Las tres heridas (2 page)

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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

BOOK: Las tres heridas
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A un kilómetro escaso, se topó con la carretera de La Coruña. Extremó el sigilo en cada uno de sus movimientos. Sabía que los nacionales habían tomado la vía y cortado el acceso a Madrid, por lo tanto, era previsible que hubiera una mayor vigilancia. Tenía que cruzarla para continuar su camino. Oteó a un lado y a otro hasta cerciorarse de que todo estaba en calma. Encogido como un animal asustado, se deslizó sigiloso con el corazón acelerado, temiendo a cada paso escuchar el chasquido de un gatillo, una voz dándole el alto o el silbido de una bala. Cuando llegó al otro lado se echó al suelo intentando recuperar la respiración retenida por el miedo. Comprobó que el silencio seguía siendo su único compañero. Observó el camino recorrido y le pareció mentira lo ancha que podía parecer una simple carretera. A partir de ese momento, se lanzó a su destino deseado, buscando siempre la senda más fácil sin perder de vista el horizonte, oyendo el crujir de las ramas bajo sus pies y su propia respiración, sintiendo en el rostro la calidez de su aliento blanquecino y procurando evadirse de los sonidos inquietantes que guarda la noche.

Tras varias horas de avance solitario, la silueta del castillo de Villaviciosa se presentó majestuosa en la opacidad de la noche; apenas le faltaba una hora escasa. Apresuró el paso, enervado por el ansia de alcanzar su destino y la idea de volver a ver a Mercedes. Empezaba a sufrir el agotamiento, las piernas le pesaban por el esfuerzo y el frío le había entumecido el cuerpo. Pero lo peor de todo era la sed, esa sensación de tener la lengua pegada al paladar y la garganta reseca como el esparto.

Vio el edificio de la estación de Móstoles que quedaba a su izquierda. El pueblo parecía desierto, envuelto por un silencio tétrico. Se introdujo por la calle del Soto, cruzó la del Cristo y se metió por el camino del Casino hasta llegar a la plaza de la Iglesia. Se acercó hasta la puerta de la casa aminorando el paso. Por su cabeza se mezclaban sentimientos contradictorios que disparaban su ansiedad: por un lado, anhelaba el abrazo de Mercedes, oler su pelo, tocar su piel; sin embargo, sin saber por qué, le asaltó un repentino miedo de no encontrar a nadie, o de descubrir algo grave e irremediable.

La calle de la Iglesia era estrecha. Al llegar delante de la puerta intuyó que algo no encajaba. En vez de llamar, plantó su mano sobre la madera, empujó y, para su sorpresa, cedió abriéndose con un chirrido lastimero y punzante. Con el corazón encogido, dio un paso hacia el interior oscuro pero en seguida le detuvo el crujir de cristales rotos bajo su pie. Entre la vaga penumbra, comprobó que el zaguán estaba lleno de escombros. Intentó avanzar pero le fue imposible. Llamó a Mercedes con voz temblona, obteniendo por respuesta un penoso silencio. Alzó los ojos y el alma se le cayó a los pies; el techo había desaparecido y en su lugar se abría un boquete que dejaba ver las estrellas; las vigas de madera se distinguían quebradas en la sombra. Sintió pánico y, trastabillando, salió de la casa con la respiración acelerada. Confuso y asustado, miró a un lado y a otro, y pensó en su tío Manolo. Echó a correr sin cuidado de que alguien pudiera descubrirle. Se detuvo al llegar al camino de las Vacas con la aprensión de que también la casa de su tío hubiera sido pasto de las bombas. Respiró algo más tranquilo al comprobar su apariencia intacta. La puerta de la calle del Cristo estaba cerrada a cal y canto. Volvió sobre sus pasos al camino de las Vacas, y se encaramó al muro de mampuesto que cerraba el patio; de un salto, se encontró en el interior. La herida del pie le quemaba como si llevase un clavo ardiendo. Se mantuvo inmóvil un instante, atento a cualquier ruido, pero lo único que oía era el silencio de la noche en calma. Aspiró el aroma a heno; se estremeció al evocar los recuerdos de un pasado que se antojaba muy remoto. Le pareció que había transcurrido una eternidad desde la última vez que estuvo allí. Atravesó el patio hasta la puerta de la cocina. Cuando puso la mano en el pomo para girarlo, se quedó agarrotado al sentir el frío de un hierro apoyado sobre su nunca.

—¿Dónde te crees que vas?

Andrés tragó saliva al reconocer la voz de su tío Manolo.

—Soy yo… —murmuró con la voz temblorosa, sin mover ni un solo músculo por miedo a recibir un disparo—, tío, soy su sobrino…, soy Andrés…

—Dios Santo…

La presión en la nuca desapareció, y sólo entonces Andrés se giró despacio. En la penumbra pudo ver la escuálida silueta de su tío, con una escopeta en la mano.

—Dios Santo —repitió el anciano—, pensaba que estabas…

Andrés le interrumpió, nervioso.

—Estamos bien. Clemente está conmigo…

El viejo Manolo miró a su alrededor, buscando al otro sobrino.

—No, no está aquí —apuntó Andrés.

—¿Dónde está?

—Hemos estado en la zona de Baztán, haciendo la vía del ferrocarril a Valencia. Hace dos meses nos llevaron a un lugar cercano a Las Rozas, y allí nos tienen, sin hacer nada, en un antiguo preventorio en medio del monte. Está con nosotros Fermín Sánchez.

—¿Fermín está vivo?

El viejo Manolo esbozó una sonrisa. Fermín Sánchez era amigo suyo. Le habían apresado hacía siete meses, cuando intentó entrar en Madrid portando un saco de harina para su esposa y su hijo que se habían instalado en la casa de una cuñada, cerca del puente de la Princesa.

—Dios Santo, qué buena noticia…, al no regresar, me temí lo peor… pensé que estaba muerto.

Andrés bajó la mirada al suelo y esbozó una sonrisa estúpida.

—Sí…, bueno, por ahora, todos sobrevivimos, más o menos.

—Y tú, ¿te has escapado?

—Sí, pero tengo que regresar antes del recuento de la mañana.

Los dos hombres hablaban en susurros hasta que el ladrido de un perro les sobresaltó. El tío Manolo cogió a su sobrino por el brazo y abrió la puerta de la cocina.

—Vamos

dentro. Me imagino que estarás hambriento.

Andrés entró despacio, emocionado de sentirse, después de tanto tiempo, en un lugar familiar. Inspiró profundamente para percibir el aroma conocido. La cocina estaba envuelta en una tenue penumbra, sólo iluminada por el reflejo de la luna que se colaba por la ventana. En seguida atisbó la disposición de muebles y enseres, una imagen que se mantenía intacta en su recuerdo: a la derecha, pegada a la pared y bajo la ventana, la mesa de madera pintada de verde rodeada de tres sillas de enea; de frente, la chimenea con su enorme campana enjalbegada, bajo la cual ardía siempre una buena lumbre, ahora apagada como un agujero negro y profundo. En el revellín, el vasar de yeso en el que seguían todas las cacerolas colocadas por tamaños, media docena de platos de loza descascarillados, algunos vasos y dos sartenes, una muy grande y otra pequeña, colgadas por el mango en ganchos de hierro.

—Voy por algo de leña para encender un fuego que te caliente —dijo el viejo, moviéndose en la oscuridad con enorme facilidad—, la tengo escondida como oro en paño, porque hasta eso escasea.

—No se preocupe, tío. No tengo demasiado tiempo, he de irme en seguida. Deme algo de beber, se lo ruego, me muero de sed.

El viejo se detuvo un instante y miró en la penumbra al sobrino. Prendió una vela que había en una palmatoria sobre la mesa, y de inmediato, cerró las contraventanas para evitar que nadie pudiera verles desde la calle. En ese instante, iluminados por la llama rutilante que desprendía la candela, los ojos de los dos hombres se encontraron, dejando al descubierto los sufrimientos grabados por meses de hambre y miseria.

—Siéntate.

—Tengo mucha sed —insistió Andrés.

El anciano puso sobre la mesa una botella de cristal con un cuarto de vino.

—Bebe un poco de esto, te vendrá bien. Voy al pozo a sacar agua.

Andrés cogió la botella, quitó el tapón de corcho y bebió un trago. Sintió un fuerte escozor por el contacto del líquido con las heridas que tenía en la boca. Tragó con dificultad, y resopló para calmar la quemazón.

—¿Qué pasa?, ¿es que ya no te gusta el vino?

—Me escuece mucho la boca.

El viejo salió al patio y al poco rato regresó con la jarra llena de agua. Andrés la cogió y bebió con ansia. Cuando terminó, tenía sobre la mesa un plato colmado de garbanzos con patatas. Se lo quedó mirando un rato, con cara de estúpido, como si no se lo terminase de creer.

—Vamos, come —le instó el viejo Manolo—, no está caliente, pero no creo que te importe demasiado.

Andrés engulló dos platos de garbanzos, untó tocino en un trozo de pan blanco y, además, comió queso y membrillo. Ninguno de los dos habló nada mientras Andrés devoraba la comida; no había espacio para nada más que para calmar el hambre que arrastraba. El viejo Manolo le observaba satisfecho.

Hubo un momento en el que Andrés sintió que el estómago le iba a estallar. Se echó hacia atrás con gesto dolorido.

—¿Ya? —preguntó el viejo, enarcando las cejas, con una sonrisa lacónica.

—Dios, no puedo más. Creo que voy a estallar.

—Habéis debido de pasar mucho.

—No se puede usted ni imaginar…

—Aquí ya no tienes que temer nada. Te puedes quedar en la cueva…

—Ya le he dicho que tengo que regresar.

—¿Cómo te vas a ir otra vez? ¿Estás loco? Te escapas de tu encierro y pretendes volver.

—Si no lo hago, mañana matarán a mi hermano Clemente y a un chaval de dieciséis años. No puedo quedarme.

La voz de Andrés fue tan contundente que el anciano enmudeció. Tras un silencio estremecido, continuó lánguido.

—Se aseguran bien de que ninguno de nosotros escape. Si pasan lista y falta alguno, matan al que va por delante de él en la lista y al que va por detrás.

—Entonces, ¿a qué has venido? ¿Para qué arriesgarte…?

—He estado en casa de la Nicolasa.

El anciano se envaró.

—No habrás podido entrar. Una bomba… —calló, incapaz de encontrar las palabras adecuadas—. Primero fueron unos para echar a los otros, luego los otros para echar a los unos, y entre unos y otros han destrozado parte del pueblo.

—¿Dónde está la Mercedes, qué le ha pasado a mi mujer?

Manolo ensombreció su gesto y bajó la vista al negro hueco de la chimenea.

—La Nicolasa y ella se marcharon a Madrid a los pocos días de llevaros a vosotros. Aquí no estaban a salvo.

—¿A Madrid? ¿Adónde?

—Don Honorio consiguió que las acogiera en su casa un médico conocido suyo.

—Pero ¿están bien?

El viejo encogió los hombros con desidia.

—No tengo noticias desde hace meses, Andrés, no puedo decirte si está viva o muerta.

—¿Y mi hijo…, o mi hija? —preguntó con ansiedad—. Debe de tener más de dos años…

Le interrumpió secamente.

—El hijo venía muerto.

Un silencio intenso y doloroso embargó el pensamiento de Andrés. El viejo continuó con una penosa parsimonia.

—Tu suegra, la señora Nicolasa, murió al poco tiempo de llegar a Madrid. Recibió un disparo cuando esperaba en una cola para conseguir comida.

La frialdad abúlica del viejo envolvía sus palabras en una sombra taciturna de melancolía.

—Pobre Mercedes… —murmuró Andrés, desesperado. Hundió su cabeza entre sus manos, ocultando el rostro—, si al menos pudiera estar a su lado.

—Andrés…, tu madre…

El tío Manolo calló un instante, indeciso. Andrés se alarmó al ver la tragedia reflejada en sus ojos. Andrés había decidido no ir a verla; le hubiera resultado muy costoso convencerla de que tenía que volver al presidio; sería suficiente con el recado de que su hermano y él estaban bien, y que pronto regresarían al pueblo, sanos y salvos.

—¿Qué pasa con ella? —inquirió, balbuciente—. ¿Dónde está?

—Murió…, hace casi un año.

Andrés notó que le subía por la boca un agrio resentimiento. Tragó saliva e intentó retener en sus ojos las lágrimas rabiosas que forzaban su salida. Se quedó quieto, mirando la piel ajada de aquel hombre, seca y arrugada, igual que la que recordaba de su madre. Reconoció la camisa y la chaqueta que habían pertenecido a su padre; cuando murió, su madre le había cedido la ropa que se encontraba en mejor estado para que la aprovechase; las camisas le holgaban alrededor del cuello porque era más flaco y menudo que el difunto; para ajustarlos, su madre pasó días cosiendo mangas y bajos de pantalones. Habían pasado diez años, pero Andrés recordaba con nitidez la tarde en que oyó repicar varias veces la aldaba sobre el portalón de la casa; obedeciendo la orden materna, abrió la puerta. Dos hombres clavaron sus ojos sobre él con gesto circunspecto; tras ellos se removió la Cordobesa, y entonces vio el cuerpo de su padre atado a la albarda de la mula: la cabeza colgando inerte, los brazos caídos hacia la tierra, las piernas yertas. Dijeron que había caído fulminado en el campo. La viuda lloró su luto durante mucho tiempo. Empezó a sonreír de nuevo con la boda de Clemente y Fuencisla; la llegada de los primeros nietos la llenó de energía, aumentada con el matrimonio de Andrés y de Mercedes. La alegría recuperada se la arrancaron de cuajo el día que se llevaron a sus dos únicos hijos en una camioneta con destino desconocido.

—¿Cómo fue?

El viejo Manolo encogió los hombros.

—Cuando se enteró de que os habían llevado a ti y a Clemente, cayó enferma. Apenas comía nada, perdió mucho peso en poco tiempo, parecía un esqueleto, y lloraba —enarcó las cejas y movió la cabeza de un lado a otro—, lloraba mucho. Se le secaron los ojos y se secó por dentro. Cuando evacuaron a todas las mujeres del pueblo en octubre del 36, ella no quiso marcharse. Estuvimos tres días escondidos en la cueva, hasta que entraron los nacionales y pudimos salir. Le dije que se viniera a vivir aquí conmigo, hasta que todo acabase, pero no quiso, ya sabes lo cabezota que era. Decía que quería estar en casa, por si regresabais. Se pasaba el día sentada en el quicio de la puerta, daba lo mismo que hiciera un frío de perros que un calor de infierno. Casi no dormía, temía no oíros si llamabais.

El tío Manolo hizo una larga pausa sin dejar de mirar al vacío, hasta que levantó el rostro para fijar sus ojos en Andrés.

—Un día me la encontré muerta. Está enterrada junto a tu padre, como ella quería.

La sensación de orfandad le agarrotó el pecho. De repente se había enterado de que nunca conocería al hijo que durante todos aquellos meses tanto anheló; «puede que presintiera que el mundo al que llegaba era un lugar terrible para vivirlo», se dijo. No era padre, tampoco era hijo, se había convertido en un huérfano. Pensó en la fortaleza de su madre antes de la guerra, sin problema alguno de salud. Aquella locura continuaba separando familias y provocando la muerte por las bombas, el hambre, o, simplemente, por la pena insoportable de la ausencia.

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