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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Las nieblas de Avalón (63 page)

BOOK: Las nieblas de Avalón
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—Lanzarote está allí, pero regresará pronto —dijo Morgana.

El druida añadió:

—Por algún motivo Viviana también quiere ir a Lothian, aunque todos pensamos que es demasiado anciana.

«Quiere ver a mi hijo», pensó Morgana; el corazón le dio un vuelco y sintió la garganta anudada por el dolor y el llanto. Kevin no pareció percatarse.

—No me crucé con Lanzarote en el camino —dijo—. Tal vez se demoró para celebrar Beltane —añadió con una sonrisa ladina—. Eso regocijaría a todas las mujeres de Lothian. Morgause no dejaría escapar un bocado tan tierno.

—Es su tía —exclamó Morgana—. Y Lanzarote, que es tan valiente para enfrentarse a los sajones, tiene poco valor para esa otra batalla.

El arpista enarcó las cejas.

—Ah… No dudo que habláis por experiencia propia. Pero digamos, por cortesía, que se debe a la videncia. Pero Morgause se alegraría si el mejor caballero de Arturo diera motivos de escándalo; eso pondría a Gawaine más cerca del trono. Y la señora aún es hermosa. Dicen que gobierna bien su reino. ¿Tanto os disgusta, Morgana?

—No. Somos parientas y ha sido buena conmigo. —Iba a decir: «Ha criado a mi hijo», para darse la oportunidad de preguntar si tenía noticias de Gwydion, pero se contuvo. Era algo que no podía confesar siquiera a Kevin. En cambio dijo—: Pero no me gusta que mi tía esté en boca de toda Britania por su lascivia.

—No es tan grave —rió el bardo, apartando su taza de vino—. Ahora que es viuda nadie puede hacerle recriminaciones. Pero no debo hacer esperar al gran rey. Deseadme buena suerte, Morgana, pues le traigo malas noticias. Y ya sabéis qué destino esperaba antaño a los portadores de malas noticias.

—Arturo no es de ésos —aseguró Morgana—. Pero ¿qué malas nuevas traéis, si no son secretas?

—No son nuevas. Se ha dicho más de una vez que Avalón no tolerará que reine como cristiano, cualquiera que sea su credo. No debe permitir que los curas toquen los robledales ni impidan el culto de la Diosa. Y si lo permite tengo que decirle, en nombre de la Dama, que la mano que le dio la sagrada espada de los druidas puede hacer que se vuelva contra él.

—No le agradará escucharlo —reconoció Morgana—, pero tal vez le recuerde su juramento.

—Y Viviana tiene todavía otra arma.

Pero cuando preguntó cuál era, Kevin no quiso decir más.

Al retirarse el bardo, Morgana se quedó pensando en la siguiente noche. Habría cena, música y después… bueno, Kevin era un grato amante, delicado y deseoso de complacerla. Y estaba cansada de dormir sola. Aún estaba sentada en el salón cuando Cay fue a anunciarle la llegada de otro jinete.

—Pariente vuestro, señora Morgana. ¿Queréis recibirlo servirle vino?

Se preguntó si sería Lanzarote, tan pronto, pero el jinete era Balan. Le costó reconocerlo. Estaba más corpulento, tanto que debía de necesitar un caballo descomunal. Él, en cambio, la reconoció de inmediato.

—¡Morgana! Saludos, prima —dijo.

Tomó asiento a su lado y aceptó el vino. Morgana le dijo que Arturo estaba con Kevin y Merlín, pero que podría verlo a la hora de cenar. Luego le pidió noticias.

—Sólo una: que en el norte han vuelto a ver un dragón —dijo Balan—. Y no, no es una fantasía como la del anciano Pelinor: vi la huella que había dejado y hablé con dos de las personas que lo vieron. No estaban mintiendo ni inventando cuentos para darse importancia, estaban aterrorizados. Dicen que salió del lago y se llevó a un criado; me enseñaron su zapato.

—¿Su… zapato, primo?

—Lo perdió cuando fue apresado. No me gustó tocar la… baba que lo untaba —dijo Balan—. Voy a pedir a Arturo que me dé cinco o seis caballeros para ponerle fin.

—Tenéis que invitar a Lanzarote, si regresa —sugirió Morgana, con el tono más ligero que pudo—. Tiene que practicar con dragones, si Arturo quiere casarlo con la hija de Pelinor.

Balan le clavó una mirada aguda.

—No envidio a la muchacha que se case con mi hermano. Me han dicho que su corazón es de… ¿O no tengo que decirlo?

—No tenéis que decirlo.

Balan se encogió de hombros.

—Así sea. En tal caso, Arturo no tiene especiales motivos para buscarle novia lejos de la corte. Ignoraba que hubierais vuelto, prima. Tenéis buen aspecto.

—¿Y cómo está vuestro hermano de leche?

—Balin estaba bien la última vez que nos vimos, aunque no se ha reconciliado con Viviana. Aun así, no creo que le guarde rencor por la muerte de nuestra madre. Hace un año, cuando vino por Pentecostés, no mencionó el asunto. Tal vez no sepáis que ésa es la nueva costumbre de Arturo: en Pentecostés, sus antiguos compañeros tenemos que venir desde dondequiera que estemos para cenar a su mesa. Y en esa fecha arma nuevos compañeros y recibe en audiencia a todo el que lo desee, por humilde que sea.

—Sí, estaba enterada —dijo Morgana, atravesada por una punzada de inquietud al pensar que Viviana pudiera presentarse.

Aquella noche Kevin tocó y cantó. Más tarde, Morgana se escabulló del dormitorio que compartía con las damas solteras de Ginebra, silenciosa como un fantasma o una sacerdotisa de Avalón, y fue a la alcoba donde dormía Kevin. Se retiró de allí antes de que amaneciera, muy satisfecha. Pero Kevin había dicho algo que la atribulaba:

—Arturo se niega a escucharme. Me dijo que el pueblo de Inglaterra es cristiano y que, si bien no perseguiría a nadie por adorar a otros dioses, respaldaría a los sacerdotes y a la Iglesia, tal como ellos respaldan su trono. Y mandó decir a la Dama de Avalón que, si desea recuperar su espada, puede venir a cogerla…

Aun después de haberse acostado en su cama, Morgana permaneció despierta. Arturo parecía estar más lejos que nunca de su alianza con las Tribus prerromanas y los nórdicos. Tendría que hablar con él… Pero no: no escucharía a una mujer que, además, era su hermana. Y entre ellos se interponía siempre el recuerdo de la mañana siguiente a la cacería de ciervos. Y ella no representaba la autoridad de Avalón: la había rechazado con su actitud.

Tal vez Viviana pudiera hacerle comprender la importancia de respetar su juramento. Pero por mucho que se lo repitiera, Morgana tardó mucho tiempo en poder cerrar los ojos para dormir.

17

A
ntes de abandonar la cama Ginebra sintió el sol intenso que atravesaba las colgaduras. «Ha llegado el verano —pensó. Y luego—: Beltane.» La plenitud del paganismo; sin duda, muchos de sus criados y de sus damas se escaparían aquella noche de la corte, cuando en la isla del Dragón se encendieran las fogatas en honor de la Diosa, para yacer en los campos. «Y algunas regresarán con el vientre grávido de los hijos del Dios… Y yo, esposa cristiana, no puedo dar un hijo a mi amado señor.»

Se volvió en la cama para contemplar el sueño de Arturo. Oh, sí, era su amado señor, que la honraba y protegía; no era culpa suya no poder cumplir con la primera obligación de una reina: dar un heredero al reino.

Lanzarote… No: había jurado no volver a pensar en él, ahora que ya no estaba. Aún lo deseaba con el cuerpo, el alma y el corazón, pero quería ser una esposa fiel. Jamás volvería a permitirle esos juegos que los dejaban penando aún más; era jugar con el pecado, aunque no pasaran a nada peor.

Beltane. Bien, quizás era su deber de reina cristiana celebrar aquel día de modo que sus cortesanos lo disfrutaran sin daño para el alma. Arturo había anunciado justas y torneos para Pentecostés, pero bien se podían celebrar algunos juegos en esta fecha y ofrecer como premio una copa de plata. Habría música y baile, y podía premiar con una cinta a la mujer que hilara la hebra más larga en una hora o a la que bordara la mayor cantidad de tapiz. Sí, organizaría diversiones inocentes para que sus cortesanos no echaran de menos los juegos prohibidos de Beltane. Se incorporó para vestirse; tenía que discutirlo con Cay.

Sin embargo, aunque trabajó toda la mañana y Arturo se mostró complacido con el recurso, en el fondo la carcomía un pensamiento: «Es el día en que los dioses antiguos nos exigen honremos la fertilidad. Y yo sigo estéril.» Una hora antes del mediodía, hora en que las trompetas convocarían a los hombres en el patio de armas para iniciar los juegos, Ginebra fue en busca de Morgana, aún sin saber qué le diría.

Su cuñada había tomado a su cargo la destilería y el tinte de 1 lana que hilaban; sabía impedir que la cerveza se echara a perder, destilar licores medicinales fuertes y fabricar finos perfumes con pétalos de flores, Ginebra la encontró, con el vestido de fiesta ceñido a la cintura y el cabello cubierto con un tocado, olfateando un tonel de cerveza.

—Tenemos suficiente para el festín que se le ha metido a la reina en la cabeza —dijo.

Ginebra preguntó:

—¿No estás con ánimo de fiesta, hermana?

Morgana se volvió hacia ella, diciendo:

—En realidad, no, pero me maravilla que lo estés tú, Ginebra. Imaginaba que preferirías pasar Beltane entre oraciones y ayunos piadosos, para diferenciarte de quienes honran a la Diosa en los sembrados.

Ginebra se ruborizó; nunca sabía si Morgana bromeaba o no.

—Quizá Dios ha ordenado que la gente celebre la llegada del verano. No sé qué pensar. ¿Crees que la Diosa da vida a los campos y a los vientres de hembras y mujeres?

—Así me lo enseñaron en Avalón, Ginebra. ¿Por qué lo preguntas?

Morgana se quitó el pañuelo que le cubría la cabeza y, súbitamente, Ginebra la vio bella. Aunque ya debía de haber pasado los treinta años, estaba igual que cuando la conoció. ¡Estaba justificado que todos la creyeran bruja! Vestía un sayo muy simple, de lana azul oscuro, y cintas de colores en las trenzas recogidas en torno a las orejas. A su lado Ginebra se sintió tan falta de gracia como una gallina, aunque ella era la gran reina de Britania y Morgana, sólo una duquesa pagana.

Morgana sabía tantas cosas… Era hábil en todas las artes de la escritura y en las domésticas y, además, dominaba la ciencia de las hierbas y la magia. Ella, en cambio, apenas había aprendido a escribir su nombre y a leer un poco el Evangelio. Por fin tartamudeó:

—Lo decía en broma, hermana. Pero ¿es cierto que conoces encantamientos para la fertilidad? Ya no puedo seguir viviendo así, con todas las damas de la corte pendientes de mi cintura. Si de verdad conoces esos hechizos, hermana, te lo ruego, ¿los utilizarías en mí?

Morgana, conmovida y preocupada, le apoyó una mano en el brazo.

—En Avalón se dice que determinadas cosas pueden ayudar si una mujer no concibe, pero… —Vacilaba. Ginebra sintió que se le encendía la cara de vergüenza. Por fin continuó—: NO soy la Diosa. Quizá sea su voluntad que Arturo y tú no tengáis hijos. ¿Te atreverías a torcer la voluntad de Dios con hechizos y encantamientos?

La reina dijo con violencia:

—Dios no puede querer que el reino se desgarre en el caos a la muerte de Arturo. —Y oyó su voz que se elevaba, aguda y furiosa—. Durante todos estos años me he mantenido fiel. Sí, ya sé que no lo crees. Probablemente piensas, como todas las señoras de la corte, que he traicionado a mi señor por el amor de Lanzarote. Pero no es así, Morgana. te lo juro.

—¡Ginebra, Ginebra, no soy tu confesor! ¡No te he acusado!

—Pero si pudieras, lo harías. Y creo que estás celosa. —De inmediato exclamó contrita—: ¡Oh, no! No quiero reñir contigo, hermana. Oh, no, vine a rogarte que me ayudes. No he hecho ningún mal; he sido una esposa honesta, he luchado por honrar esta corte, he rezado por mi señor y he tratado siempre de obrar según la voluntad de Dios. Nunca falté a mis deberes, y no obstante… pese a tanta abnegación… ni siquiera he recibido mi parte del trato. Cualquier puta callejera, cualquier vivandera se enorgullecería de su vientre lleno y de su fertilidad, mientras que yo no tengo nada…, nada…

Sollozaba desesperadamente, con la cara oculta entre las manos. Morgana respondió con desconcertada ternura, estrechándola contra sí.

—No llores, no llores, Ginebra. Mírame. ¿Tanto te apena no tener hijos?

Ginebra se esforzó por dominar el llanto.

—No puedo pensar en otra cosa, día y noche…

Después de un largo rato la sacerdotisa reconoció:

—Sí, ya veo que es penoso. —Casi podía oír los pensamientos de su cuñada: «Si tuviera un hijo no pensaría día y noche en este amor que me tienta a la deshonra, pues toda mi mente estaría concentrada en el heredero de Arturo.»

—Me gustaría poder ayudarte, hermana, pero no me gusta usar encantamientos y magia. En Avalón se nos enseña que es de sabios aceptar lo que han dispuesto los dioses.

Pero al decirlo se sentía hipócrita; recordaba aquella mañana que había salido en busca de raíces y hierbas para una pócima con que abortar al hijo de Arturo. ¡Aquello no había sido rendirse a la voluntad de la Diosa! Pero al final tampoco lo había hecho. Y de pronto se dijo, con súbito cansancio: «Yo, que no quería ese hijo, lo tuve; Ginebra, que languidece por uno, sigue con los brazos vacíos. ¿Es ésta la bondad de los dioses?»

Pero se sintió obligada a decir:

—Tienes que tener esto en cuenta: los encantamientos suelen obrar al revés de lo que deseas. ¿Por qué piensas que mi Diosa puede enviarte un hijo si no lo hace tu Dios, al que supones más poderoso que ninguno?

Sonaba a blasfemia y Ginebra se sintió avergonzada. Pero dijo en voz sofocada:

—Creo que a Dios no le interesan las mujeres. Todos sus sacerdotes son hombres y las Escrituras dicen que somos la tentación y el mal. Por eso recurro a la Diosa. —Y de pronto volvió a estallar en sollozos—. Si no puedes ayudarme, Morgana, te juro que esta noche iré a la isla del Dragón, cuando se enciendan los fuegos, para rogar a la Diosa que me ofrezca el don de un niño. Te lo juro, Morgana.

Y se vio a la luz de las fogatas, alejándose en brazos de un desconocido sin rostro. La idea le tensó todo el cuerpo de dolor mezclado con un placer medio vergonzoso.

Morgana escuchaba con creciente horror. «No podría; en el último instante perdería el valor.» Pero al percibir la desesperación de su cuñada se dijo: «Pero podría. Y si lo hiciera se odiaría el resto de su vida.»

No había más ruido en el cuarto que los sollozos de Ginebra. Morgana esperó a que se aquietaran un poco.

—Haré lo que pueda, hermana. No necesitas ir a los fuegos de Beltane ni buscar en otro sitio: Arturo puede darte un hijo. Prométeme que no repetirás lo que voy a decirte ni me harás preguntas. Pero Arturo ha engendrado un hijo.

Ginebra la miró fijamente.

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