—Dios así lo quiera —murmuró Ginebra persignándose.
—Viene un jinete por el camino —dijo Arturo señalando el camino que conducía hacia el castillo—: Es Kevin, el arpista, que regresa desde Avalón. Y al menos esta vez ha tenido el buen tino de hacerse acompañar por un criado.
—No es un criado —corrigió Ginebra con la mirada clavada en la esbelta silueta que iba a la grupa—. Es una mujer. Me sorprende… Pensaba que los druidas, como los sacerdotes, no tocaban a las mujeres.
—Sólo los de los rangos más elevados, querida. Quizá Kevin ha tomado esposa. O tal vez sólo viaja con alguien que venía hacia aquí. Haz que una de tus damas avise a Taliesin. Y que otra vaya a las cocinas. Ya que esta noche habrá música, corresponde organizar un festín para celebrarlo. Bajemos por aquí para darle la bienvenida. ¡Un arpista como él merece ser recibido por el rey en persona!
Cuando llegaron a las grandes puertas, el mismo Cay se había adelantado para dar entrada a Camelot al gran músico. Kevin se inclinó ante Arturo, pero los ojos de Ginebra se fijaron en la delgada silueta mal vestida.
Morgana hizo una reverencia.
—Ya veis que he vuelto a vuestra corte, hermano.
Arturo se acercó para abrazarla.
—Bienvenida, hermana. Ha pasado mucho tiempo —dijo pegando su mejilla a la de Morgana—. Y tenemos que estar juntos, ahora que hemos perdido a nuestra madre. No vuelvas a abandonarme, hermana.
—No pensaba hacerlo —aseguró Morgana.
Ginebra también se acercó para abrazarla; el cuerpo de su cuñada parecía huesudo y flaco entre sus brazos.
—Se diría que has pasado mucho tiempo en los caminos hermana —comentó.
—Es cierto; vengo desde muy lejos —dijo Morgana.
Ginebra le retuvo la mano para llevarla adentro.
—¿Dónde has estado? Faltaste tanto tiempo; ya pensaba que no volverías jamás.
—Yo también estuve a punto de creerlo.
Ginebra notó que no respondía a su pregunta.
—Las cosas que dejaste se quedaron en Caerleon. Mañana mandaré por ellas. —La llevó al cuarto donde dormían sus damas—. Mientras tanto te prestaré un vestido. Parece que hayas dormido en un establo. ¿Te robaron el equipaje?
—La verdad es que tuve mala suerte en el camino —dijo Morgana—. Os bendeciría si me permitierais bañarme y vestirme con ropa limpia. También necesito un peine, una camisa y horquillas para el pelo.
Ginebra llamó a una de sus doncellas y dio las órdenes necesarias.
Cuando Morgana se presentó ante la mesa del rey lucía un vestido rojo que le sentaba bien. Cuando le rogaron que cantara, se negó diciendo que, en presencia de Kevin, escucharla sería como oír el piar de un petirrojo habiendo un ruiseñor cerca.
Al día siguiente, el arpista pidió audiencia privada a Arturo y se encerró muchas horas con él y Taliesin. Ginebra nunca supo de qué habían hablado, pues su esposo poco le decía de las cuestiones de estado. Sin duda estaban enfadados con él por no haber cumplido con el juramento hecho a Avalón. Pero tarde o temprano tendrían que aceptarlo: era un rey cristiano. En cuanto a ella, tenía otras cosas en que pensar.
Aquella primavera hubo fiebre en la corte y algunas de las damas cayeron enfermas. Hasta pasada la Pascua no tuvo tiempo de pensar en otra cosa. Nunca había imaginado que pudiera alegrarse de tener allí a Morgana, pero su cuñada sabía mucho de hierbas y remedios; probablemente gracias a su sabiduría no hubo fallecimientos en la corte, mientras que en el campo morían tantos, obre todo los pequeños y los ancianos. Isolda, su medio hermana contrajo las fiebres y su madre quiso que regresara a la isla; sé mismo mes Ginebra supo con pesar que había muerto.
También Lanzarote enfermó. Arturo lo hizo instalar en el castillo y mandó que lo atendieran las damas de la reina. Mientras hubo peligro de contagio Ginebra no se le acercó, pues tenía la esperanza de estar nuevamente grávida, pero resultó una mera ilusión. Cuando empezó a recuperarse, fue a menudo a sentarse junto a su lecho.
Morgana también iba con su lira. Un día, mientras los oía hablar de Avalón, Ginebra sorprendió la expresión de su cuñada y se dijo: «¡Pero si aún lo ama!» Sabiendo que Arturo conservaba la esperanza de casarlos, enfermó de celos al ver cómo escuchaba Lanzarote la lira de Morgana.
«Su voz es tan dulce… No es hermosa, pero sí sabia e instruida. Mujeres hermosas hay muchas, pero ¿cómo podrían interesar a Lanzarote?» Y notó la suavidad con que lo incorporaba para darle las tisanas y las bebidas refrescantes. Ella no tenía la menor habilidad para tratar con enfermos. No hacía sino permanecer allí, muda, mientras Morgana charlaba y lo entretenía.
Estaba oscureciendo y por fin Morgana dijo:
—Ya no veo las cuerdas de la lira y estoy ronca como un cuervo. Tenéis que beber vuestro remedio, Lanzarote. Luego diré a vuestro criado que os prepare para dormir.
Lanzarote aceptó la taza con una sonrisa irónica.
—Vuestras bebidas son refrescantes, prima, pero ¡qué mal saben!
—Bebed —rió ella—. Arturo os ha puesto bajo mi autoridad mientras dure la enfermedad.
—Y no dudo que, si me niego, me enviaréis a la cama sin cenar. En cambio, si tomo mis remedios como un niño bueno, recibiré un beso y una torta de miel.
Morgana rió entre dientes.
—Todavía no podéis comer tortas de miel, sólo unas ricas gachas. Pero si os bebéis la poción, os daré un beso de buenas noches y tendréis vuestra torta en cuanto podáis comerla.
—Sí, madre —respondió Lanzarote arrugando la nariz.
Ginebra notó que a Morgana no le gustaba la broma, pero cuando la taza estuvo vacía se acercó para darle un beso en la frente. Luego lo arropó como a un recién nacido.
—Así, como un niño bueno. ¡A dormir! —Pero su risa sonaba amarga.
Cuando Morgana se retiró, Ginebra, junto a la cama, dijo:
—Tiene razón, querido. Tenéis que dormir.
—Estoy harto de que siempre tenga razón —protestó Lanzarote—. Sentaos por un momento a mi lado, amor mío.
Rara vez osaba hablarle así, pero Ginebra se sentó en el lecho y permitió que le cogiera la mano. Enseguida él la atrajo hacia el colchón para besarla; Ginebra, recostada en el borde del lecho, se dejó besar una y otra vez. Después de un largo rato Lanzarote lanzó un suspiro cansado. No protestó al ver que ella se incorporaba.
—No podemos continuar así, amadísima. Dadme vuestra licencia para abandonar la corte.
—¿Para qué? ¿Para perseguir al dragón de Pelinor? —bromeó Ginebra, aunque sentía dolor en el pecho.
Lanzarote la sujetó por los brazos para atraerla hacia sí.
—No, no bromeéis, Ginebra. Os amo desde que os vi en casa de vuestro padre. Vos lo sabéis, yo lo sé y, que Dios nos ampare, creo que lo sabe hasta el mismo Arturo. Si quiero permanecer fiel a mi rey y amigo, tengo que alejarme de esta corte para no veros nunca más.
Ginebra dijo:
—No voy a reteneros, si creéis necesario partir.
—Como en tantas otras ocasiones —exclamó Lanzarote con violencia—. Cada vez que partía a la guerra, una parte de mí deseaba sucumbir a manos de los sajones para no regresar nunca más a este amor sin esperanzas. Pero ya no hay guerras; ahora tengo que veros junto a mi rey día tras día, imaginaros en su lecho, contenta…
—¿Por qué me creéis más contenta que vos? —inquirió Ginebra con voz temblorosa—. Al menos vos estáis en libertad de ausentaros o permanecer aquí, según lo que os haga más feliz; yo tengo que hacer lo que se espera de mí.
—¿Creéis que algo puede hacerme feliz, cerca o lejos? —acusó Lanzarote. Por un momento Ginebra temió que rompiera a llorar, pero se dominó—. ¿Qué puedo hacer, amor mío? No permita Dios que os cause más desdicha. Si me alejo, vuestra obligación está clara: ser una buena esposa para Arturo. Si me quedo… —se interrumpió.
—Id, si os parece lo mejor —dijo ella. Y las lágrimas le emborronaban la mirada.
Con voz tensa, como si hubiera recibido una herida mortal, Lanzarote dijo:
—Ginebra, ¿por qué lloráis?
Y ahora tendría que mentir, pues no podía decirle la verdad.
—Porque… Porque no sé cómo viviré sin vos aquí.
Él le cogió las manos, tragando saliva con dificultad.
—Pues entonces, amor mío… No soy rey, pero mi padre ha dado una pequeña propiedad en la Britania. ¿Iríais allá conmigo» lejos de esta corte? No sé; quizá fuera más honorable que seguir aquí, en la corte de Arturo, haciendo el amor con su esposa.
«Me ama —pensó Ginebra—, me quiere y ésta es la salida honorable.» Pero la invadió el pánico. Viajar sola tan lejos, aun con Lanzare te… Y luego pensó en lo que todos dirían, en el deshonor.
Lanzarote le retenía la mano.
—No podríamos regresar jamás, bien lo sabéis. Y es probable que nos excomulgaran a ambos. Eso no tendría importancia para mí, que no soy buen cristiano. Pero para vos, Ginebra…
Ella se cubrió la cara con el velo, llorando su cobardía.
—Ginebra, no quiero llevaros al pecado.
—Ya hemos pecado, vos y yo —respondió ella, amargamente.
—Y si los curas tienen razón, estamos condenados. Sin embargo, nunca he recibido más que estos besos. Hemos caído en el pecado y la culpa sin disfrutar del placer. Y no estoy seguro de creer en los curas. ¿Qué clase de Dios iría espiando los lechos, como una chismosa de aldea?
—Algo así dijo Merlín —reconoció Ginebra, en voz baja—. A veces me parece sensato, pero luego me pregunto si no es obra del diablo para inducirme al mal.
—Oh, no me hables del diablo. —Lanzarote la acostó nuevamente a su lado—. Dulce mía, corazón, me iré lejos o me quedaré, como tú lo desees, pero no soporto verte tan desdichada.
—No sé lo que deseo —sollozó Ginebra. Y se dejó abrazar. Por fin murmuró—: Ya hemos pagado por pecar…
La boca de Lanzarote cubrió la suya, y ella se permitió entregarse al beso, trémula. Casi esperaba que esta vez él no se contentara con eso. Pero un ruido en el pasillo hizo que se incorporara con súbito pánico. Cuando el escudero de Lanzarote entro en la habitación, ella estaba sentada en el borde del colchón.
—¿Señor? —carraspeó el muchacho—. La señora Morgana me dijo que ya estabais listo para dormir. Con vuestro permiso, mi señora…
«¡Morgana otra vez, maldita sea!»
Lanzarote, riendo, soltó la mano de la reina.
—Sí, y no dudo que mi señora está fatigada. ¿Me prometéis volver mañana, mi reina?
Ginebra sintió gratitud y enfado a la vez por su serena voz Apartó la cara de la luz que llevaba el escudero, sabiendo que tenía el vestido arrugado, el cabello despeinado y la cara mojada de llanto.
—Buenas noches, señor Lanzarote —dijo, cubriéndose la cara con el velo—. Cuidad bien del gran amigo de mi rey, Kerval.
Y salió, con la desolada esperanza de poder llegar a su cuarto antes de volver a romper en llanto. «Ah, Señor, ¿qué osadía es ésta de rogar a Dios que me permita pecar aun más? ¡Tendría que rezar por verme libre de tentaciones, y no puedo!»
U
no o dos días antes de Beltane, el arpista Kevin volvió a la corte de Arturo. Morgana se alegró de verlo, pues la primavera había sido larga y tediosa. Lanzarote, ya recuperado de las fiebres, había partido hacia la corte de Lothian. Morgana pensó hacer lo mismo para ver a su hijo, pero no deseaba viajar en compañía del caballero y pensaba que a él le sucedería lo mismo. «Mi hijo está bien donde está —pensó—; en otra ocasión iré a verlo.»
Ginebra estaba callada y pesarosa; en aquellos años la reina había dejado de ser una joven alegre y algo infantil para convertirse en una mujer silenciosa y más devota de lo razonable. Morgana sospechaba que languidecía por Lanzarote. Y porque conocía a su primo, pensó, con algo de desprecio, que nunca la dejaría del todo en paz ni la haría caer totalmente en el pecado. Y Ginebra era como él: ni se entregaba ni renunciaba. ¿Qué pensaría Arturo?
Morgana se ocupó de recibir a Kevin, diciéndose que probablemente celebrarían juntos la fiesta de Beltane. Las mareas del sol corrían ardorosas por su sangre; si no podía tener al hombre que aún deseaba, bien podía aceptar a un amante que la hiciera sentirse deseada y apreciada. Además, a diferencia de Arturo y Lanzarote, Kevin discutía libremente con ella los asuntos de estado.
En un momento de amargo arrepentimiento se dijo que, si hubiera permanecido en Avalón, le consultarían todos los grandes asuntos de la época. Pero ya era demasiado tarde. De modo que recibió a Kevin en el salón grande y le hizo servir comida y vino, responsabilidad que Ginebra le cedió de buen grado; le gustaba escucharlo tocar el arpa, pero no soportaba verlo.
—¿Viviana está bien? —preguntó.
—Bien, y todavía resuelta a presentarse en Camelot en Pentecostés —respondió Kevin—. Mejor así, pues Arturo apenas me escucha. Al menos ha prometido no prohibir los fuego de Beltane este año.
—De poco le serviría —comentó Morgana—. Pero Arturo tiene problemas en su casa. —Señaló la ventana con un gesto—. Desde el castillo se ve el reino insular de Leodegranz ¿Estáis enterado?
—Un viajero me dijo que el rey ha muerto sin dejar hijos —respondió Kevin—. Su esposa Alienor y la menor de sus hijas murieron pocos días después. La fiebre fue cruel en esa región.
—Ginebra no quiso asistir al entierro; su padre no se hizo amar. Arturo quiere consultarla para nombrar a un regente. Dice que ahora el reino es suyo y que, si tuvieran hijos, sería para el segundo. Pero ya no parece probable que Ginebra tenga siquiera uno.
Kevin asintió lentamente.
—Sí; tuvo un aborto antes de la batalla de Monte Badon y estuvo muy enferma. Desde entonces no me ha llegado ningún rumor de que estuviera grávida. ¿Qué edad tiene?
—Al menos veinticinco —dijo Morgana, aunque no estaba segura después de haber estado tanto tiempo en el país de las hadas.
—Es mucho para un primer alumbramiento. Aunque sin duda reza pidiendo un milagro, como todas las mujeres estériles. ¿Qué le impide concebir?
—No soy partera. Parece muy sana, pero se ha despellejado las rodillas de tanto rezar y sigue sin haber señales.
—¡Que los dioses tengan piedad de esta tierra, si el gran rey muere sin dejar un hijo varón! —dijo Kevin—. Ahora no existe la amenaza sajona para impedir que los reyezuelos rivales se arrojen unos contra otros, haciéndola pedazos. Al menos ya no hay nada que temer de Lothian, a menos que Morgause se busque un amante con ambición al trono.