—Aun así, nadie puede mandar sobre la conciencia ajena.
Ni siquiera los sabios lo saben todo. Y tal vez Dios tiene propósitos que no podemos ver.
—Puesto que yo sé distinguir el bien del mal, ¿no tengo que temer el castigo de Dios por no impedir que mi pueblo peque? —inquirió Ginebra—. Si fuera el rey ya lo habría hecho.
—En ese caso, señora, agradezco que no lo seáis. Un rey tiene que proteger a su pueblo de invasores extranjeros, no dictarles lo que tiene que sentir su corazón.
Pero Ginebra había debatido acaloradamente.
—El rey es protector de su pueblo, ¿y de qué sirve proteger el cuerpo si se permite que el alma caiga en malos procederes? Recordad, señor Merlín, que las madres de esta tierra me envían a sus hijos para que aprendan a comportarse en la corte. ¿Qué clase de reina sería yo si permitiera que esas niñas se comportaran impúdicamente y concibieran bastardos?
—Eso es diferente. Se os confía a doncellas demasiado jóvenes para manejarse solas y, como madre, tenéis que educarlas correctamente —reconoció Taliesin—. Pero el rey manda sobre hombres adultos.
—¡Dios no ha dicho que haya una ley para la corte y otra para los campesinos! Todos tienen que respetar sus mandamientos. ¿Qué pasaría si mis damas y yo saliéramos a los campos para comportarnos tan desvergonzadamente?
Taliesin replicó sonriendo:
—No creo que lo hicierais, señora. He notado que no os gusta mucho salir al aire libre.
—He recibido una buena educación cristiana y prefiero no hacerlo —repuso Ginebra con voz áspera.
Los descoloridos ojos azules la miraron por entre una red de arrugas y manchas.
—Pensad, querida señora: hace apenas doscientos años, en este país del Estío estaba estrictamente prohibido adorar a Cristo, para no privar a los dioses de Roma de lo que les correspondía por justicia. Y hubo cristianos que prefirieron morir a quemar una pizca de incienso delante de los ídolos. ¿Querríais hacer de vuestro Dios un tirano tan grande como cualquier emperador romano?
—Pero Dios es real y vos habláis sólo de ídolos —adujo Ginebra.
—No más que la imagen de la Virgen María que Arturo llevó a la batalla: una imagen para dar consuelo a los fieles. Yo como druida, puedo pensar en mi Dios y él estará conmigo, pero los que han nacido una sola vez necesitan sus imágenes.
Ginebra sospechó que el argumento tenía algún detecto pero no podía debatir con Merlín, que era viejo y pagano.
Ginebra recordó aquella conversación meses después al despertar de su sueño. Sin duda Morgana le habría aconsejado ir con Lanzarote a las fogatas, y Arturo casi le había dado su autorización… Apartó de sí el mantel de altar. Continuaría trabajando cuando estuviera más tranquila.
Se oyó acercarse a la puerta el paso desigual de Cay.
—Señora —dijo—. el rey me manda preguntaros si podéis bajar al patio de armas. Hay algo que desea enseñaros.
Ginebra hizo un gesto a sus damas:
—Elaine, Meleas, acompañadme —dijo—. Las otras podéis venir o quedaros a trabajar, como gustéis.
Sólo una de las mujeres, ya entrada en años y algo corta de vista, prefirió continuar hilando: las otras siguieron a Ginebra.
Por la noche había nevado, pero el invierno iba perdiendo fuerzas y la nieve se estaba fundiendo rápidamente al sol. Por entre la hierba asomaban las hojas de algunos bulbos; dentro de un mes aquello sería un campo florido. Ginebra había hecho trasplantar todas las plantas a la huerta, respetando los parches de flores silvestres, y Arturo había hecho su patio de armas algo más arriba.
Mientras cruzaban el prado levantó una mirada tímida. Aquel lugar era muy abierto y estaba muy cerca del cielo. Cuando llovía era como estar en una isla de niebla: en días de sol, en cambio, desde lo alto de la colina se veía un amplio panorama de bosques y cerros, como si se estuviera muy cerca del cielo. Sin duda no era correcto que los simples mortales pudieran ver tan a lo lejos.
No fue Arturo quien le salió al encuentro, sino Lanzarote. Estaba más hermoso que nunca. Ahora que ya no tenía que ponerse el casco de guerra, se había dejado crecer el pelo, que se rizaba sobre sus hombros, y una barba corta. A Ginebra le gustaba, aunque el rey lo provocaba, tratándolo de vanidoso.
—El rey os está esperando, señora —dijo Lanzarote cogiéndola del brazo para acompañarla hasta los asientos que Arturo había hecho instalar cerca de la barandilla de madera del campo de ejercicios.
Arturo se inclinó ante ella y la cogió de la mano.
—Siéntate junto a mí, Ginebra. Te he hecho venir para enseñarte algo especial. Mira.
Un grupo de caballeros jóvenes y algunos de los muchachos que servían en la casa real, divididos en dos grupos, se entrenaban en el combate con palos de madera y grandes escudos.
—Mira al más alto, el de la camisa raída color azafrán. ¿No te recuerda a alguien?
Ginebra observó al joven, que utilizaba diestramente la espada y el escudo. Se apartó de los otros para atacar con furia, y uno retrocedió tambaleándose y otro quedó inconsciente. Era casi un niño de barba incipiente, con rosado rostro de querube, pero ya medía casi dos varas de estatura y tenía espaldas de buey.
—Pelea como un demonio —comentó Ginebra—, pero, quién es? Me parece haberlo visto en la corte.
—Es aquel muchacho que no quiso dar su nombre cuando vino a la corte —explicó Lanzarote—. Lo entregasteis a Cay para que ayudara en las cocinas. Lo llaman «el Hermoso», por sus manos blancas y elegantes. Cay bromea mucho sobre estropearlas mondando hortalizas.
—Pero el muchacho nunca le contesta —gruñó Gawaine, al otro lado de Arturo—. Podría destrozarlo sólo con las manos, pero se limita a decir que no estaría bien golpear a quien quedó inválido al servicio del rey.
Lanzarote comentó con ironía:
—Para Cay eso es peor que desmayarlo de un golpe; teme servir tan sólo para la cocina. Un día de éstos, Arturo, tendríais que buscarle una gesta, aunque sólo sea ir tras el dragón del anciano Pelinor.
Elaine y Meleas ocultaron una risita tras la mano. Arturo dijo:
—Bueno, así será. Cay es demasiado bueno y leal para agriarse así. Como sabéis, quise darle Caerleon, pero no aceptó para poder servirme. Pero este niño, este Hermoso, ¿no te recuerda a alguien, mi señora?
Ginebra estudió al joven, que cargaba contra el resto del grupo adversario, con el cabello rubio suelto al viento. Tenía la frente amplia y la nariz grande. Más allá de Arturo había una nariz idéntica y los mismos ojos azules, aunque escondidos tras un mechón rojo.
—Vaya, se parece a Gawaine —exclamó.
—Por Dios, sí —rió Lanzarote—. Y yo, que lo veo con tanta frecuencia, no me percaté. No tenía una sola camisa. Yo le di la que lleva.
—Y otras cosas —intervino Gawaine—. Me habló de tu regalos. Fuiste muy noble al ayudarlo, Lanzarote.
Arturo se volvió hacia él, sorprendido.
—¿Es de tu familia, Gawaine? Ignoraba que tuvieras un hijo.
—No, mi rey. Es Gareth, mi hermano menor. Pero me rogó que no lo dijera. Asegura que me habéis favorecido por ser primo vuestro, mientras que él quiere ganar por sus obras el favor de la corte y del gran Lanzarote.
—Qué tontería —dijo Ginebra.
Pero el caballero del lago sonrió.
—No: ha sido honorable. A menudo he lamentado no haber tenido el coraje de hacer lo mismo, en vez de permitir que se me tolere por ser el bastardo de Ban.
Arturo le apoyó una mano en la muñeca.
—No temas eso, amigo; todos saben que eres el mejor de mis caballeros y el más cercano a mi trono. —Luego se volvió hacia el pelirrojo—. Tampoco a ti, Gawaine, te favorecí por ser mi pariente y mi heredero, sino por leal y por haberme salvado diez veces la vida. Conque éste es tu hermano y yo no lo sabía.
—Tampoco yo cuando vino a la corte. Cuando lo vi por última vez, en vuestra coronación, no llegaba a la empuñadura de mi espada. Ahora… ya veis. —Lo señaló con un gesto—. Pero al verlo en las cocinas pensé que sería algún bastardo de mi padre; fue entonces cuando lo reconocí y me rogó que no revelara su identidad.
—Bueno, un año bajo las duras enseñanzas de Cay convierten en hombre a cualquier niño faldero —comentó Lanzarote—. Se ha comportado de forma muy viril, por cierto.
—Me extraña que no lo reconocieras, Lanzarote —observó Gawaine cordialmente—. En las bodas de Arturo estuvo a punto de conseguir que os matarais. ¿No recordáis que lo entregasteis a mi madre para que le diera una paliza?
—Después de lo cual estuve a punto de partirme la cabeza. Lo recuerdo, sí —rió el caballero—. Pero ha superado holgadamente a los otros muchachos y tiene que practicar con hombres. Podría llegar a ser el mejor. ¿Me autorizáis, señor?
—Haz lo que te plazca, amigo mío.
Lanzarote se quitó la espada y se la entregó a Ginebra, diciendo:
—Guardadme esto, señora.
Luego saltó la cerca y, cogiendo uno de los bastones de madera para las prácticas, corrió hacia el muchachote rubio.
—Ya eres demasiado grande para estos niños; ven a medirte con alguien de tu tamaño.
Ginebra pensó, súbitamente atemorizada: «¿De su tamaño?. ¡Pero si Lanzarote no es mucho más alto que yo! ¡El joven Hermoso le lleva casi una cabeza!» Por un momento el niño vaciló, pero un gesto alentador de Arturo le encendió la cara de feroz alegría. Cargó contra Lanzarote, con su fingida arma en alto, pero al descargar el golpe se llevó una sorpresa: Lanzarote lo había esquivado, girando en redondo, y le asestó un golpe en el hombro. Aunque frenó el bastón para que tan sólo lo tocara, le desgarró la camisa. Gareth se recuperó a tiempo para frenar el segundo golpe. Por un momento Lanzarote resbaló en el césped húmedo y quedó de rodillas ante el muchacho.
El Hermoso dio un paso atrás. El capitán se puso de pie, gritando:
—¡Idiota! ¡Supón que hubiera sido un gran guerrero sajón!
Y le asestó un golpe en la espalda; el niño quedó tendido en medio del patio, aturdido. Lanzarote corrió a inclinarse hacia él.
—No quería hacerte daño, hijo, pero tienes que mantener mejor la guardia. —Le ofreció el brazo—. Anda, apóyate en mí.
—Me honráis, señor —dijo el muchacho enrojeciendo—. Y me hizo bien sentir vuestra fuerza.
El caballero le dio una palmada en el hombro.
—Ojalá luchemos siempre en un mismo bando, Hermoso —dijo.
Mientras iba a reunirse con el rey, el joven recogió su espada; sus compañeros de juego se apiñaron a su alrededor, bromeando.
—Bien hecho, Lanzarote —sonrió Arturo—. Será un gran caballero, como su hermano. —Y le dijo a Gawaine—: No le digas que conozco su nombre, primo. Dile sólo que le he visto y que en Pentecostés lo haré caballero, si viene a pedirme una espada digna de su rango.
—Gracias, rey y señor mío —dijo Gawaine radiante—. Ojalá os sirva tanto como yo.
Arturo comentó, afectuoso:
—Difícilmente. He tenido suerte con mis amigos y compañeros.
Ginebra pensó que, ciertamente, su esposo inspiraba amor y devoción en todos. Ése era el secreto de su reinado, pues aunque era muy diestro en la batalla, no era un gran combatiente y más de una vez resultaba derribado en las justas. En vez de enfadarse, comentaba de buen humor que se alegraba de tener tan buenos amigos para custodiarlo.
Poco después, los muchachos recogieron las armas de prácticas y se retiraron. Arturo llevó entonces a Ginebra a su sitio favorito de la muralla, desde donde se dominaba todo el ancho valle. Ella, mareada, se aferró a la pared. Desde allí se veía la isla donde había nacido, el país del rey Leodegranz y algo más al norte, la isla que se enroscaba como un dragón dormido.
—Tu padre envejece y no tiene hijos varones —dijo Arturo—. ¿Quién lo reemplazará?
—No lo sé. Probablemente espera que designes a un regente para que gobierne en mi nombre —dijo Ginebra, mirando más allá—. Tu padre, Uther, ¿también fue coronado rey en la isla del Dragón?
—Eso me dijo la Dama del Lago. Y por eso juró proteger siempre la religión antigua y Avalón, al igual que yo —respondió Arturo, reflexivo.
Ginebra se preguntó qué tonterías paganas le estarían llenando la cabeza.
—Pero cuando te volviste hacia el único Dios verdadero, Él te concedió aquella gran victoria, para que expulsaras a los sajones de esta isla de una vez para siempre. Y te ha dado todo este país para que gobiernes como rey cristiano.
—Mis ejércitos expulsaron a los sajones, pero en adelante podría ser castigado por faltar a mi juramento —observó Arturo.
Ginebra detestaba verle en la cara las arrugas de pesadumbre y temor. Se apartó un poco hacia el sur. Aguzando la vista se llegaba a ver el extremo de la iglesia de San Miguel, que se elevaba en el Tozal. Pero a veces se desdibujaba ante sus ojos, y entonces creía ver la colina coronada por un círculo de piedras. Las monjas de Glastonbury decían que así había sido en los malos tiempos del paganismo. Probablemente eran sus pecados los que le hacían ver el reino pagano. Cierta vez había soñado que estaba tendida con Lanzarote entre las piedras, ofreciéndole lo que nunca le había dado…
Lanzarote. Era tan bueno que nunca le pedía sino lo que una esposa cristiana pudiera dar sin deshonor. Sin embargo, el mismo Cristo lo había dicho: «Quien mira a una mujer con lascivia ya ha cometido adulterio con ella en su corazón.» Había pecado con Lanzarote y ambos estaban condenados. Estremecida, apartó los ojos del Tozal, temiendo que Arturo le hubiera leído los pensamientos, pues acababa de mencionar al caballero del lago.
—¿No te parece, Ginebra, que ya es hora de que Lanzarote se case?
Ella se obligó a mantener la voz calma.
—El día en que te pida esposa, rey y señor mío, tendrás que dársela.
—Pero no me la pedirá. No quiere abandonarme. La hija de Pelinor, que es tu prima, ¿crees que le convendría?
—Tienes razón, sin duda —reconoció—. Elaine lo sigue con los ojos, deseosa de recibir una palabra amable o una simple mirada. —Aunque le destrozara el corazón, quizá fuera mejor casarlo. Lanzarote era demasiado buena persona para estar atado a una mujer que no podía darle nada. Y cuando ya no estuviera cerca, ella podría hacer la firme promesa de no pecar más.
—Bueno, volveré a discutir el tema con él. Dice que no quiere casarse, pero le haré entender que eso no significa abandonar mi corte. ¿No sería bueno que nuestros hijos pudieran contar con el apoyo de los suyos, algún día?