Read Las palabras y las cosas Online
Authors: Michel Foucault
Esto tiene consecuencias de gran peso. Por lo pronto, la importancia de los signos en el pensamiento clásico. En otro tiempo fueron medios de conocer y claves de un saber; ahora son coextensivos a la representación, es decir, al pensamiento entero, se alojan en él, pero lo recorren en toda su extensión: desde el momento en que una representación está ligada con otra y representa este lazo en sí misma, hay un signo: la idea abstracta significa la percepción concreta de la que ha sido formada (Condillac); la idea general no es más que una idea singular que sirve de signo a otras (Berkeley); las imaginaciones son signos de las percepciones de las que han salido (Hume, Condillac); las sensaciones son signos unas de otras (Berkeley, Condillac) y se puede decir finalmente que las sensaciones son de suyo (como en Berkeley) los signos de lo que Dios quiere decimos, lo que haría de ellas algo así como signos de un conjunto de signos. El análisis de la representación y la teoría de los signos se penetran absolutamente uno a otra: y el día en el que la Ideología, a fines del siglo xviii, se interrogue por el primado que hay que dar a la idea o al signo, el día en el que Destutt reprochará a Gerando el haber hecho una teoría de los signos antes de haber definido la idea,
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es el día en el que su pertenencia inmediata comenzará a enturbiarse y en el que la idea y el signo dejarán de ser perfectamente transparentes una a otro.
Segunda consecuencia. Esta extensión universal de! signo en el campo de la representación excluye aun la posibilidad de una teoría de la significación. En efecto, el interrogarse sobre qué es la significación supone que ésta sea una figura determinada en la conciencia. Pero si los fenómenos no se dan nunca sino en una representación que, en sí, y por su representabilidad propia, es por completo signo, la significación no puede ser un problema. Es más, ni aparece siquiera. Todas las representaciones están ligadas entre sí como signos; entre todas forman como una red inmensa; cada una se da, en su transparencia, como signo de lo que representa; y sin embargo —o más bien por este hecho mismo— ninguna actividad específica de la conciencia puede constituir alguna vez una significación. Sin duda porque el pensamiento clásico de la representación excluye el análisis de la significación, nos cuesta tanto esfuerzo —a nosotros que no pensamos los signos sino a partir de esto— el reconocer, a pesar de la evidencia, que la filosofía clásica, de Malebranche a la Ideología, fue, de un extremo a otro, una filosofía del signo.
Nada de sentido exterior o anterior al signo; ninguna presencia implícita de un discurso anterior que habría que restituir a fin de sacar a luz el sentido autóctono de las cosas. Pero tampoco acto constitutivo de la significación ni génesis interior a la conciencia. Entre el signo y su contenido no hay ningún elemento intermediario, ni ninguna opacidad. Empero, los signos no tienen otras leyes que las que pueden regir su contenido: todo análisis de los signos es, al mismo tiempo, y con pleno derecho, un desciframiento de lo que quiere decir. A la inversa, el sacar a luz lo significado no será más que la reflexión sobre los signos que lo indican. Lo mismo que en el siglo xvi, "semiología" y "hermenéutica" se superponen, pero en forma diferente. En la época clásica, ya no se reúnen en el tercer elemento de la semejanza; se ligan a este poder propio de la representación de representarse a sí misma. Así, pues, no habrá una teoría de los signos diferente a un análisis del sentido. Sin embargo, el sistema otorga cierto privilegio a la primera por encima de la segunda; puesto que no da a lo que se significa una naturaleza diferente de la que le otorga el signo, el sentido no podrá ser más que la totalidad de los signos desplegada en su encadenamiento; se dará en el
cuadro
completo de los signos. Pero, por otra parte, la red completa de signos se liga y se articula según los cortes propios del sentido. El cuadro de los signos será la imagen de las cosas. Si el ser del sentido está por completo del lado del signo, todo el funcionamiento está del lado de lo significado. Por esto, el análisis del lenguaje, de Lancelot a Destutt de Tracy, ha sido hecho a partir de una teoría abstracta de los signos verbales y en la forma de una gramática general: pero siempre toma como hilo conductor el sentido de las palabras; por ello también la historia natural se presenta como análisis de los caracteres de los seres vivos, por más que, a pesar de ser artificiales, las taxinomias tienen siempre el proyecto de reunir el orden natural o de disociarlo lo menos posible; por ello, el análisis de las riquezas se hace a partir de la moneda y del cambio, aunque el valor se funde siempre sobre la necesidad. En la época clásica, la ciencia pura de los signos tiene el valor del discurso inmediato de lo significado. Finalmente, última consecuencia que llega, sin duda, hasta nosotros: la teoría binaria del signo, que fundamenta, a partir del siglo xvii, toda la ciencia general del signo, está ligada, de acuerdo con una relación fundamental, con una teoría general de la representación. Si el signo es el puro y simple enlace de un significante y un significado (enlace arbitrario o no, impuesto o voluntario, individual y colectivo), de todas maneras la relación sólo puede ser establecida en el elemento general de la representación: el significante y el significado no están ligados sino en la medida en que uno y otro son (han sido o pueden ser) representados y el uno representa de hecho al otro. Asi, pues, fue necesario que la teoría clásica del signo tuviera como fundamento y justificación filosófica una "ideología", es decir, un análisis general de todas las formas de representación, desde la sensación elemental hasta la idea abstracta y compleja. Fue igualmente necesario que, volviendo al proyecto de una semiología general, Saussure diera una definición del signo que pudo parecer "psicologista" (enlace de un concepto y de una imagen): pero es que de hecho redescubrió allí la condición clásica para pensar la naturaleza binaria del signo.
He allí, pues, a los signos liberados de toda esa abundancia de mundo en el que el Renacimiento los había repartido. De ahora en adelante se alojan en el interior de la representación, en el intersticio de la idea, en ese pequeño espacio en el que juega consigo misma, descomponiéndose y recomponiéndose. Por lo que a la similitud se refiere, no tiene ahora sino que recaer fuera del dominio del conocimiento. Es lo empírico en su forma más gastada; no se lo puede ya "considerar como parte de la filosofía",
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a menos que se la borre en su inexactitud de semejanza y sea transformada por el saber en una relación de igualdad o de orden. Y, sin embargo, la similitud es un marco indispensable para el conocimiento. Pues una igualdad o una relación de orden no puede ser establecida entre dos cosas a no ser que su semejanza haya dado cuando menos oportunidad de compararlas: Hume colocaba la relación de identidad entre las relaciones "filosóficas" que presuponen la reflexión; en tanto que la semejanza pertenece, para él, a las relaciones naturales, a las que constriñen nuestro espíritu según una "fuerza tranquila" pero inevitable.
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"Que el filósofo pretenda tanta precisión como quiera… me atrevo, sin embargo, a desafiarlo a dar un solo paso en su carrera sin ayuda de la semejanza. Que se lance una mirada sobre el rostro metafísico de las ciencias, aun las más abstractas, y que se me diga si las inducciones generales que se sacan de los hechos particulares o, más bien, si los géneros mismos, las especies y todas las nociones abstractas pueden formarse de otra manera que no sea por medio de la semejanza."
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En el borde exterior del saber, la similitud es esta forma apenas dibujada, este rudimento de relación que el conocimiento debe recubrir en toda su extensión, pero que permanece indefinidamente por debajo de él, a la manera de una necesidad muda e imborrable.
Lo mismo que en el siglo xvi, la semejanza y el signo se llaman una a otro fatalmente. Pero de acuerdo con un modo nuevo. En vez de que la similitud tenga necesidad de una marca a fin de ser sacada de su secreto, es ahora el fondo indiferenciado, móvil, inestable sobre el cual puede el conocimiento establecer sus relaciones, sus medidas y sus identidades. En consecuencia, se trata de un doble trastrocamiento: ya que el signo y con él todo el conocimiento discursivo exigen un fondo de similitud y ya que no se trata de manifestar un contenido anterior al conocimiento, sino de dar un contenido que pueda ofrecer un lugar de aplicación a las formas del conocimiento. En tanto que, en el siglo xvi, la semejanza era la relación fundamental del ser consigo mismo y el repliegue del mundo, en la época clásica es la forma más simple bajo la cual aparece lo que hay por conocer y que es lo más alejado del conocimiento mismo. Gracias a ella puede conocerse la representación, es decir, puede comparársela con las formas que pueden serle similares, analizarla en elementos (elementos que tiene en común con otras representaciones), combinarla con las que pueden presentar identidades parciales y distribuirla finalmente en un cuadro ordenado. En la filosofía clásica (es decir, en una filosofía del análisis), la similitud representa un papel simétrico al que afirmará lo diverso en el pensamiento crítico y en las filosofías del juicio.
En esta posición de límite y de condición (aquello sin lo cual y de este lado de lo cual no se puede conocer), la semejanza se sitúa al lado de la imaginación o, más exactamente, no aparece sino por virtud de la imaginación, y ésta, a su vez, sólo se ejerce apoyándose en ella. En efecto, si se suponen, en la cadena ininterrumpida de la representación, impresiones, las más simples posibles y que no tengan entre ellas el menor grado de semejanza, no habrá posibilidad alguna de que la segunda haga recordar la primera, la haga reaparecer y autorice así su representación en lo imaginario; las impresiones se sucederán en la mayor diferencia —tan grande que ni siquiera podrá ser percibida ya que nunca podrá una representación tener la oportunidad de fijarse en un lugar, de resucitar otra anterior y de yuxtaponerse a ella para dar lugar a una comparación; no se dará la mínima identidad necesaria para cualquier diferenciación. El cambio perpetuo se desarrollará sin punto de referencia en la perpetua monotonía. Pero, si no existiera en la representación el oscuro poder de hacerse presente de nuevo una impresión pasada, ninguna podría aparecer jamás como semejante a una precedente o desemejante a ella. Este poder de recordación implica, cuando menos, la posibilidad de hacer aparecer como casi semejantes (como vecinas y contemporáneas, como existiendo casi de la misma manera) dos impresiones de las que, sin embargo, una está presente en tanto que la otra ha dejado de existir quizá desde hace tiempo. Sin imaginación, no habría semejanza entre las cosas.
Vemos el requisito doble. Es necesario que haya, en las cosas representadas, el murmullo insistente de la semejanza; es necesario que haya, en la representación, el repliegue siempre posible de la imaginación. Y ni uno ni otro de estos requisitos puede dispensarse de aquel que lo completa y se le enfrenta. De allí las dos direcciones del análisis que se han mantenido durante toda la época clásica y que no han dejado de acercarse para enunciar finalmente, en la segunda mitad del siglo xviii, su verdad común en la Ideología. Por un lado, se encuentra el análisis que da cuenta del trastrocamiento de la serie de representaciones en un cuadro inactual, pero simultáneo, de comparaciones: análisis de la impresión, de la reminiscencia, de la imaginación, de la memoria, de todo ese fondo involuntario que es como la mecánica de la imagen en el tiempo. Por el otro, está el análisis que da cuenta de la semejanza de las cosas —de su semejanza antes de ser puestas en orden, su descomposición en elementos idénticos y diferentes, la repartición en cuadros de sus similitudes desordenadas: ¿por qué, entonces, se dan las cosas en una maraña, en una mezcla, en un entrecruzamiento en el que su orden esencial está embrollado, aunque es aún lo bastante visible para transparentarse bajo la forma de semejanzas, de vagas similitudes, de ocasiones alusivas para una memoria alerta? La primera serie de problemas corresponde, en grueso, a la
analítica de la imaginación
, como poder positivo de transformar el tiempo lineal de la representación en espacio simultáneo de elementos virtuales; la segunda corresponde, en grueso, al
análisis de la naturaleza
, con las lagunas y los desórdenes que embrollan el cuadro de seres y lo desparraman en una serie de representaciones que se asemejan vagamente y de lejos.
Ahora bien, estos dos momentos opuestos (el uno, negativo, del desorden de la naturaleza en las impresiones, el otro, positivo, del poder de reconstituir el orden a partir de estas impresiones) encuentran su unidad en la idea de una "génesis". Y ello de dos maneras posibles. O bien el momento negativo (el del desorden, de la semejanza vaga) se pone en la cuenta de la imaginación misma, que ejerce ahora ella sola una doble función: si le es posible restituir el orden, por la sola duplicación de la representación, es justo en la medida en que impediría percibir directamente y en su verdad analítica las identidades y diferencias de las cosas. El poder de la imaginación no es otro que el revés, o la otra cara, de su defecto. Está en el hombre en la costura misma que une el alma con el cuerpo. Fue allí en efecto donde la analizaron Descartes, Malebranche, Spinoza, a la vez como lugar del error y poder de llegar a la verdad, aun la matemática; reconocieron en ella el estigma de la finitud, ya sea el signo de una caída fuera de la extensión inteligible o la marca de una naturaleza limitada. Por el contrario, el momento positivo de la imaginación puede ponerse en la cuenta de la semejanza turbia, del murmullo vago de las similitudes. Es el desorden de la naturaleza que se debe a su propia historia, a sus catástrofes, o quizá simplemente a su pluralidad enmarañada, que no es capaz de ofrecer a la representación más que cosas que se asemejan. Tanto que la representación, encadenada siempre a contenidos muy cercanos unos a otros, se repite, se recuerda, se repliega naturalmente sobre sí misma, hace renacer impresiones casi idénticas y engendra la imaginación. En este cabrilleo de naturaleza múltiple, pero recomenzado oscuramente y sin razón, en el hecho enigmático de una naturaleza que antes de cualquier orden se asemeja a sí misma, buscaron Condillac y Hume la liga entre la semejanza y la imaginación. Soluciones estrictamente opuestas, pero que responden al mismo problema. De cualquier modo se comprende que el segundo tipo de análisis se haya desplegado fácilmente en la forma mítica del primer hombre (Rousseau), de la conciencia que despierta (Condillac) o del espectador extranjero arrojado al mundo (Hume): esta génesis funcionaba exactamente en el lugar y en vez del
Génesis
mismo.