Read Las palabras y las cosas Online
Authors: Michel Foucault
Tanto esta reversibilidad como esta polivalencia dan a la analogía un campo universal de aplicación. Por medio de ella, pueden relacionarse todas las figuras del mundo. Sin embargo, existe en este espacio surcado en todas direcciones, un punto privilegiado: está saturado de analogías (cada una puede encontrar allí su punto de apoyo) y, pasando por él, las relaciones se invierten sin alterarse. Este punto es el hombre; está en proporción con el cielo, y también con los animales y las plantas, lo mismo que con la tierra, los metales, las estalactitas o las tormentas. Erguido entre las faces del mundo, tienen relación con el firmamento (su rostro es a su cuerpo lo que la faz del cielo al éter; su pulso palpita en sus venas como los astros circulan según sus vías propias; las siete aberturas forman en su rostro lo que son los siete planetas del cielo); pero equilibra todas estas relaciones y se las reencuentra, similares, en la analogía del animal humano con la tierra en que habita: su carne es gleba; sus huesos, rocas; sus venas, grandes ríos; su vejiga, el mar y sus siete miembros principales, los siete metales que se ocultan en el fondo de las minas.
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El cuerpo del hombre es siempre la mitad posible de un atlas universal. Sabemos que Pierre Belon trazó, hasta el más mínimo detalle, la primera lámina comparativa del esqueleto humano y el de las aves: se ve ahí "el alón llamado apéndice que está en proporción en el ala, en lugar del pulgar de la mano; la extremidad del alón que es como los dedos en nosotros…; los huesos dados por patas a las aves corresponden a nuestro talón; así como nosotros tenemos cuatro dedos menores en el pie, las aves tienen cuatro dedos, de los cuales el de atrás se da en proporción, como el dedo gordo en nosotros".
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Toda esta precisión sólo puede ser anatomía comparada para quien la ve armado con los conocimientos del siglo xix. Sucede que la reja a través de la cual dejamos llegar hasta nuestro saber las figuras de la semejanza, corta de nuevo en este punto (y casi sólo en él) lo que había dispuesto sobre las cosas el saber del siglo xvi.
Pero, a decir verdad, la descripción de Belon no hace sino destacar la positividad que la ha hecho posible en su época. No es ni más científica ni más racional que la observación de Aldrovandi cuando compara las partes bajas del hombre con los lugares infectos del mundo, con el infierno, con sus tinieblas, con los condenados que son como los excrementos del Universo;
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pertenece a la misma cosmografía analógica que la comparación, clásica en la época de Crollius, entre la apoplegía y la tempestad: ésta empieza cuando el aire se hace pesado y se agita, la crisis en el momento en el que los pensamientos se hacen pesados, inquietos; después las nubes se hacinan, el vientre se hincha, la tormenta estalla y la vejiga se rompe; los rayos fulminan en tanto que los ojos brillan con un fulgor terrible, cae la lluvia, la boca espumea, los relámpagos se desencadenan en tanto que los espíritus hacen estallar la piel; pero he aquí que el tiempo aclara de nuevo y la razón se restablece en el enfermo.
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El espacio de las analogías es, en el fondo, un espacio de irradiación. Por todas partes, el hombre se preocupa por sí mismo; pero, a la inversa, este mismo hombre trasmite las semejanzas que él recibe del mundo. Es el gran foco de las proporciones —el centro en el que vienen a apoyarse las relaciones y de donde son reflejadas de nuevo.
Por último, la cuarta forma de semejanza queda asegurada por el juego de las
simpatías
. Aquí no existe ningún camino determinado de antemano, ninguna distancia está supuesta, ningún encadenamiento prescrito. La simpatía juega en estado libre en las profundidades del mundo. Recorre en un instante los más vastos espacios: del planeta al hombre regido por él, cae la simpatía de lejos como un rayo; por el contrarío puede nacer de un solo contacto —como "estas rosas de duelo que servirán para las exequias", que, por su sola cercanía a la muerte, harán que toda persona que respire su perfume se sienta "triste y agonizante"
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Pero su poder es tan grande que no se contenta con surgir de un contacto único y con recorrer los espacios; suscita el movimiento de las cosas en el mundo y provoca los acercamientos más distantes. Es el principio de la movilidad: atrae lo pesado, hacia la pesantez del suelo y lo ligero hacia el éter sin peso; lleva las raíces hacia el agua y hace girar, con la curva del sol, a la gran flor amarilla del girasol. Es más, al atraer unas cosas hacia las otras por un movimiento exterior y visible, suscita secretamente un movimiento interior —un desplazamiento de cualidades que se relevan unas a otras; el fuego, por ser cálido y ligero, se eleva en el aire hacia el cual se enderezan incansablemente sus llamas; pero pierde su propia sequedad (que lo emparienta con la tierra) y adquiere así una humedad (que lo liga al agua y al aire); desaparece después en un ligero vapor, en humo blanco, en nube: se ha convertido en aire. La simpatía es un ejemplo de lo Mismo tan fuerte y tan apremiante que no se contenta con ser una de las formas de lo semejante; tiene el peligroso poder de
asimilar
, de hacer las cosas idénticas unas a otras, de mezclarlas, de hacerlas desaparecer en su individualidad —así, pues, de hacerlas extrañas a lo que eran. La simpatía transforma. Altera, pero siguiendo la dirección de lo idéntico, de tal manera que si no se nivelara su poder, el mundo se reduciría a un punto, a una masa homogénea, a la melancólica figura de lo Mismo: todas sus partes tenderían unas a otras y se comunicarían entre sí sin ruptura ni distancia, como las cadenas de metal, suspendidas por simpatía del atractivo de un solo imán.
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Por ello, la simpatía es compensada por su figura gemela, la antipatía. Ésta mantiene a las cosas en su aislamiento e impide la asimilación; encierra cada especie en su diferencia obstinada y su propensión a perseverar en lo que es: "Es cosa bien sabida que existe odio entre las plantas… se dice que el olivo y la vid odian a la col; el pepino huye del olivo… Si se sobreentiende que se cruzan por el calor del sol y el humor de la tierra, es necesario que todo árbol opaco y espeso sea pernicioso para los otros, lo mismo que el que tiene mucha raíz".
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Así, hasta el infinito, a través del tiempo, los seres del mundo se odian y mantienen su feroz apetito en contra de toda simpatía. "La rata de la India es perniciosa para el cocodrilo, pues Naturaleza se lo ha dado por enemigo; de tal modo que cuando el feroz se goza al sol, le tiende una trampa con sagacidad mortal; dándose cuenta de que el cocodrilo, adormecido en su deleite, duerme con el hocico abierto, se mete por allí y se cuela por el largo gaznate hasta el vientre, cuyas entrañas roe y sale al fin por el vientre de la bestia muerta." Pero, a su vez, todos los enemigos de la rata la acechan: ya que está en discordia con la araña y "combatiendo muchas veces con el áspid, muere". Por medio de este juego de la antipatía que las dispersa, a la vez que las atrae al combate, las convierte en asesinas y las expone a su vez a la muerte, sucede que las cosas, las bestias y todas las figuras del mundo Siguen siendo lo que son.
La identidad de la cosa, el hecho de que puedan asemejarse a las otras y aproximarse a ellas, pero sin engullirlas y conservando su singularidad —es el balance continuo de la simpatía y la antipatía que le corresponde. Explica que las cosas se crucen, se desarrollen, se mezclen, desaparezcan, mueran y se recobren indefinidamente; en suma, que haya un espacio (que, sin embargo, no carece de referencia ni de repetición, de puerto de similitud) y un tiempo (que, sin embargo, permite reaparecer indefinidamente las mismas figuras, las mismas especies, los mismos elementos). "Por mucho que de suyo los cuatro cuerpos (agua, aire, fuego y tierra) sean simples y tengan sus cualidades distintas, dado que el Creador ordenó que los cuerpos elementales estén compuestos de elementos mezclados, tal es la razón por la que sus conveniencias y discordancias son notables, lo que se conoce por sus cualidades. El elemento del fuego es cálido y seco; tiene por la tanto antipatía hacia los del agua que es fría y húmeda.
El aire es cálido y húmedo, la tierra fría es seca, es la antipatía. Para hacerlos concordar, el aire ha sido puesto entre el fuego y el agua, el agua entre la tierra y el aire. En tanto que el aire es cálido, avecinda bien con el fuego y su humedad se acomoda a la del agua. De nuevo, dado que su humedad es templada, modera el calor del fuego y recibe ayuda de él, como por otra parte, por su calor mediocre, entibia la frialdad húmeda del agua. La humedad del agua es calentada por el calor del aire y alivia la fría sequedad de la tierra."
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La soberanía de la pareja simpatía-antipatía, el movimiento y la dispersión que prescribe, dan lugar a todas las formas de la semejanza. De este modo, se retoman y explican las tres primeras similitudes. Todo el volumen del mundo, todas las vecindades de la conveniencia, todos los ecos de la emulación, todos los encadenamientos de la analogía, son sostenidos, mantenidos y duplicados por este espacio de la simpatía y de la antipatía que no cesa de acercar las cosas y de tenerlas a distancia. Por medio de este juego, el mundo permanece idéntico; las semejanzas siguen siendo lo que son y asemejándose. Lo mismo sigue lo mismo, encerrado en sí mismo.
Sin embargo, el sistema no está cenado. Queda una abertura, por la que todo el juego de semejanza corre el riesgo de escaparse a sí mismo, o de permanecer en la noche, si no fuera porque una nueva figura de la similitud viene a acabar el círculo —a hacerlo, a la vez, perfecto y manifiesto.
Convenientia, aemulatio, analogía
y
sympathia
nos dicen cómo ha de replegarse el mundo sobre sí mismo, duplicarse, reflejarse o encadenarse, para que las cosas puedan asemejarse. Nos dicen cuáles son los caminos de la similitud y por dónde pasan; no dónde está ni cómo se la ve, ni por qué marca se la reconoce. Ahora bien, podría suceder que atravesáramos toda esta maravillosa abundancia de semejanzas, sin sospechar que ha sido preparada desde hace largo tiempo por el orden del mundo y para nuestro mayor bienestar. Para saber que el acónito cura nuestras enfermedades de los ojos o que la nuez triturada en espíritu de vino sana nuestros dolores de cabeza, es necesario una marca que nos lo advierta: sin ella este secreto seguiría indefinidamente su sueño. ¿Se hubiera sabido alguna vez que entre un hombre y su planeta hay una relación de gemelidad o de combate, si no hubiera en su cuerpo y entre las líneas de su rostro la señal de que es rival de Marte o está emparentado con Saturno?
Es necesario que las similitudes ocultas se señalen en la superficie de las cosas; es necesaria una marca visible de las analogías invisibles. ¿Acaso no es toda semejanza, a la vez, lo más manifiesto y lo más oculto? En efecto, no está compuesta de pedazos yuxtapuestos —unos idénticos, otros diferentes: es de un solo golpe, una similitud que se ve o que no se ve. Carecería pues de criterio, si no hubiera en ella —o por encima o a un lado— un elemento de decisión que transforma su centelleo dudoso en clara certidumbre.
No hay semejanza sin signatura. El mundo de lo similar sólo puede ser un mundo marcado. "No es la voluntad de Dios —dice Paracelso— que permanezca oculto lo que É1 ha creado para beneficio del hombre y le ha dado… Y aun si hubiera ocultado ciertas cosas, nada ha dejado sin signos exteriores y visibles por marcas especiales —del mismo modo que un hombre que ha enterrado un tesoro señala el lugar a fin de poder volver a encontrarlo."
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El conocer las similitudes se basa en el registro cuidadoso de estas signaturas y en su desciframiento. Es inútil detenerse en la corteza de las plantas para conocer su naturaleza; es necesario ir directamente a sus marcas —"a la sombra e imagen de Dios que ellas portan o a la virtud interna que les ha sido conferida por el cielo como un don natural… virtud, afirmo, que se reconoce mejor por la signatura".
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El sistema de signaturas invierte la relación de lo visible con lo invisible. La semejanza era la forma invisible de lo que, en el fondo del mundo, hacía que las cosas fueran visibles; sin embargo, para que esta forma salga a su vez a la luz, es necesaria una figura visible que la saque de su profunda invisibilidad. Por esto, el rostro del mundo está cubierto de blasones, de caracteres, de cifras, de palabras oscuras —de "jeroglíficos", según decía Turner. Y el espacio de las semejanzas inmediatas se convierte en un gran libro abierto; está plagado de grafismos; todo a lo largo de la página se ven figuras extrañas que se entrecruzan y, a veces, se repiten. Lo único que hay que hacer es descifrarlas: "¿No es verdad, acaso, que todas las hierbas, plantas, árboles y demás que provienen de las entrañas de la tierra son otros tantos libros y signos mágicos?"
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El gran espejo tranquilo en cuyo fondo se miran las cosas y se envían, una a otra, sus imágenes, está en realidad rumoroso de palabras. Los reflejos mudos son duplicados por las palabras que los indican. Y gracias a una última forma de semejanza que implica todas las demás y las encierra en un círculo único, el mundo puede compararse a un hombre que habla: "así como los movimientos secretos de su entendimiento se manifiestan por la voz, así parece que las hierbas hablan al médico curioso por medio de su signatura, descubriéndole… sus virtudes interiores ocultas bajo el velo del silencio de la naturaleza".
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Pero es necesario detenernos un poco sobre este lenguaje mismo. Sobre los signos de los que está formado. Sobre la manera en que estos signos remiten a aquello que indican.
Hay una simpatía entre el acónito y los ojos. Esta afinidad imprevista permanecería en las sombras, si no hubiera sobre la planta una signatura, una marca, algo así como una palabra que dice que ella es buena para las enfermedades de los ojos. Este signo es perfectamente legible en sus granos: son pequeños globos oscuros engarzados en películas blancas que figuran, poco más o menos, lo que los párpados son respecto a los ojos.
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Lo mismo puede decirse de la afinidad entre la nuez y la cabeza; lo que cura "
los
dolores del peri- cráneo" es la espesa corteza verde que descansa sobre los huesos —sobre la cáscara— de la fruta: pero los males interiores de la cabeza son prevenidos por el núcleo mismo "que muestra enteramente el cerebro".
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El signo de la afinidad, lo que la hace visible, es sencillamente la analogía; la cifra de la simpatía reside en la proporción.