Scotland Yard no estaba preparada en 1888 para capturar en poco tiempo a un asesino como aquel. Suponemos que hoy en día la policía sí está capacitada para enfrentarse a un criminal que pretenda emular a Jack. Lo único que los ciudadanos deben pedir es que la investigación no se parezca a la que se llevó a cabo en Londres en aquel tiempo.
Fue sir Robert Peel quien, en 1829, impulsó desde el Ministerio del Interior la creación de un cuerpo de policía para Londres. Debía tratarse de un organismo autónomo y dotado de medios humanos suficientes como para mantener el orden en una metrópoli tan enorme. La ciudad se estructuró en diecisiete divisiones con comisaría propia. Todas ellas estaban bajo la supervisión de una oficina central, cuyas dependencias se instalaron en el número 4 de Whitehall Place, que comunicaba con el solar de un antiguo palacio que los reyes de Escocia habían empleado cuando iban a Londres. Los londinenses conocían aquel paraje como Scotland Yard, y de ahí tomaría su popular nombre la policía metropolitana.
Sin embargo, los ciudadanos de Londres no mostraron la menor simpatía por aquellos hombres uniformados, a pesar de que sus chaquetas, pantalones azules y cascos de acero forrados con piel de conejo no los mostraban como unos militares al uso. Para colmo, su eficacia se veía mermada por la carencia de una verdadera estructura policial, ya que carecía de un cuerpo de detectives. La creación de una humilde oficina de detectives se demoró hasta mediados de la década de los cuarenta del siglo
XIX
, y hasta 1878, solo diez años antes de la aparición de Jack, no se creó el Departamento de Investigación Criminal.
Los policías que hacían su ronda por las calles de Whitechapel eran unos funcionarios sin demasiada preparación a los que se enviaba a patrullar provistos únicamente de un silbato, una porra y una linterna de ojo de buey a la que en los escritos de la época denominan «lámpara oscura». Aquella lámpara, pesada e incómoda de manejar, apenas conseguía arañar la tupida oscuridad que reinaba en las calles, muy mal iluminadas por farolas de gas. Con aquellos medios y dado el estado del conocimiento científico aplicado a la criminología, es hasta cierto punto disculpable el ridículo que la policía realizó desde el primer crimen de Jack…
Diego cambió de opinión: aquel periodista no era solo un irresponsable incendiario, sino un verdadero hijo de puta que estaba predisponiendo a la gente claramente contra la policía si él y sus hombres no tenían un acierto extraordinario en un tiempo récord. No era difícil leer entre líneas: mientras la policía londinense del siglo pasado carecía de medios, la comisaría local sí disponía de ellos, y la criminología era ahora una ciencia avanzada. Pero lo que aquel cabrón no decía es que, a pesar de todo, podía resultar difícil detener a alguien que parecía tener exquisito cuidado en lo que hacía. Hasta ahora, la policía científica no había encontrado ni una sola huella ni una pista que seguir. No había restos de ADN del posible asesino ni en el cuerpo de Daniela ni en la zona. Lo único que estaba claro era que el portal junto al cual había aparecido el cadáver no era el lugar del crimen; algo que, por lo que estaba leyendo, también se había considerado en 1888, al menos en un primer momento. El asesino que Diego perseguía, como Jack, no había violado a la mujer y había actuado con una pulcritud exquisita. ¿Jack habría sido tan meticuloso, o fueron sus colegas quienes facilitaron sus crímenes a causa de la falta de medios que padecían?
¿Cuánto tiempo habría durado Jack el Destripador en nuestras calles? ¿Se habría movido con la misma impunidad por el distrito norte que por Whitechapel y Spitalfields?
La policía de la época cometió mil errores. No estudiaron el escenario en el que apareció Mary Ann Nichols de un modo profesional y científico. No recogieron muestras de sangre para analizar su estado (algo que podría haber ayudado a establecer la hora del crimen), pero eso era lógico, dado que no sabían diferenciar la sangre humana de la animal, y en Buck's Row y en sus inmediaciones podía haber sangre en cualquier parte procedente del matadero de animales. Pero no solo no recogieron sangre, sino que incluso limpiaron la que había en la acera y que procedía claramente de la propia Mary Ann Nichols. La técnica de las huellas dactilares estaba en pañales, lo que favoreció aún más al asesino. Scotland Yard no creó un departamento específico para el estudio de las huellas dactilares hasta 1901. Y, naturalmente, nada se sabía de las posibilidades del ADN como elemento para detener a un criminal, de manera que no se analizaron convenientemente ni el cuerpo de Mary ni sus ropas. En aquella época se dejaban seducir por teorías tan esperpénticas como las del francés Alphonse Bertillon, un policía francés que popularizó la técnica de la «antropometría». Según su hipótesis, era posible hacer un catálogo de las personas en función de sus rasgos físicos, de manera que, procediendo a la medición de algunas partes del cuerpo y teniendo en cuenta cicatrices, forma de la cabeza y otras variables semejantes, se podía saber si una persona era un criminal o no. Dicho de otro modo, la policía jamás hubiera sospechado de un caballero bien parecido y vestido de forma elegante.
No se tomó la temperatura de la víctima y en los informes no se hizo referencia alguna al rigor mortis
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, que puede acelerarse en función de variables externas (temperatura ambiente, masa muscular del fallecido, etc.). No se acordonó el escenario ni se protegió, como era lógico, puesto que, a medida que amanecía, cada vez hubo más personas curioseando por allí. Pudo ocurrir que el propio criminal asistiera divertido a la penosa actuación policial. Tampoco se tomaron fotografías del escenario del crimen y de la víctima, así como de los curiosos que rondaban por allí, lo que tal vez hubiera permitido retratar al mismísimo Jack. En cuanto a los interrogatorios a los vecinos, no se puede decir que fueran exhaustivos…
A medida que el reportaje avanzaba, la irritación de Diego iba creciendo. Aquel estúpido estaba disparando sobre la policía una y otra vez. Parecía insinuar que tal vez sus propios hombres estuvieran cometiendo aquellos errores casi infantiles de los colegas de Scotland Yard. Él disponía de una magnífica colección de fotografías de Daniela y del pasaje donde fue hallada. No hubo curiosos que se acercaran porque se impidió a los vecinos salir de sus casas. Los dos portales del pasaje quedaron acordonados, se instalaron focos que permitieron disponer de una luz excelente en aquellas horas de la madrugada, y se acordonó el perímetro reglamentario. Nada se dejó al azar, pero parecía que tampoco el asesino había dejado ningún cabo suelto.
El cuerpo de Mary Ann Nichols fue trasladado al asilo de Whitechapel a bordo de una carretilla de madera. El traslado del cadáver se hizo sin la autorización previa de un juez y sin la supervisión de un forense. La chapuza, como se ve, era espectacular. Por lo que se sabe, el cadáver llegó al improvisado depósito alrededor de las cuatro de la madrugada. El interno que atendía aquel asilo se llamaba Robert Mann, y sin que nadie se lo autorizara, y con la ayuda de otro interno llamado James Hatfield, desnudó a la difunta y procedió a lavar su cuerpo sin la más mínima supervisión policial ni forense. Cuando el juez o coroner Wynne Baxter se hizo cargo de la investigación judicial, montó en cólera al conocer lo que habían hecho los dos internos. Allí no había un forense profesional ni un especialista en anatomía ni un fotógrafo que tomara las instantáneas precisas. Y, naturalmente, tampoco hubo policía alguno. Hubiera sido enormemente valioso haber analizado las ropas antes de desnudar el cuerpo sin vida de Polly Nichols, de igual modo que se debería haber sometido a un riguroso estudio para ver si se podía encontrar algún resto del agresor. Las fotografías de las víctimas de Jack son muy pocas y de pésima calidad. En aquellos tiempos se fotografiaba el cadáver después de la autopsia empleándose unas máquinas de madera que solo podían enfocar de frente, motivo por el cual se colocaba el cadáver en posición vertical, manteniéndolo en pie gracias a una pared o dentro del ataúd…
El artículo proseguía recordando cómo Emilly Holland identificó a su amiga; identificación que también corroboró William Nichols, el exmarido de Mary Ann. Luego el articulista se perdía en los detalles del juicio que presidió el
coroner
Wynne E. Baxter y en la conclusión final a la que llegaron: asesinato cometido por persona o personas desconocidas.
7 de septiembre de 2009
P
ara imaginarse el ambiente que se vivía en la comisaría tal vez sería apropiado fantasear con la idea de ser los vecinos de un volcán que se creía extinto desde hacía cientos de años y que un mal día descubren que está a punto de entrar en erupción. La tensión de la comisaría que dirigía el comisario Gonzalo Barredo era similar. Todo el mundo iba y venía, las órdenes circulaban veloces, y los gritos que ocasionalmente se proferían en los despachos se escuchaban con inquietante claridad fuera de ellos.
Sergio, Marcos y José Guazo atravesaron aquel ambiente espeso con cautela. Sergio no podía dejar de recordar las insinuaciones que el inspector jefe Tomás Herrera había deslizado la última vez que estuvo allí, como si él hubiera tenido algo que ver con aquel crimen. Aunque mirándolo con frialdad, pensó, era lógico que aquel policía lo estudiara con desconfianza. Después de todo, la carta que había recibido y entregado a la policía era una de las principales líneas de investigación, y eso lo situaba en un primer plano que no le agradaba en absoluto.
La antesala del despacho de Diego Bedia estaba desierta. Ni Meruelo ni Murillo, los dos cancerberos del inspector, se encontraban allí. Bedia salió a recibirlos mostrando un aire sombrío.
—No tengo mucho tiempo para atenderles. —Su tono era cortante—. Si viene a por su ordenador —añadió, mirando a Sergio—, aún no lo tengo, pero creo que en un par de días le será devuelto.
—No, no es por eso por lo que venimos. —Sergio trató de sonreír para rebajar la tensión—. Es por otra cosa.
Diego señaló unas sillas y los cuatro tomaron asiento.
—Ustedes dirán.
—El otro día, cuando estuve aquí con usted y con su superior, les pregunté si la mujer asesinada tenía entre sus ropas un peine, un pañuelo blanco y un pedazo de espejo roto. —Sergio miró directamente a los ojos al policía—. Me dijeron que no, pero supongo que, a la vista de lo que dice la prensa, me mintieron también.
Diego se removió en su asiento.
—Si han venido aquí a insultar o a hacer reproches sin fundamento, tal vez me vea en la obligación de recordarles dónde se encuentran y con quién están hablando. —Sus ojos negros echaban chispas—. Tengo suficiente trabajo como para que vengan ustedes con tonterías.
—No lo son —intervino Marcos—. Mi hermano les hizo esa pregunta por algo muy sencillo: Mary Ann Nichols, la primera (o la tercera, según algunos) víctima de Jack el Destripador fue encontrada muerta con todas las ropas que tenía, algo frecuente entre aquellas mujeres que carecían de casa propia, y entre sus pertenencias había un sombrero de paja forrado de terciopelo negro, un peine, un pañuelo blanco y un pedazo de espejo roto.
—Díganos, inspector —añadió Guazo—, ¿tenía esa mujer esos objetos encima?
Diego se pasó la mano por la incipiente perilla que se estaba dejando crecer. Marja se había mostrado encantada con la idea y le gustaba acariciar la rasposa superficie.
—Sí, tenía esas cosas en los bolsillos, pero no les dimos la menor importancia —admitió Diego—. ¿A quién se le iba a ocurrir que estábamos ante un chiflado que se cree Jack el Destripador?
—En realidad, no es exactamente igual a Jack. —Sergio entregó una carpeta al policía—. Tal vez le interese leer esto.
Diego iba a preguntar qué nuevo misterio era aquel, cuando entraron en el despacho Murillo y Meruelo en compañía de un sujeto tripudo, de cara sonrosada y aspecto de hombre poco inteligente. Los dos policías se detuvieron bajo el dintel al ver que Diego tenía compañía, pero el inspector los invitó a entrar. Sin embargo, las sorpresas no habían hecho más que empezar.
—¡Joder! ¡Joder! —exclamó el recién llegado—. ¿No te jode? ¡Los hermanos Olmos!
—¿Tomás? ¿Tomás Bullón? —Marcos se levantó y abrazó al desconocido.
Tomás mostraba un aspecto poco aseado, vestía una chaqueta de
tweed
raída en las coderas y una camisa de pequeños cuadros azules que se abombaba escandalosamente en la zona abdominal. El pantalón vaquero le quedaba demasiado justo y parecía que tuviera dificultad para respirar embutido en él.
—¿Se conocen? —preguntó Diego.
—Naturalmente —respondió Guazo—. Tomás formó parte del Círculo Sherlock. —Se levantó y abrazó al periodista.
Diego comprendió entonces por qué razón el nombre de aquel tipo le había resultado familiar cuando leyó el artículo del periódico.
—¡Joder! ¡Joder! —El vocabulario del periodista no parecía muy amplio—. ¡El bueno del matasanos! ¡José Guazo!
El ambiente en el despacho parecía el propio de una fiesta, al menos entre los cuatro antiguos compañeros de aventuras universitarias. Diego Bedia los observó con atención sin poder evitar establecer relaciones. No podía ser casualidad que uno de ellos hubiera recibido aquella carta extravagante en Londres, cifrada según un código que aparecía en las aventuras de Sherlock Holmes, ni que la única persona que conocía la clave de acceso al ordenador en el que se escribió aquella carta fuera la antigua compañera sentimental de Sergio Olmos; una mujer que había tenido relaciones con otros miembros de aquel club de estudiantes al que todos pertenecieron. Y ahora, para colmo, aparecía aquel periodista escribiendo un artículo sensacionalista pero cargado de información veraz. Y, por último, estaba el nada desdeñable dato de que Jaime Morante, que pretendía ser alcalde de la ciudad, hubiera formado parte del mismo círculo y anduviera por ahí dando mítines en los que ponía a caer de un burro a los inmigrantes. Y había un dato más que le habían aportado Murillo y Meruelo en sus investigaciones: resultaba que el mayor de los dos hermanos, Marcos, y el médico, Guazo, formaban parte de la Cofradía de la Historia, de la cual eran también miembros el propio Morante y el cura don Luis, que había sido visto en el barrio donde vivía Daniela Obando la misma noche de su desaparición. Y lo más curioso era que el cura lo había negado.