Jorge arqueó las cejas.
—¿Qué?
—Si sacarte los ojos me permitiera llegar a mañana, lo haría ahora mismo. Pero te necesito. Todos te necesitamos —mientras lo decía, Thomas se preguntó si de verdad podría hacer tal cosa.
Pero funcionó. El raro observó a Thomas durante un interminable momento y luego colocó una mano sobre la mesa.
—Creo que tenemos un trato, hermano. Por muchas razones.
Thomas extendió su mano para estrechar la de Jorge. Y aunque estaba muy aliviado, le costó mucho no mostrarlo.
Pero entonces Jorge hizo que todo se viniera abajo:
—Tengo una única condición. El chaval ese con mala leche, el que me tiró al suelo. Creo que te he oído llamarlo Minho.
—¿Sí? —preguntó Thomas con una voz débil y el corazón a mil por hora.
—Tiene que morir.
—No —Thomas lo dijo del modo más tajante y firme que le fue posible.
—¿No? —repitió Jorge con una expresión de sorpresa—. Te ofrezco la oportunidad de ayudarte a atravesar una ciudad llena de raros despiadados, dispuestos a comérsete vivo,
¿
y me dices que no? ¿A cambio de una petición tan pequeñita? Eso no me alegra.
—No sería inteligente —respondió Thomas.
No tenía ni idea de cómo iba a ser capaz de mantener el rostro tranquilo ni de dónde salía aquel valor, pero algo le decía que era el único modo de sobrevivir a aquel raro.
Jorge se inclinó de nuevo hacia delante y colocó los codos sobre la mesa. Pero esta vez no juntó las manos, sino que las cerró hasta convertirlas en puños. Le sonaron los nudillos.
—¿Tu objetivo en la vida es cabrearme hasta que te abra las arterias una a una?
—Ya has visto lo que te ha hecho —continuó Thomas— y hay que tener agallas. Si le matas, perderás las habilidades que él pueda aportar. Es nuestro mejor luchador y no le asusta nada. Quizás esté loco, pero le necesitamos.
Thomas estaba intentado sonar muy práctico. Pragmático. Pero si había en el mundo otra persona aparte de Teresa a la que pudiera llamar amigo, ese era Minho. Y no podía soportar perderlo también a él.
—Pero me saca de mis casillas —repuso Jorge, tenso; no había relajado los puños lo más mínimo—. Me hizo parecer una niña delante de mi gente. Y eso no es… aceptable.
Thomas se encogió de hombros como si no le importara, como si fuera algo insignificante y absurdo.
—Pues castígale. Hazle quedar como una niña. Pero matarle no nos ayuda. Cuantos más cuerpos tengamos para luchar, más posibilidades tendremos. ¿En serio hace falta que te lo diga?
Por fin, por fin, Jorge relajó sus puños de nudillos emblanquecidos. También dejó escapar el aire retenido. Thomas no lo había advertido hasta ese instante.
—Vale —respondió el raro—. Vale, pero no tiene nada que ver con tu triste intento de convencerme. Le perdonaré la vida porque he cambiado de opinión sobre una cosa. Por dos motivos, en realidad. Tú también deberías haber pensado en uno de ellos.
—¿Qué?
A Thomas ya no le importaba mostrar alivio, el esfuerzo de reprimirse le estaba agotando. Además, ahora le intrigaba lo que Jorge acababa de decir.
—En primer lugar, no conoces todos los detalles que hay detrás de esas pruebas o del experimento o lo que sea que CRUEL os esté haciendo pasar. Quizá cuantos más lleguéis al refugio seguro, más posibilidades tengáis de obtener la cura. ¿Os habéis planteado que el Grupo B que has mencionado podría ser vuestra competencia? Creo que uno de mis principales intereses es que lo consigáis los once al completo.
Thomas asintió con la cabeza, pero no dijo nada. No quería arriesgarse a arruinar la victoria conseguida: Jorge había creído su historia sobre el Hombre Rata y la cura.
—Lo que me lleva al segundo motivo —continuó—. La cosa por la que he cambiado de opinión.
—¿Y qué es? —preguntó Thomas.
—No voy a llevar a todos esos raros conmigo. Con nosotros.
—¿Eh? ¿Por qué? Creía que nos ibais a ayudar a atravesar la ciudad.
Jorge negó rotundamente con la cabeza mientras se recostaba en su silla y adoptaba una posición mucho menos amenazante, con los brazos cruzados sobre el pecho.
—No. Si vamos a hacer esto, el sigilo funcionará mejor que los músculos. Hemos estado moviéndonos a hurtadillas por este infierno desde que llegamos aquí y creo que tendremos más posibilidades de atravesarlo, y coger toda la comida y las provisiones necesarias, si aprovechamos lo que hemos aprendido y lo utilizamos. Pasaremos de puntillas por entre los raros que se han vuelto locos en vez de ir a cuchillazo limpio como aspirantes a guerreros.
—Me cuesta pillar lo que dices —contestó Thomas—. No quisiera ser grosero, pero sí que parece que queráis ser guerreros. Ya sabes, con esos conjuntos tan feos y esas cosas afiladas.
Pasó un largo momento de silencio y Thomas ya estaba empezando a pensar que había cometido un error cuando Jorge estalló en carcajadas.
—Oh, muchacho, eres un mamón con suerte, me gustas. No estoy seguro de por qué, pero es así. De lo contrario, ya te hubiera matado tres veces.
—¿Se puede hacer eso? —preguntó Thomas.
—¿Eh?
—Matar a alguien tres veces.
—Ya habría encontrado la manera.
—Entonces, intentaré ser más simpático.
Jorge dio un manotazo sobre la mesa y se levantó.
—Vale. Este es el trato: tenemos que llevaros a los once gamberros al refugio seguro. Para conseguirlo, me llevaré sólo a una persona. Se llama Brenda y es una genio; necesitamos su mente. Y si lo conseguimos y al final resulta que no hay cura para nosotros, entonces no hace falta que te diga cuáles serán las consecuencias.
—Vamos —dijo Thomas con sarcasmo—, creía que ahora éramos amigos.
—Pshhh. No somos amigos, hermano; somos compañeros. Te entregaré a CRUEL y recibiré la cura. Ese es el trato o habrá muchas muertes.
Thomas también se levantó y su silla chirrió contra el suelo.
—Ya hemos hecho un trato, ¿no?
—Sí, sí. Escucha, no te atrevas a decir ni una palabra ahí fuera. Escapar de los demás raros va a ser… difícil.
—¿Qué plan tienes?
Jorge pensó un minuto sin apartar la mirada de Thomas y luego rompió el silencio.
—Mantén el pico cerrado y déjame hacer a mí —empezó a moverse hacia la puerta que daba al pasillo, pero se paró en seco—. Ah, y no creo que a tu
compadre
Minho vaya a gustarle mucho.
• • •
Mientras caminaban por el pasillo para reunirse con los demás, Thomas se dio cuenta del hambre atroz que tenía. Los pinchazos en el estómago se le habían extendido al resto del cuerpo, como si sus músculos y órganos internos estuvieran empezando a comerse los unos a los otros.
—¡Muy bien, que me escuche todo el mundo! —anunció Jorge cuando volvieron a entrar en la gran sala hecha pedazos—. Yo y el cara pájaro hemos llegado a una solución.
«¿Cara pájaro?», pensó Thomas.
Los raros se levantaron para prestar atención sin dejar de aferrar aquellas desagradables armas al tiempo que fulminaban con la mirada a los clarianos, que se hallaban sentados en los límites de la estancia, con la espalda apoyada en la pared. La luz brillaba a través de las ventanas rotas y los agujeros de arriba.
Jorge se detuvo en el centro de la sala y se volvió lentamente para dirigirse al grupo entero. Thomas pensó que resultaba ridículo, como si estuviera haciendo demasiados esfuerzos.
—Primero, tenemos que darle de comer a esta gente. Sé que parece una locura compartir la comida que tanto nos ha costado ganar con un puñado de extraños, pero creo que pueden servirnos de ayuda. Dadles el cerdo y las judías. De todas formas, ya me estaba hartado de esa basura —uno de los raros se rió por lo bajo, un mequetrefe delgaducho cuyo ojos iban de un lado a otro—. Segundo, puesto que soy un gran caballero y un santo, he decidido no matar al gamberro que me atacó.
Thomas oyó unos cuantos gruñidos de decepción y se preguntó hasta qué punto le había afectado el Destello a aquella gente. Pero una chica guapa, una de las adolescentes, con un pelo largo sorprendentemente limpio, puso los ojos en blanco y negó con la cabeza como si pensara que aquel ruido era idiota. Thomas esperó que fuese la Brenda que Jorge había mencionado.
Jorge señaló a Minho, que sonrió y saludó al grupo; aquello no le sorprendió a Thomas en absoluto.
—Estás muy contento, ¿no? —gruñó Jorge—. Es bueno saberlo. Eso es que te has tomado bien la noticia.
—¿Qué noticia? —preguntó Minho con dureza.
Thomas miró a Jorge y se preguntó que estaría a punto de salir de la boca de aquel chico.
El líder de los raros habló con total naturalidad:
—Después de que os demos de comer para que no os muráis de hambre aquí en medio, recibirás tu castigo por atacarme.
—¿Ah, sí? —si Minho estaba asustado, no dio muestras de ello—. ¿Y qué va a ser?
Jorge se limitó a mirarle con una expresión perdida que se extendió de manera inquietante por todo su rostro.
—Me pegaste con los dos puños. Así que te vamos a cortar un dedo de cada mano.
Thomas no entendía cómo amenazar con cortarle los dedos a Minho iba a facilitarles escapar del resto de raros. Y, desde luego, no era tan tonto como para confiar en Jorge después de una breve reunión. Empezó a entrarle el pánico: las cosas estaban a punto de ponerse muy, muy mal.
Pero entonces Jorge le miró mientras sus amigos raros comenzaban a silbar y a gritar, y Thomas vio algo allí, en sus ojos. Algo que le tranquilizó.
Minho, en cambio, era otra historia. Se había levantado en cuanto Jorge había pronunciado su castigo y hubiera arremetido contra él si la chica guapa no se le hubiera puesto delante con un cuchillo colocado en su barbilla. Al instante brotó una gota de sangre, de color rojo intenso a la luz del día que se filtraba por las puertas rotas. No podía ni hablar sin arriesgarse a que lo hiriera.
—Este es el plan —dijo Jorge con calma—: Brenda y yo acompañaremos a estos gorrones al alijo y dejaremos que coman. Después nos reuniremos todos en la Torre, digamos dentro de una hora —miró su reloj—. Que sea a las doce en punto. Traeremos comida para vosotros.
—¿Por qué sólo Brenda y tú? —preguntó alguien. Thomas al principio no vio quién era y luego advirtió al hombre que lo había dicho, probablemente el más adulto de la sala—. ¿Y si se os echan encima? Son once contra dos.
Jorge entrecerró los ojos al lanzar una mirada burlona.
—Gracias por la clase de matemáticas, Barkley. La próxima vez que me olvide de cuántos dedos tengo en los pies, me aseguraré de contarlos contigo. Por ahora, cierra el pico y lleva a todo el mundo a la Torre. Si estos gamberros intentan hacer algo, Brenda cortará a trocitos al señor Minho mientras yo les pego una paliza de muerte al resto. Apenas se mantienen en pie, están muy débiles. ¡Vamos!
El alivio inundó a Thomas. Una vez que se separaran del resto, seguro que Jorge echaría a correr. Seguro que no querría seguir con el castigo.
El hombre que se llamaba Barkley era bastante mayor, pero parecía un tipo rudo, con aquellos músculos tirantes y venosos bajo las mangas de su camisa. En una mano sostenía un desagradable puñal y en la otra, un gran martillo.
—Muy bien —dijo tras cruzar una larga mirada con su líder—. Pero si se te echan encima y te cortan el pescuezo, nos las apañaremos bien sin ti.
—Gracias por tus amables palabras, hermano. Ahora vete o será doble la diversión en la Torre.
Barkley se rió como para salvar algo de dignidad y luego se dirigió hacia el mismo pasillo que Thomas y Jorge habían recorrido. Movió el brazo con un gesto de «seguidme» y hasta el último raro se apresuró en ir tras él arrastrando los pies, excepto Jorge y la chica guapa con el pelo largo y castaño. La joven aún tenía el cuchillo en el cuello de Minho, pero lo bueno era que debía de ser Brenda.
En cuanto el grupo principal de infectados por el Destello abandonó la sala, Jorge intercambió una mirada casi de alivio con Thomas; entonces negó sutilmente con la cabeza, como si los demás todavía pudieran oírles.
Un movimiento de Brenda atrajo la atención de Thomas. La miró para ver cómo apartaba el cuchillo de Minho, se retiraba y, distraídamente, limpiaba el pequeño rastro de sangre que había en sus pantalones.
—Te hubiera matado de verdad, ¿sabes? —espetó con una voz un poco rasposa, casi ronca—. Como vayas a por Jorge otra vez, te cortaré una arteria.
Minho se limpió la pequeña herida con el pulgar y miró la mancha de color rojo intenso.
—Eso sí que es un cuchillo afilado. Ahora me gustas más.
Newt y Fritanga refunfuñaron a la vez.
—Parece que no soy la única rara de aquí —respondió Brenda—. Tú estás incluso más ido que yo.
—Ninguno de nosotros se ha vuelto loco todavía —añadió Jorge, que se acercó a ella—. Pero no tardaremos mucho. Vamos; tenemos que llegar al alijo para que comáis algo, gente. Parecéis un puñado de zombis famélicos.
A Minho no pareció gustarle la idea.
—¿Crees que voy a sentarme tan campante con vosotros, psicópatas, y a dejar que luego me cortéis los puñeteros dedos?
—Cállate por una vez —soltó Thomas, intentando comunicar algo distinto con sus ojos—. Vamos a comer. No me importa lo que les pase a tus bonitas manos después de eso.
Minho entrecerró los ojos, confuso, pero pareció captar que había algo que no sabía.