Las tres heridas (6 page)

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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

BOOK: Las tres heridas
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—¡Qué guapa has salido, hija! Y en ésta con Andrés…, qué foto tan bonita.

Mientras miraban las fotos, pareció que, por un instante, los negros augurios que se cernían sobre sus vidas se difuminaban en el aire fresco que proporcionaban el grosor de las paredes de adobe, aislando el interior de la fuerte calima, del fuego abrasador del sol de aquel domingo de julio.

Después de dejar a Mercedes, Andrés enfiló la calle Antonio Hernández, con el fin de comprobar el ambiente de la casa del pueblo, donde también se hallaba la sede de La Mostoleña. En el cruce con la calle del Cristo se encontró con Amanda Francos, la maestra.

—¿Qué se sabe? —le preguntó.

—Vengo a enterarme; en el Pradillo andan muy alborotados.

—Si no te importa, te acompaño. Yo también quiero saber qué está pasando.

Andrés no dijo nada. Con las manos en los bolsillos, continuó el camino, en un silencio incómodo. Fue la maestra la que intentó atenuar la presentida incomodidad de Andrés.

—¿Cómo está Mercedes?

—Sigue con muchas náuseas por las mañanas. Pero por lo demás, todo está bien.

—Tiene cara de un niño, ya me lo contarás.

—Ojalá sea como usted dice, doña Amanda. Nada me haría más feliz que este primero fuera un varón.

—No me trates de doña, Andrés, ni me gusta ni me lo merezco.

—Es que no me hago a llamarla de otra manera, doña Amanda. Compréndalo, usted es la maestra.

Amanda Francos suspiró cansina. Sabía que era una batalla perdida, con él y con la mayoría de los hombres y muchas de las mujeres del pueblo. No sólo le colocaban el doña delante de su nombre, sino que creaban un muro infranqueable imposible de traspasar si no era para hablar, en el que caso de que se diera, de asuntos de la escuela y de los chiquillos.

—¿Y Fuencisla? Me dijo que tenía a la pequeña María con fiebre.

—Algo le oí comentar a mi hermano, pero no me enteré mucho.

—Ya me pasaré luego a verla. La pobre, con lo llorón que le ha salido el chico.

—Sí que es verdad, tiene buenos pulmones.

Sabía que no era un buen momento para hacer la pregunta que le venía rondando desde hacía meses, pero era la primera vez, desde que se habían casado, que se encontraba a solas con Andrés, y no quiso perder la oportunidad.

—Cuando Mercedes tenga el niño, ¿dejarás que siga viniendo a mis clases?

Andrés la miró ceñudo.

—¿Usted se cree que los hijos se crían solos, como los animales?

—No, hombre, pero sólo se trata de un par de horas a la semana, y tu suegra…

—Doña Amanda —la interrumpió, molesto con la conversación—, la Mercedes sabe lo que tiene que saber, no necesita aprender nada más para cuidarme a mí y a la prole que nos venga. No quiero que la meta más sandeces en la cabeza. La mujer está

lo que está, y cuanto más lee más estúpida se vuelve.

—Andrés, eso no es justo…

—Usted, con todos mis respetos, dedíquese a lo suyo, enseñar las reglas a los niños. Deje lo demás como está.

Ella tragó saliva y mantuvo silencio. No quería entrar en una polémica que podría complicar las cosas a Mercedes. Al fin y al cabo, aunque fuera a escondidas, ella seguía leyendo los libros que le prestaba.

Amanda Francos procedía de Talavera de la Reina. Había llegado a Móstoles hacía cuatro años para dar clase en las escuelas y, desde el principio, su presencia había provocado mucha polémica en el pueblo debido a su implacable defensa para implantar los derechos de la mujer en igualdad con el hombre, pretendidos por la Constitución y las leyes republicanas, con éxito diverso y a todas luces exiguo. Era consciente de que el trabajo sería duro, lento y muy ingrato; no era asunto de poco tiempo cambiar las mentalidades ancladas desde hace generaciones; pero como en algún momento había que empezar, a los tres meses de llegar a Móstoles y de hacerse cargo de las escuelas, decidió impartir clases dirigidas a los adultos para el aprendizaje general de escritura, lectura, cuentas y comprensión de textos. Su intención era, sobre todo, que la gente del pueblo leyera, tan sólo eso sería un buen inicio. El primer escollo que encontró fue la actitud tajante del Ayuntamiento que le negó la utilización de las aulas de las Escuelas para desarrollar ese cometido. Así que decidió hacerlo en la salita de su casa. Las clases eran gratuitas, y podían asistir todos los mayores de catorce años que quisieran aprender aquello que pudiera enseñarles. Durante aquellos cuatro años de clases, sólo asistieron mujeres, la mayoría a escondidas de sus hombres, incluso de sus madres. A los pocos meses se había granjeado el odio visceral de algunos vecinos, debido al excesivo interés que mostraron algunas alumnas aventajadas, no sólo en acudir a las clases, sino al afán de leer, una actividad casi ignorada hasta entonces por la mayoría de las féminas. En más de una ocasión había tenido que soportar la protesta airada de algún marido, padre o hermano, porque no veía con buenos ojos que su esposa, hija o hermana dedicase el tiempo a escribir frases sin sentido sobre un cuaderno de papel pautado, desatendiendo, según sus palabras (nunca ciertas por otro lado) sus tareas. Algunas de las alumnas mayores eran torpes y algo lerdas para el aprendizaje más elemental, sin embargo, otras, las menos, denotaban una inteligencia que, bien formada, podría sacarlas del ostracismo en el que vivían por pura inercia de una sociedad que relegaba a las mujeres a una vida anodina, ajena a la cultura, mujeres enseñadas y dedicadas a las labores de la casa, cuando no a la ayuda en el campo, y siempre al cuidado de los hombres y la familia. En esa tarea, se interesó por Mercedes, una de las alumnas más sobresalientes e interesantes; ella fue la primera que llamó a la puerta de la escuela doméstica de Amanda Francos. Con catorce años, ya conocía las cuatro reglas y algunas cuentas aprendidas de su madre, para que pudiera defenderse en la vida, decía. Pero Amanda la introdujo en el gratificante mundo de la lectura, un mundo al que Mercedes entró con pasión, pero con mucha discreción, ya que su madre temía que pudiera acabar tan confusa y perdida como estaba la maestra. Seguir soltera a los treinta años era un estigma difícil de sobrellevar, y daba mucho que hablar a los vecinos del pueblo; aunque la realidad sobre su estado civil era otra muy distinta, una realidad que, de forma voluntaria y consciente, había ocultado a todos. Había sido una de las primeras en solicitar el divorcio, tras la aprobación de la ley en 1932. No quiso soportar la convivencia con un hombre obtuso de mente, que durante el noviazgo se mostró dócil y solícito hacia ella, y que, tras la boda, el primer día que salió a cumplir con su trabajo de maestra, le quemó todos los libros que, con mucho esfuerzo y grandes sacrificios, había ido acumulando gracias al dinero obtenido de impartir clases particulares a niños negados para hacer la o con un canuto. A su regresó, sólo pudo ser testigo de la columna de humo que salía de la pira formada por más de doscientos libros, prendida con rabia a sus hojas. Creyó morirse. Su primera reacción fue lanzarse al fuego para salvar alguno de los ejemplares; pero fue un intento inútil. El desgarro que sintió ante semejante espectáculo fue brutal, sin embargo, lo que más le dolió fue la indolencia de su esposo: observó con desprecio su desesperación, y lo único que dijo fue que se le pasaría pronto, sus labores en la casa y la llegada de los hijos la curarían de todos los males; y para terminar aquel nefasto día la prohibió volver a trabajar, ni en la escuela ni impartiendo clases particulares. Era el otoño del año 31, cuando se estaba debatiendo la Constitución de la República con las posibilidades que se habrían en ella para los derechos de la mujer, incluido el divorcio. No le quedó más remedio que aguantar y obedecer. Huérfana de sus clases y de sus libros, pasó los peores meses de su vida, hasta que llegó su oportunidad. Pidió el divorcio el mismo día que entraba en vigor la ley. Cuando su marido se enteró, la pegó una paliza que a punto estuvo de matarla. No esperó ni un minuto. Con lo puesto, tan sólo con sus ganas de seguir adelante, emprendió un camino que la llevaría a Móstoles, donde retomó de nuevo su propia vida, sin arrastrar ni un ápice de su pasado. Poco la importaban la habladurías sobre su soltería. Era consciente de que la razón de que ningún hombre del pueblo se le acercase (a pesar de ser una mujer muy atractiva) era porque se sentían amedrentados ante su facilidad de palabra, su cultura, su capacidad de razonar y discernir cualquier planteamiento, llevado a un diálogo coherente que en más de una ocasión había dejado en ridículo a compañeros suyos, maestros entrados en años y hombres que llevaban puesta la aureola de una intelectualidad malentendida, o, más concretamente, por su única condición de ser varones y, por lo tanto, creerse superiores a cualquier mujer, por muy preparada que aparentase estar.

En el caso de Mercedes, su asistencia a las clases de Amanda se habían interrumpido unos meses antes de casarse con Andrés, poco partidario de que su futura esposa anduviera en boca de todos por atender a las extravagancias, como él decía, de la maestra. Ella aceptó sin rechistar las consignas del que se iba a convertir en su marido, pero la curiosidad y, en cierto modo, la admiración que sentía por esa mujer, distinta a todas las que conocía, podía mucho más que su obligación como esposa, aderezados con los consejos maternos o las habladurías que circulaban sobre ella. A las clases no asistía porque le resultaba imposible, pero Amanda le proporcionaba libros de literatura, poesía o ensayo, que leía a escondidas, cuando Andrés estaba en el campo y su madre se ausentaba para hacer alguna faena.

La calle del Soto era un barullo de gente que se amontonaba en la puerta de la sede. Nada más llegar, la voz potente y autoritaria de Merino, resaltó en medio del grupo.

—¡El que quiera ir a Madrid a luchar contra el fascismo y acabar de una vez con la injusticia, que me siga!

—¿Cómo vamos a ir? —preguntó uno.

—El coche del médico nos servirá a unos cuantos, y la camioneta de Eliso. Vamos, no hay tiempo que perder. Nos espera la revolución.

Merino levantó el puño y un grupo de unos veinte hombres enfilaron la calle en dirección al centro.

—¿Tú no te alistas?

La pregunta de la maestra desconcertó a Andrés.

—¿Yo? ¿Por qué iba a hacerlo?

—La revolución es necesaria para que este país avance por fin y se quite el lastre de tanto mal nacido que pretende seguir pisoteando los derechos de los pobres, mientras unos pocos privilegiados puedan seguir viviendo de forma holgada.

—No me meta en sus líos políticos, doña Amanda. Mi lucha es levantarme cada día al amanecer y dejarme las manos en la tierra para dar de comer a mi familia.

—Por eso mismo, Andrés, no sólo por ti que te dejas los riñones y las manos en la tierra para alimentar a tu gente, sino por Mercedes, por los hijos que te han de venir, por ellos tienes la obligación de seguir a esa gente y luchar, para acabar de una vez con la incultura que azota a este país y que le hace incapaz de pensar por sí mismo manteniéndolo hundido en la miseria. La República puede conseguir…

—No soy alumno suyo —la interrupción fue severa, y su gesto grave e intenso enmudeció a la maestra—, y, con todos los respetos, no le permito que me hable como si fuera uno de ellos. Para labrar la tierra no necesito de sus libros ni de sus enseñanzas, y mucho menos de su revolución. Vaya usted detrás de ellos, luche si quiere; pero a mí déjeme en paz con mi vida y mis miserias. No tengo que empuñar un arma ni matar a nadie para sacar adelante a los míos. Déjenos en paz de una vez, y no meta más veneno.

La maestra le observó durante un rato; sus sentimientos se medían entre la decepción, el fracaso y la comprensión. Era consciente de las dificultades para conseguir esos ideales que tanto anhelaba. Era necesario tiempo para cambiar. Sabía que Andrés era un buen hombre, algo chapado a la antigua, hombre de su tiempo que no permitía ciertas lindezas, sobre todo respecto a su recién estrenada esposa, sin embargo, le apenaba ver cómo se rendía a un futuro plano y anodino en vez de luchar por despejar el camino hacia un horizonte mucho más amplio y enriquecedor.

—Ojalá tuvieras razón, Andrés. Ojalá no fueran necesarias las armas…

La maestra esquivó la incómoda mirada de Andrés. Se volvió hacia el grupo de hombres que ya doblaban la esquina. Entonaban a voz en grito
La Internacional
. Se despidió con un simple adiós y siguió los pasos de los que se dirigían, precisamente, a empuñar las armas. Andrés se la quedó mirando, pensativo. Aquella mujer le desconcertaba.

Cuando todo el grupo desapareció de su vista, Andrés emprendió el regreso a casa. En el camino se encontró a varios vecinos que comentaban lo grave del asunto. Inopinadamente, aquel domingo de julio estaba resultando de lo más extraño. Aparte del revuelo que se había formado por la sublevación del Ejército, las mujeres no acudían a misa, como era lo normal a esas horas, los chiquillos, en vez de estar jugando ajenos a todo lo que ocurría en el mundo de los mayores, seguían con curiosidad a los grupos de hombres que gritaban consignas políticas, o a los que se decidían ir a Madrid.

Vio subir por la calle del Cristo a Clemente.

—¿Te has enterado? —le preguntó su hermano.

—¿De qué, de lo de los militares de África?

—No, de que le han quitado el coche a don Honorio, y a Eliso la camioneta; por la fuerza. Este empeño de hacer todo por las bravas nos va a salir caro a todos, y si no, al tiempo.

—¿Qué piensas hacer?

—¿Yo? Nada. Pasar el domingo tranquilo, y mañana a trabajar la huerta. A mí estas cosas de política ni me van ni me vienen.

Andrés no dijo nada. Clemente era tres años mayor y la responsabilidad de ser padre le había cambiado mucho. Su máxima preocupación era que la tierra que le había dejado su padre le diera lo suficiente para alimentar a sus tres hijos. No aspiraba a más.

En la puerta de la casa encontraron a Mercedes y a su madre consolando a una compungida y llorosa doña Eloísa, a cuyas faldas se aferraba, con gesto asustado, su hija Genoveva. Un poco más apartados, don Honorio, desencajado, hablaba con el tío Manolo, con el cura y con otros dos hombres.

Mercedes, en cuanto le vio, se echó a sus brazos.

—¿Dónde estabas?

—Ya te lo dije, en la casa del pueblo. ¿Qué ha pasado?

—Han llegado un grupo de hombres dirigidos por Merino y le han dicho a don Honorio que se llevaban el coche. No sabes cómo se han puesto. Yo creía que le daban. Eloísa estaba con nosotras en casa, menos mal, y la niña, pobrecita, ella nos ha avisado, estaba aterrada porque ha visto cómo zarandeaban a su padre.

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