Las palabras y las cosas (10 page)

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Authors: Michel Foucault

BOOK: Las palabras y las cosas
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Don
Quijote
esboza lo negativo del mundo renacentista; la escritura ha dejado de ser la prosa del mundo; las semejanzas y los signos han roto su viejo compromiso; las similitudes engañan, llevan a la visión y al delirio; las cosas permanecen obstinadamente en su identidad irónica: no son más que lo que son; las palabras vagan a la aventura, sin contenido, sin semejanza que las llene; ya no marcan las cosas; duermen entre las hojas de los libros en medio del polvo. La magia, que permitía el desciframiento del mundo al descubrir las semejanzas secretas bajo los signos, sólo sirve ya para explicar de modo delirante por qué las analogías son siempre frustradas. La erudición que leía como un texto único la naturaleza y los libros es devuelta a sus quimeras: depositados sobre las páginas amarillentas de los volúmenes, los signos del lenguaje no tienen ya más valor que la mínima ficción de lo que representan. La escritura y las cosas ya no se asemejan. Entre ellas, Don Quijote vaga a la aventura.

Sin embargo, el lenguaje no se ha convertido en algo del todo impotente. Detenta, de ahora en adelante, nuevos poderes que le son propios. En la segunda parte de la novela, Don Quijote encuentra personajes que han leído la primera parte del texto y que lo reconocen, a él, el hombre real, como el héroe del libro. El texto de Cervantes se repliega sobre sí mismo, se hunde en su propio espesor y se convierte en objeto de su propio relato para sí mismo. La primera parte de las aventuras desempeña en la segunda el papel que asumieron al principio las novelas de caballería. Don Quijote debe ser fiel a este libro en el que, de hecho, se ha convertido; debe protegerlo centra los errores, las falsificaciones, las continuaciones apócrifas; debe añadir los detalles omitidos, debe mantener su verdad. Pero el propio Don Quijote no ha leído este libro y no podrá hacerlo, puesto que es él en carne y hueso. Él, que a fuerza de leer libros, se había convertido en un signo errante en un mundo que no lo reconoce, se ha convertido ahora, a pesar de sí mismo y sin saberlo, en un libro que detenta su verdad, recoge exactamente todo lo que él ha hecho, dicho, visto y pensado y permite, en última instancia, que se le reconozca en la medida en que se asemeja a todos estos signos que ha dejado tras sí como un surco imborrable. Entre la primera y la segunda partes de la novela, en el intersticio de estos dos volúmenes y por su solo poder, Don Quijote ha tomado su realidad. Realidad que sólo debe al lenguaje y que permanece por completo en el interior de las palabras. La verdad de Don Quijote no está en la relación de las palabras con el mundo, sino en esta tenue y constante relación que las marcas verbales tejen entre ellas mismas. La ficción frustrada de las epopeyas se ha convertido en el poder representativo del lenguaje. Las palabras se encierran de nuevo en su naturaleza de signos.

Don
Quijote
es la primera de las obras modernas, ya que se ve en ella la razón cruel de las identidades y de las diferencias juguetear al infinito con los signos y las similitudes; porque en ella el lenguaje rompe su viejo parentesco con las cosas para penetrar en esta soberanía solitaria de la que ya no saldrá, en su ser abrupto, sino convertido en literatura; porque la semejanza entra allí en una época que es para ella la de la sinrazón y de la imaginación. Una vez desatados la similitud y los signos, pueden constituirse dos experiencias y dos personajes pueden aparecer frente a frente. El loco, entendido no como enfermo, sino como desviación constituida y sustentada, como función cultural indispensable, se ha convertido, en la cultura occidental, en el hombre de las semejanzas salvajes. Este personaje, tal como es dibujado en las novelas o en el teatro de la época barroca y tal como se fue institucionalizando poco a poco hasta llegar a la psiquiatría del siglo xix, es el que se ha
enajenado
dentro de la
analogía
. Es el jugador sin regla de lo Mismo y de lo Otro. Toma las cosas por lo que no son y unas personas por otras; ignora a sus amigos, reconoce a los extraños; cree desenmascarar e impone una máscara. Invierte todos los valores y todas las proporciones porque en cada momento cree descifrar los signos: para él, los oropeles hacen un rey. Dentro de la percepción cultural que se ha tenido del loco hasta fines del siglo xviii, sólo es el Diferente en la medida en que no conoce la Diferencia; por todas partes ve únicamente semejanzas y signos de la semejanza; para él todos los signos se asemejan y todas las semejanzas valen como signos. En el otro extremo del espacio cultural, pero muy cercano por su simetría, el poeta es el que, por debajo de las diferencias nombradas y cotidianamente previstas, reencuentra los parentescos huidizos de las cosas, sus similitudes dispersas. Bajo los signos establecidos, y a pesar de ellos, oye otro discurso, más profundo, que recuerda el tiempo en el que las palabras centelleaban en la semejanza universal de las cosas: la Soberanía de lo Mismo, tan difícil de enunciar, borra en su lenguaje la distinción de los signos.

De allí proviene, sin duda, en la cultura occidental moderna, el enfrentamiento de la poesía y la locura. Pero no se trata ya del viejo tema platónico del delirio inspirado. Es la marca de una nueva experiencia del lenguaje y de las cosas. En los márgenes de un saber que separa los seres, los signos y las similitudes, y como para limitar su poder, el loco asegura la función del
homosemantismo
: junta todos los signos y los llena de una semejanza que no para de proliferar. El poeta asegura la función inversa; tiene el papel
alegórico
; bajo el lenguaje de los signos y bajo el juego de sus distinciones bien recortadas, trata de oír el "otro lenguaje", sin palabras ni discursos, de la semejanza. El poeta hace llegar la similitud hasta los signos que hablan de ella, el loco carga todos los signos con una semejanza que acaba por borrarlos. Así, los dos —uno en el borde exterior de nuestra cultura y el otro en lo más cercano a sus partes esenciales— están en esta "situación límite" —postura marginal y silueta profundamente arcaica— en la que sus palabras encuentran incesantemente su poder de extrañeza y el recurso de su impugnación. Entre ellos se ha abierto el espacio de un saber en el que, por una ruptura esencial en el mundo occidental, no se tratará ya de similitudes, sino de identidades y de diferencias.

2. EL ORDEN

No resulta fácil establecer el estatuto de las discontinuidades con respecto a la historia en general. Menos aún sin duda con respecto a la historia del pensamiento. ¿Se quiere trazar una partición? Todo límite no es quizá sino un corte arbitrario en un conjunto indefinidamente móvil. ¿Se quiere recortar un período? Pero, ¿se tiene acaso el derecho de establecer, en dos puntos del tiempo, rupturas simétricas a fin de hacer aparecer entre ellas un sistema continuo y unitario? ¿De qué provendría entonces su constitución y después su anulación y oscilación? ¿A qué régimen podrían obedecer a la vez su existencia y su desaparición? Si lleva en sí su principio de coherencia, ¿de dónde puede venir el elemento extraño que puede recusarlo? ¿Cómo puede un pensamiento eludirse ante algo que no sea él mismo? ¿Qué quiere decir, en general, no poder pensar un pensamiento? ¿E inaugurar un pensamiento nuevo?

La discontinuidad —el hecho de que en unos cuantos años quizá una cultura deje de pensar como lo había hecho hasta entonces y se ponga a pensar en otra cosa y de manera diferente— se abre sin duda sobre una erosión del exterior, sobre este espacio que, para el pensamiento, está del otro lado, pero sobre el cual no ha dejado de pensar desde su origen. Llevado al límite, el problema que se plantea es el de las relaciones entre el pensamiento y la cultura: ¿cómo es posible que el pensamiento tenga un lugar en el espacio del mundo, que tenga algo así como un origen y que no deje, aquí y allá, de empezar siempre de nuevo? Pero quizá no sea aún tiempo de plantear el problema; es probable que sea necesario esperar a que la arqueología del pensamiento se haya asegurado más, que conozca mejor la medida de lo que puede describir directa y positivamente, que haya definido los sistemas singulares y los encadenamientos internos a los que se dirige, para emprender el estudio del pensamiento e investigar la dirección por la que se escapa a sí mismo. Así, bastará por el momento con acoger estas discontinuidades en el orden empírico, a la vez evidente y oscuro, en el que se dan.

A principios del siglo xvii, en este período que equivocada o correctamente ha sido llamado barroco, el pensamiento deja de moverse dentro del elemento de la semejanza. La similitud no es ya la forma del saber, sino, más bien, la ocasión de error, el peligro al que uno se expone cuando no se examina el lugar mal iluminado de las confusiones. "Es un hábito frecuente —dice Descartes en las primeras líneas de las
Regulae
—, cuando se han descubierto algunas semejanzas entre dos cosas, el atribuir a una y a otra, aun en aquellos puntos en que de hecho son diferentes, lo que se ha reconocido como cierto sólo de una de las dos."
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La época de lo semejante está en vías de cerrarse sobre sí misma. No deja, detrás de sí, más que juegos. Juegos cuyos poderes de encantamiento surgen de este nuevo parentesco entre la semejanza y la ilusión; por todas partes se dibujan las quimeras de la similitud, pero se sabe que son quimeras; es el tiempo privilegiado del
trompe-l'oeil
, de la ilusión cómica, del teatro que se desdobla y representa un teatro, del
quid pro quo
, de los sueños y de las visiones; es el tiempo de los sentidos engañosos; es el tiempo en el que las metáforas, las comparaciones y las alegorías definen el espacio poético del lenguaje. Y por ello mismo el saber del siglo xvi deja el recuerdo deformado de un conocimiento mezclado y sin reglas en el que todas las cosas del mundo podrían acercarse por el azar de las experiencias, tradiciones o credulidades. De ahora en adelante, se olvidarán las bellas figuras rigurosas y obligatorias de la similitud. Y se tendrá a los signos que las marcaban por ensueños y encantos de un saber que no llegaba aún a ser racional.

Ya en Bacon, se encuentra una crítica de la semejanza. Crítica empírica que no concierne a las relaciones de orden e igualdad entre las cosas sino a los tipos de espíritu y a las formas de ilusión a los que pueden estar sujetas. Se trata de una doctrina de
quid pro quo
. Bacon no disipa las similitudes por la evidencia y sus reglas. Muestra que centellean ante los ojos, se desvanecen cuando uno se acerca y se recomponen en un instante un poco más lejos. Son
ídolos
. Los
ídolos de la caverna
y los del
teatro
nos hacen creer que las cosas se asemejan a lo que hemos aprendido y a las teorías en que hemos sido formados; otros ídolos nos hacen creer que las cosas se asemejan entre sí. "El espíritu humano se inclina naturalmente a suponer en las cosas un orden y una semejanza mayores de los que en ellas se encuentran; y en tanto que la naturaleza está llena de excepciones y de diferencias, el espíritu ve por doquier armonía, acuerdo y similitud. De allí, esa ficción acerca de que todos los cuerpos celestes describen, en su movimiento, círculos perfectos." Tales son los
ídolos de la tribu
, ficciones espontáneas del espíritu. A ellos se agregan —efectos y a veces causas— las confusiones del lenguaje: un mismo y único nombre se aplica indiferentemente a cosas que no son de la misma naturaleza. Son los
ídolos del foro.
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Sólo la prudencia del espíritu puede disiparlos, si renuncia a su prisa y a su ligereza natural para hacerse "penetrante" y percibir finalmente las diferencias propias de la naturaleza.

La crítica cartesiana de la semejanza es de otro tipo. No se trata ya del pensamiento del siglo xvi que se inquieta ante sí mismo y comienza a desprenderse de sus figuras más familiares; se trata del pensamiento clásico que excluye la semejanza como experiencia fundamental y forma primera del saber, denunciando en ella una mixtura confusa que es necesario analizar en términos de identidad y de diferencias, de medida y de orden. Si Descartes rechaza la semejanza, no lo hace excluyendo del pensamiento racional el acto de comparación, ni tratando de limitarlo, sino por el contrario unlversalizándolo y dándole con ello su forma más pura. En efecto, por la comparación, encontramos "la figura, la extensión, el movimiento y otras cosas semejantes" —es decir, las naturalezas simples— en todos los sujetos en los que pueden estar presentes. Y por otra parte, en una deducción del tipo: "toda A es B, toda B es C, en consecuencia, toda A es C", queda en claro que el espíritu "compara entre sí el término buscado y el término dado, a saber, A y C, en el respecto en que ambos son B". En consecuencia, si ponemos aparte la intuición de una cosa aislada, puede decirse que todo conocimiento "se obtiene por la comparación de dos o más cosas entre ellas".
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Ahora bien, no hay conocimiento verdadero más que por intuición, es decir, por un acto singular de la inteligencia pura y atenta, y por la deducción que liga entre sí las evidencias. ¿Cómo puede dar autoridad a un pensamiento verdadero la comparación, requerida para casi todos los conocimientos y que, por definición, no es una evidencia aislada ni una deducción? "Casi todo el trabajo de la razón humana consiste, sin duda alguna, en hacer posible esta operación."
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Existen dos formas de comparación y sólo dos: la comparación de la medida y la del orden. Se pueden medir magnitudes o multiplicidades, es decir, magnitudes continuas o discontinuas; pero, tanto en un caso como en el otro, la operación de medida supone que, en la diferencia de cuenta que hay entre los elementos y la totalidad, se considere primero el todo y se lo divida en partes. Esta división resulta en unidades, de las cuales unas son de convención o "ficticias" (en el caso de las magnitudes continuas) y las otras (en el caso de las multiplicidades o magnitudes discontinuas) son las unidades de la aritmética. El comparar dos magnitudes o dos multiplicidades exige de cualquier manera que se aplique una unidad común al análisis de la una o de la otra. Así, la comparación efectuada por la medida remite, en todos los casos, a las relaciones aritméticas de la igualdad y la desigualdad. La medida permite analizar lo semejante según la forma calculable de la identidad y la diferencia.
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En cuanto al orden, se establece sin referencia a una unidad exterior. "Reconozco, en efecto, cuál es el orden entre A y B sin considerar ninguna otra cosa que no sean estos dos términos extremos"; no se puede conocer el orden de las cosas "en su aislamiento natural", a no ser descubriendo la más simple, después la que le está más cerca, para poder llegar necesariamente a partir de allí justo hasta las cosas más complejas. En tanto que la comparación por medida exigía de antemano una división, y después la aplicación de una unidad común, aquí comparar y ordenar no son sino una y la misma cosa: la comparación por orden es un acto simple que permite pasar de un término a otro y después a un tercero, etc., por un movimiento "absolutamente ininterrumpido".
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Así, se establecen series en las que el primer término es de una naturaleza tal que puede tenerse su intuición aparte de cualquier otra; y en la que los otros términos son establecidos según diferencias crecientes.

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