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Authors: Michel Foucault

Las palabras y las cosas (11 page)

BOOK: Las palabras y las cosas
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Tales son los dos tipos de comparación: el uno analiza en unidades a fin de establecer relaciones de igualdad y desigualdad; el otro establece elementos, los más simples que puedan encontrarse, y dispone las diferencias según los grados más débiles posibles. Ahora bien, puede remitirse la medida de las magnitudes y de las multiplicidades al establecimiento de un orden; los valores de la aritmética son siempre ordenables según una serie: la multiplicidad de las unidades puede, por tanto, "disponerse según un orden tal que la dificultad que pertenece al conocimiento de la medida termine por depender de la sola consideración del orden".
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Y justo en esto consiste el método y su "progreso": en remitir toda medida (toda determinación por igualdad o desigualdad) a una puesta en serie que, a partir de lo simple, haga aparecer las diferencias como grados de complejidad. Lo semejante, después de ser analizado según la unidad y las relaciones de igualdad o desigualdad, se analiza según la evidente identidad y las diferencias:
diferencias
que pueden ser pensadas en el orden de las
inferencias
. Sin embargo, este orden o comparación generalizada no se establece sino después del encadenamiento en el conocimiento; el carácter absoluto que se reconoce a lo simple no concierne al ser de las cosas sino a la manera en que pueden ser conocidas. Tanto que una cosa puede ser absoluta en un cierto aspecto y relativa en otros,
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el orden puede ser a la vez necesario y natural (con relación al pensamiento) y arbitrario (con relación a las cosas), ya que una misma cosa, según la manera en que se la considere, puede ser colocada en un punto del orden o en otro.

Todo esto ha tenido las mayores consecuencias para el pensamiento occidental. Lo semejante, que durante mucho tiempo había sido una categoría fundamental del saber —a la vez, forma y contenido del conocimiento— se ve disociado en un análisis hecho en términos de identidad y de diferencia, además, ya sea indirectamente por intermedio de la medida o directamente y al mismo nivel, la comparación se remite al orden; por último, el papel de la comparación no es ya el revelar el ordenamiento del mundo; se la hace de acuerdo con el orden del pensamiento y yendo naturalmente de lo simple a lo complejo. Con esto se modifica en sus disposiciones fundamentales toda la
episteme
de la cultura occidental. Y en particular el dominio empírico en el que el hombre del siglo xvi veía aún anudarse los parentescos, las semejanzas y las afinidades y en el que se entrecruzaban sin fin el lenguaje y las cosas —todo este inmenso campo va a tomar una nueva configuración. Si se quiere, se lo puede designar con el nombre de "racionalismo"; se puede decir también, si lo único que se tiene en la cabeza son conceptos ya hechos, que el siglo xvii señala la desaparición de las viejas creencias supersticiosas o mágicas y, por fin, la entrada de la naturaleza en el orden científico. Pero lo que se necesita apresar y tratar de restituir son las modificaciones que han alterado el saber mismo, en este nivel arcaico que hace posible los conocimientos y el modo de ser de lo que hay por saber.

Estas modificaciones pueden resumirse de la manera siguiente. Por lo pronto, sustitución de la jerarquía analógica por el análisis: en el siglo xvi se admitía de antemano el sistema global de correspondencia (la tierra y el cielo, los planetas y el rostro, el microcosmos y el macrocosmos) y cada similitud singular venía a quedar alojada en el interior de esta relación de conjunto; de ahora en adelante, toda semejanza será sometida a la prueba de la comparación, es decir, no será admitida sino una vez que se encuentre, por la medida, la unidad común o más radicalmente por el orden, la identidad y la serie de las diferencias. Por lo demás, el juego de las similitudes era antes infinito; siempre era posible descubrir nuevas y la única limitación provenía del ordenamiento de las cosas, de la finitud de un mundo encerrado entre el macrocosmos y el microcosmos. Ahora va a ser posible una enumeración completa: sea bajo la forma de un inventario exhaustivo de todos los elementos que constituyen el conjunto en cuestión; sea bajo la forma de un poner en categorías que articula en su totalidad el dominio estudiado; sea en fin bajo la forma de un análisis de un cierto número de puntos, número suficiente, tomado a lo largo de toda la serie. Así, la comparación puede alcanzar una certeza perfecta: nunca terminado y siempre abierto a nuevas eventualidades, el viejo sistema de similitudes habría podido convertirse, por medio de confirmaciones sucesivas, en más y más probable; nunca fue cierto. La enumeración completa y la posibilidad de asignar en cada punto el paso necesario al siguiente, permite un conocimiento absolutamente cierto de las identidades y de las diferencias: "la enumeración sola puede permitirnos, sea cual fuere el asunto al que nos apliquemos, emitir siempre sobre él un juicio verdadero y cierto".
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La actividad del espíritu —tal es el cuarto punto— no consistirá ya en
relacionar
las cosas entre sí, a partir de la búsqueda de todo aquello que puede revelarse en ellas como un parentesco, una pertenencia y una naturaleza secretamente compartida, sino por el contrario en
discernir
: es decir, en establecer las identidades y después la necesidad del paso a todos los grados que se alejan. En este sentido, el discernimiento impone a la comparación la búsqueda primera y fundamental de la diferencia: darse por intuición una representación clara y distinta de las cosas y apresar con claridad el paso necesario de un elemento de la serie al que le sucede inmediatamente. Por último, consecuencia final, y ya que conocer es discernir, la historia y la ciencia van a quedar separadas una de otra. Por un lado, estará la erudición, la lectura de los autores, el juego de sus opiniones; éste puede tener, a veces, el valor de una indicación, menos por la armonía que allí se forma que por el desacuerdo: "cuando se trata de una cuestión difícil, es más probable que falte y no que sobre para descubrir la verdad al respecto". Frente a esta historia, y sin medida común con ella, se levantan los juicios seguros que podemos hacer mediante las intuiciones y su encadenamiento. Ellas y sólo ellas constituyen la ciencia y aun cuando hubiéramos leído "todos los razonamientos de Platón y Aristóteles… no habríamos apresado, al parecer, nada de ciencia, sino de historia".
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Desde entonces, el texto deja de formar parte de los signos y de las formas de la verdad; el lenguaje no es ya una de las figuras del mundo, ni la signatura impuesta a las cosas desde el fondo de los tiempos. La verdad encuentra su manifestación y su signo en la percepción evidente y definida. Pertenece a las palabras el traducirla, si pueden; ya no tienen derecho a ser su marca. El lenguaje se retira del centro de los seres para entrar en su época de transparencia y de neutralidad.

Se trata de un fenómeno general en la cultura del siglo xvii —más general que la fortuna singular del cartesianismo.

Es necesario distinguir tres cosas. Por una parte, existe el mecanismo que, durante un período que en suma resulta muy breve (apenas la segunda mitad del siglo xvii), propuso un modelo teórico en ciertos dominios del saber como la medicina o la fisiología. Hay también un esfuerzo, muy diverso en sus formas, de matematiza- ción de lo empírico; constante y continuo por lo que se refiere a la astronomía y una parte de la física, en los otros dominios fue esporádico —a veces se lo intentó realmente (como en Condorcet), a veces se lo propuso como ideal universal y horizonte de la investigación (como en Condillac o Destutt), a veces se rechazó su posibilidad misma (por ejemplo, Buffon). Pero ni este esfuerzo ni los ensayos del mecanismo deben confundirse con la relación que todo el saber clásico, en su forma más general, tiene con la
mathesis
, entendida como ciencia universal de la medida y del orden. Con las palabras vacías, oscuramente mágicas, de "influencia cartesiana" o de "modelo newtoniano", los historiadores de las ideas acostumbran mezclar estas tres cosas y definir el racionalismo clásico por la tentación de hacer de la naturaleza algo mecánico y calculable. Los otros —los semihábiles— se esfuerzan por descubrir bajo este racionalismo el juego de "fuerzas contrarias": las de una naturaleza y una vida que no se dejan reducir ni al álgebra ni a la física del movimiento y que mantienen así, en el fondo del clasicismo, el recurso de lo no racionalizable. Estas dos formas de análisis son tan insuficientes una como otra. Pues lo fundamental, para la
episteme
clásica, no es ni el éxito ni el fracaso del mecanismo, ni el derecho o la imposibilidad de matematizar la naturaleza, sino más bien una relación con la
mathesis
que, hasta fines del siglo xviii, permanece constante e inalterada. Esta relación presenta dos características esenciales. La primera es que las relaciones entre los seres se pensarán bajo la forma del orden y la medida, pero con ese desequilibrio fundamental que consiste en que siempre se pueden remitir los problemas de la medida a los del orden. De manera que la relación de toda
mathesis
con el conocimiento se da como posibilidad de establecer entre las cosas, aun las no mensurables, una sucesión ordenada. En este sentido, el
análisis
va a alcanzar muy pronto el valor de método universal; y el proyecto leibniziano de establecer una matemática de los órdenes cualitativos se encuentra en el corazón mismo del pensamiento clásico; todo él gravita en torno a ella. Pero, por otra parte, esta relación con la
mathesis
en cuanto ciencia general del orden no significa una absorción del saber en la matemática, ni que se funde en ella todo conocimiento posible; por el contrario, en correlación con la búsqueda de una
mathesis
, se ve aparecer un cierto número de dominios empíricos que hasta entonces no habían estado formados ni definidos. En ninguno de estos dominios, o poco menos, es imposible encontrar rastros de un mecanismo o una matematización
y, sin embargo, todos se han construido sobre el fondo de una posible ciencia del orden. Si dispensan del
Análisis
en general, su instrumento particular no era el
método algebraico
, sino el
sistema de
signos. Asi aparecieron la gramática general, la historia natural, el análisis de las riquezas, ciencias del orden en el dominio de las palabras, de los seres y de las necesidades; y todas estas ciencias empíricas, nuevas en la época clásica y coextensivas con su duración (tiene como puntos de referencia cronológica a Lancelot y Bopp, Ray y Cuvier, Petty y Ricardo; los primeros escriben alrededor de 1660, los segundos alrededor de los años 1800-1810), no pudieron constituirse sin la relación que toda la
episteme
de la cultura occidental tenía entonces con una ciencia universal del orden.

Esta relación con el
Orden
es tan esencial para la época clásica como lo fue para el Renacimiento la relación con la
Interpretación
. Y así como la interpretación del siglo xvi, superponiendo una semiología a una hermenéutica, era esencialmente un conocimiento de la similitud, así, la puesta en orden por medio de signos constituye todos los saberes empíricos como saberes de la identidad y de la diferencia. El mundo a la vez indefinido y cerrado, pleno y tautológico de la semejanza se encuentra disociado y como abierto en su medio; en un extremo se encontrarán los signos convertidos en instrumentos del análisis, en marcas de la identidad y de la diferencia, en principios de la puesta en orden, en claves de una taxinomia; y en el otro, la semejanza empírica y murmurante de las cosas, esta sorda similitud que proporciona, por debajo del pensamiento, la materia infinita de las particiones y las distribuciones. Por un lado, la teoría general de los signos, de las divisiones y de las clasificaciones; por el otro, el problema de las semejanzas inmediatas, del movimiento espontáneo de la imaginación, de las repeticiones de la naturaleza. Entre los dos, los nuevos saberes que encuentran su espacio en esta distancia abierta.

3. LA REPRESENTACIÓN DEL SIGNO

¿Qué es un signo en la época clásica? Lo que ha cambiado en la primera mitad del siglo xvii y por mucho tiempo —quizá hasta nosotros— es todo el régimen de los signos, las condiciones en las que ejercen su extraña función; es aquello que, en medio de tantas otras cosas sabidas o vistas, los erige de súbito como signos; es su ser mismo. En el umbral de la época clásica, el signo deja de ser una figura del mundo; deja de estar ligado por los lazos sólidos y secretos de la semejanza o de la afinidad a lo que marca.

El clasicismo lo define de acuerdo con tres variables.
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El origen del enlace: un signo puede ser natural (como el reflejo en un espejo designa lo que refleja) o de convención (como una palabra puede significar una idea para un grupo de hombres). El tipo de enlace: un signo puede pertenecer al conjunto que designa (como la buena cara forma parte de la salud que manifiesta) o estar separado de él (como las figuras del Antiguo Testamento son los signos lejanos de la Encarnación y de la Redención). La certidumbre del enlace: un signo puede ser tan constante que se esté seguro de su fidelidad (así, la respiración señala la vida); pero puede ser también simplemente probable (como la palidez del embarazo). Ninguna de estas formas de enlace implica necesariamente la similitud; el signo natural mismo no la exige: los gritos son signos espontáneos, pero no análogos, del miedo; o también, como dice Berkeley, las sensaciones visuales son signos del tacto instaurados por Dios y, sin embargo, no se le asemejan de manera alguna.
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Estas tres variables sustituyen a la semejanza para definir la eficacia del signo en el dominio de los conocimientos empíricos.

1. El signo, dado que siempre es cierto o probable, debe encontrar su lugar en el interior del conocimiento. En el siglo xvi, se consideraba que los signos habían sido depositados sobre las cosas para que los hombres pudieran sacar a luz sus secretos, su naturaleza o sus virtudes; pero este descubrimiento no era más que el fin último de los signos, la justificación de su presencia; era su posible utilización y la mejor sin duda alguna; pero no tenían necesidad de ser conocidos para existir: aun si permanecían silenciosos y si nunca había una persona que los percibiera, no perdían su consistencia. No era el conocimiento, sino el lenguaje mismo de las cosas lo que los instauraba en su función significante. A partir del siglo xvii, todo el dominio del signo se distribuye entre lo cierto y lo probable: es decir, que no hay ya signo desconocido, ni marca muda. No se trata de que los hombres estuvieran en posesión de todos los signos posibles, sino de que sólo existen signos a partir del momento en que se
conoce
la posibilidad de una relación de sustitución entre dos elementos ya conocidos. El signo no espera silenciosamente la venida de quien puede reconocerlo: nunca se constituye sino por un acto de conocimiento.

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