Ni las veintidós llamas que un rayo arranca de la fortificación destruida ni el espectral jinete de la Muerte ni tampoco el hombre que pendía boca abajo cruzando sus brazos tras la espalda le daban la respuesta que ansiaba.
—¿Quién va a morir? —murmuró.
Daniela Obando tardó mucho tiempo en despojarse de aquella sensación de vacío con la que compartía la cama y que la obligaba cada vez con más frecuencia a remojar su alma en ginebra para poder conciliar algunas horas de sueño. Pero el vacío la aguardaba al día siguiente calcinando con el fuego de la resaca sus esperanzas de olvidar la muerte de su esposo.
Cada día, al despertar, su boca se convertía en una cavidad totalmente insuficiente para acoger su lengua, que parecía hinchada y desprendía un olor fétido. Y, mientras sus huesos y músculos se estiraban doloridos, las primeras luces del día eran el medio de transporte en el que huían los trocitos de la vida que una vez había compartido con su añorado esposo y que ella se esforzaba en conservar en la memoria durante el sueño.
Había dejado atrás un nuevo cumpleaños, pero todos sus esfuerzos por ahogarlo en alcohol se revelaban insuficientes cuando se descubría despertando a un nuevo día de soledad.
Más allá del cristal de su ventana, la lluvia fina seguía repiqueteando su melancólica canción de aquel extraño final del verano. Ni siquiera los lugareños más ancianos recordaban unas postrimerías del mes de agosto tan lluviosas y desagradables.
Eran las doce de la mañana cuando consiguió hacer acopio de fuerzas suficientes como para incorporarse y afrontar la realidad: hoy tampoco había muerto; hoy también seguiría sola.
Era jueves, aunque eso no tenía la menor importancia. Su agenda estaba orientada, en exclusiva, a beberse el tiempo. Podría acercarse por la oficina de Cristina Pardo, pero pronto desestimó esa idea. Cristina le había pedido algo de tiempo para poder encontrarle un nuevo trabajo, de modo que no parecía oportuno visitarla.
Al salir del cuarto de baño que compartían los realquilados del piso en el que vivía, se tropezó con el músico ruso. Él le sonrió; ella quiso corresponder, aunque no acertó a hacerlo. ¡Hacía tanto tiempo que Daniela no reía!