Entré en mi estudio con la caja en la mano, la dejé sobre la mesa, delante del ordenador y, sin dejar de mirarla, me despojé del abrigo y lo tiré de cualquier manera en el sillón que utilizaba para leer. Sólo entonces me senté con la avidez de un rastreador de tesoros. Era de hojalata, de color beis claro, decorada sencillamente con unos menudos pajaritos de colores, posados en diminutas ramas verdes que brotaban de un escuálido tronco marrón. A pesar de que, debido al paso del tiempo, tenía óxido en las aristas, presentaba un buen estado, sin golpes ni rozaduras. Abrí de nuevo la tapa y saqué la fotografía de cartón tieso y algo ajado, con un pequeño borde blanco que enmarcaba la imagen.
—Así que sois Mercedes y Andrés —murmuré.
No era una foto de estudio. Los protagonistas posaban delante de lo que parecía una fuente con los caños en forma de enormes peces. Miraban con fijeza al objetivo de la cámara y traté de recrear el instante en el que quedó capturada la imagen. Él llevaba un traje oscuro y corbata que resaltaba sobre la camisa clara, ella lucía un vestido con flores, de media manga, ajustado bajo el pecho, suelto, con vuelo justo hasta cubrir las rodillas, parecía puesto para la ocasión. Eran jóvenes, aunque su edad quedaba envuelta en la apariencia ambigua de la gente de su tiempo.
Saqué el resto de contenido: un manojo de ocho sobres atados con fino cordel. Cartas manuscritas, enviadas por Andrés Abad Rodríguez a Mercedes Manrique Sánchez, calle de la Iglesia, Móstoles; no constaba domicilio del remitente. Desaté el nudo de la cuerda y cogí el primero de los sobres. Extraje una cuartilla de su interior y la desdoblé, lentamente; el papel, de mala calidad, crujía y parecía que se iba a quebrar en mis manos. Sólo había escrita una carilla, a lápiz, con la misma letra irregular y vacilante que la del sobre, diferente a la del reverso de la foto. Empecé a leer despacio, algo remiso a invadir la ajena intimidad epistolar.
Después de terminar de leer la última de las cartas de Andrés, me levanté a prepararme un café. Lo cierto es que estaba decepcionado; esperaba encontrar algo más interesante en las cartas; cuando uno penetra en el terreno de otro siempre espera descubrir algo que justifique su injerencia, algo fuera de lo común, algo extraordinario, algo que merezca la pena leer, o averiguar o desentrañar, de lo contrario, la culpa de la intrusión, estéril y absurda, se cierne sobre la conciencia con un peso mayor.
Estaba solo. El domingo era el único día que Rosa no pasaba por casa. Rosa era una parte de la herencia de Aurora, mi mujer, a la que perdí cinco años atrás por una enfermedad que se la llevó, con sólo treinta y cuatro años, en menos de cuatro meses, cuando todavía no habíamos cumplido el sexto aniversario de nuestra boda. Apenas recuerdo aquellos días nefastos que han quedado en mi memoria como una vivencia ajena, brusca y rápida que el tiempo se encarga, poco a poco, de difuminar, de diluir como un azucarillo en un café caliente, se siente al tragar su dulzor (en mi caso la amargura), pero ya no se ve la materia que lo provoca. Unos días antes de que se marchase para siempre de mi lado con rumbo a ese espacio del que nadie vuelve (jóvenes o viejos, nunca regresan para contar lo que han visto, si es que han visto algo, o para decir qué pasa, si es que pasa, cuando el cuerpo deja de tener esencia y se convierte en materia inerte, exangüe) me pidió varias cosas y dispuso otras como ineludibles, entre las que estaba que mantuviera la asistencia de Rosa, porque tenía miedo de que su ausencia me llevase al descuido personal, y, ciertamente, gracias a las atenciones de aquella mujer de aspecto maternal y presencia sigilosa y prudente, con la que apenas cruzaba algunas frases de pura cortesía, en los últimos cinco años no había muerto de inanición, ni devorado por el polvo y la indolencia de la soledad.
Pero la presencia de Rosa en mi vida cotidiana no fue lo único que dispuso Aurora, porque aquellos que tienen la extraña prerrogativa de saber que se mueren, piden cosas, ordenan, organizan e intentan dejar todo cerrado para cuando falten, aunque todo quede abierto, inacabado, suspendido en un tiempo todavía en presente, sobre todo si se es joven como era ella. Y una de esas peticiones fue que dejase las clases de literatura en el Colegio del Pilar para dedicarme por entero a escribir, que eso era lo mío. Quería ser escritor desde que en mi adolescencia fui absorbido por las aventuras de Julio Verne, Salgari o Stevenson. Sólo había sido capaz de publicar una novela en una pequeña editorial, con pocos medios y escasa repercusión. Antes de eso muchos manuscritos habían quedado arrumbados al oscuro confinamiento del cajón, y, por un instante, alcancé mi sueño de ver mi obra publicada; sin embargo el sueño se quedó en un espejismo, una quimera que me produjo una sensación aún mayor de fracaso, ya que apenas se vio en algunas librerías durante algo más de una semana. Después de eso, de nuevo volví al ostracismo, más amargo si cabe porque, inevitablemente y a pesar de las advertencias de Aurora, no pude evitar forjarme unas falsas ilusiones. A pesar de que nuestra convivencia había durado poco más de diez años, ella me conocía bien y sabía cuánto me hastiaban esas clases impartidas a adolescentes rebosantes de hormonas que en su mayoría conocían más del último invento electrónico que de la figura de Cervantes, y que, en el mejor de los casos, leían (con verdadera pasión, todo hay que decirlo) la saga completa de Harry Potter. Estaba convencida de que, cuando ella no estuviera, ese hastío y el tiempo que aquellas clases me quitaban de leer y escribir (así lo sentía yo, y así se lo decía muchas veces con desesperación) me precipitarían al abismo de una infelicidad que no estaba dispuesta a permitir; así que buscó el momento adecuado para hacerme la propuesta y lo encontró en el que se iba definitivamente, una propuesta que nunca habría aceptado sin esa presencia de la muerte, sin la amenaza de la ausencia segura, sin esa obligación moral que me imponía la terrible circunstancia de la despedida. Me dio la sensación de que lo tenía todo pensado desde hacía mucho tiempo, mucho antes de que la enfermedad traidora (o tal vez no tanto, al menos para ella) diera la cara y se mostrase con toda su saña. Dispuso que el piso donde vivíamos se pusiera a mi nombre como donación (estaba a su nombre como herencia de su madre, muerta también hacía años), incluso hizo cálculos sobre los ingresos que me iban a quedar: una cantidad digna, recibida cada mes en concepto de pensión de viudedad, así como los intereses derivados de algunos ahorros que acumulamos por la venta de mi piso de soltero. Así pues, a los pocos meses de convertirme en viudo (una palabra terrible y dolorosa que me resistía a pronunciar) cumplí mi promesa, dejé las clases y empecé mi vida taciturna, solitaria y, sobre todo, serena de escritor.
Con los codos apoyados sobre la mesa y una taza de café humeante entre mis manos, observaba los rostros en sepia de aquel matrimonio. Me preguntaba qué habría pasado con ellos a partir de aquel momento en el que el fogonazo de la cámara inmortalizó sus rostros para que setenta y cuatro años después yo pudiera conocerles.
Tenía dos rostros, dos nombres, un pueblo, y unas cartas en las que se contaba muy poco: Andrés reiteraba con insistencia que estaba bien (entre líneas creí intuir que quería tratar de ocultar a Mercedes una oscura realidad), que no se preocupase por él, que se cuidase mucho; debía estar en compañía de un hermano de nombre Clemente, porque lo nombraba en varias ocasiones para dar el mismo mensaje de tranquilidad; que pronto estarían juntos de nuevo y que todo volvería a la normalidad, y que tenía muchas ganas de ver la carita del niño, o de la niña como ella quería. Eran cartas típicas de aquel tiempo, casi rayando la simpleza: escuetas, algunas con un tinte lacónico en el corto discurso epistolar, como si Andrés hubiera sido incapaz de ocultar la amargura soportada y que, inevitablemente, se desparramaba en cada letra. Su trazo débil parecía henchido de sentimientos contenidos. Por las fechas (escritas en todas al principio de la misiva, cada uno de los domingos de septiembre y de octubre del 36; la primera el día 6 de septiembre y la última el día 25 de octubre), pensé que lo más probable fuera que se hubiera visto obligado a ir al frente, lejos de su casa y de su mujer.
Me retrepé en la silla. Imaginé una historia extraordinaria vivida por la pareja, una historia fascinante para poder pergeñar con ella mi gran novela; y aunque la realidad me mostraba que apenas tenía nada que contar, había algo en aquellos rostros, en sus miradas en blanco y negro, que me inducía a conocer más sobre Andrés y Mercedes, protagonistas de una foto tomada setenta y cuatro años antes, en un pequeño pueblo a unos kilómetros de Madrid de nombre Móstoles, convertida ahora en una gran ciudad.
Sería como buscar una aguja en un pajar, pensé desalentado.
ESPAÑOLES: Las circunstancias extraordinarias y críticas por que atraviesa España entera; la anarquía que se ha apoderado de las ciudades y los campos, con riesgos evidentes de la Patria, amenazada por el enemigo exterior, hacen imprescindible el que no se pierda un solo momento y que el Ejército, si ha de ser salvaguardia de la Nación, tome a su cargo la dirección del país, para entregarlo más tarde, cuando la tranquilidad y el orden estén restablecidos, a los elementos civiles preparados para ello. En su virtud y hecho cargo del mando de esta División
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ORDENO Y MANDO
Primero.- Queda declarado el estado de guerra en todo el territorio de esta División
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Segundo.- Queda prohibido terminantemente el derecho a la huelga. Serán juzgados en juicio sumarísimo y pasados por las armas los directivos de los Sindicatos, cuyas organizaciones vayan a la huelga o no se reintegrasen al trabajo los que se encuentren en tal situación a la hora de entrar el día de mañana
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Tercero.- Todas las armas, largas o cortas, serán entregadas en el plazo irreductible de cuatro horas en los puestos de la Guardia Civil más próximos. Pasado dicho plazo serán igualmente juzgados en juicio sumarísimo y pasados por las armas todos los que se encuentren con ellas en su poder o en su domicilio
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Cuarto.- Serán juzgados en juicio sumarísimo y pasados por las armas los incendiarios, los que ejecuten atentados por cualquier medio a las vías de comunicación, vidas, propiedades, etc., y cuantos por cualquier medio perturben la vida del territorio de esta División
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Quinto.- Se incorporarán urgentemente a todos los Cuerpos de esta División los soldados del Cap. XVII del Reglamento de Reclutamiento (cuotas) de los reemplazos 1931 a 1935, ambos inclusive y todos los voluntarios de dicho reemplazo que quieran prestar este servicio a la Patria
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Sexto.- Se prohíbe la circulación de toda clase de personas y carruajes que no sean de servicio, desde las nueve de la noche en adelante
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Espero del patriotismo de todos los españoles que no tendré que tomar ninguna de las medidas indicadas en bien de la Patria y de la República
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Sevilla, a 18 de julio de 1936
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El general de la División:
GONZALO QUEIPO DE LLANO
Andrés Abad Rodríguez corrió para avisar a Mercedes. El minutero acababa de llegar, y ya estaba montando su máquina junto a la fuente de los Peces. Irrumpió en la casa como una exhalación; a la primera que vio fue a su suegra, la señora Nicolasa.
—¿Dónde está la Mercedes?
La mujer le miró extrañada.
—¿Pasa algo?
—Ha venido el minutero. Ya podemos hacernos la foto.
—Está en vuestra alcoba, haciendo la cama.
Andrés encontró a su esposa removiendo el colchón de lana. La cogió por la cintura para que dejase la tarea, y la hizo volverse hacia él quedando los dos frente a frente.
—Está el minutero en la plaza. Vamos a hacernos la foto.
—¿Ahora? Tendré que arreglarme un poco.
—Tú siempre estás preciosa.
—No seas tonto, cómo me voy a retratar con esta pinta.
—No se quedará mucho tiempo. Dice que quiere llegar a Navalcarnero antes de la noche.
—Bueno, pues deja que me vista y me peine. Y tú, ponte la camisa blanca y la corbata de la boda, y péinate un poco esos pelos.
Andrés miró su reflejo en la luna del armario, se quitó la camisa que llevaba y cogió la que le tendió Mercedes, se la puso y se la abotonó. Se atusó el pelo. Luego, se anudó la corbata y se colocó la chaqueta. Movió los hombros con gesto incómodo, desacostumbrado a la indumentaria.
—Yo ya estoy.
Mercedes le miró de arriba abajo con gesto de conformidad.
—Espérame en la plaza. En seguida voy para allá.
—No tardes. Está junto a la fuente.
Cuando Andrés salió, Mercedes continuó haciendo la cama, pero con más prisa. Después abrió la puerta del armario. Sacó el vestido de flores rojas que le había cosido su madre y lo colocó sobre la colcha. Se quitó la bata de lunares que llevaba para hacer las labores de la casa; echó un poco de agua en el aguamanil, y se enjabonó las manos, el cuello y los brazos; después de secarse cuidadosamente, se puso delante del espejo, primero de frente y luego de perfil, acariciando el sutil contorno de su tripa que ya se notaba abultada; sonrió ilusionada. Se atusó el pelo con el peine, se pellizcó los pómulos y, cuando se vio bien, se puso el vestido. Se echó el último vistazo volviéndose de un lado y de otro, y salió.
La madre se puso delante de ella.
—Deja que te vea.
Sonrió satisfecha y Mercedes dio una vuelta sobre sí misma.
—¿Estoy bien?
—Estás perfecta, hija. Anda, ve, que si no a tu marido le va a dar algo, ya sabes lo impaciente que es para todo.
La señora Nicolasa acompañó a su hija hasta la puerta de la casa, se apoyó en el quicio con los brazos cruzados sobre su pecho, y observó, satisfecha, cómo se alejaba por la calle de la Iglesia en dirección al Pradillo, con paso rápido pero sin llegar a correr, balanceando el vuelo de su falda al capricho del viento. Ella se volvió y levantó la mano para decirle adiós. La madre correspondió con una sonrisa y un movimiento de cabeza. Se sentía dichosa porque pronto aumentaría la familia. Un nieto, se decía, nada le podía hacer más feliz en el mundo.
Mercedes Manrique Sánchez se había casado con Andrés Abad Rodríguez el 22 de diciembre de 1935. La ceremonia se celebró en la Ermita de Nuestra Señora de los Santos. Fue un día feliz para todos, a pesar de las ausencias. Hacía ya siete años que el padre de Mercedes había muerto de una complicada pulmonía; don Honorio, el médico, hizo lo que pudo para curarle, pero la infección a los pulmones pudo más que sus tratamientos. Cuando enterró a su marido, la señora Nicolasa supo que las penas nunca vienen solas, y a los dos años murió el único hermano de Mercedes, Pedrito, un niño débil de salud desde su nacimiento que no pudo resistir unas fiebres. Así que solas madre e hija, no tuvieron más remedio que salir adelante. La señora Nicolasa se puso a servir en la casa de don Honorio, y Mercedes lo mismo hacía de planchadora, lavaba en el pilón o hacía un puchero para una celebración, y en invierno ayudaba a la señora Enriqueta con los animales a cambio de huevos o partes de la matanza.