Las memorias de Sherlock Holmes (18 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

BOOK: Las memorias de Sherlock Holmes
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Durante cuatro años dejé de verlo, hasta que una mañana se presentó en mi habitación de Montague Street. Poco había cambiado; vestía como un joven a la moda —siempre había tenido un toque de dandy— y conservaba aquella misma actitud tranquila y suave que siempre le había distinguido.

—¿Cómo te van las cosas, Musgrave? —le pregunté, después de habernos estrechado cordialmente la mano.

—Te habrás enterado probablemente de la muerte de mi pobre padre —repuso—. Nos dejó hace cosa de un par de años. Desde entonces he tenido que administrar las fincas de Hurlstone, como es natural y, puesto que también soy miembro del Parlamento por mi distrito, he llevado una vida muy atareada. Pero tengo entendido, Holmes, que estás canalizando con fines prácticos aquellas facultades con las que solías sorprendernos.

—Sí —contesté—, he optado por vivir de mi ingenio.

—Me agrada oírlo, porque en este momento tu consejo me resultará extraordinariamente valioso. Han ocurrido algunas cosas muy extrañas en Hurlstone, y la policía no ha sido capaz de arrojar ninguna luz sobre el asunto. Se trata, en realidad, de un asunto de lo más extraordinario e inexplicable.

—Puede imaginar con qué interés lo escuchaba, Watson, pues parecía como si aquella oportunidad que yo había estado anhelando durante aquellos meses se presentara por fin. En mi fuero interno, creía que saldría airoso allí donde otros habían fracasado, y ahora tenía la posibilidad de ponerme a prueba.

—Por favor, dame todos los detalles —exclamé.

Reginald Musgrave se sentó frente a mí y encendió el cigarrillo que yo le había ofrecido.

—Debes saber —comenzó— que, aunque yo esté soltero, tengo que mantener una considerable plantilla de sirvientes en Hurlstone, pues es una mansión antigua, muy grande e intrincada, y requiere mucha atención. También tengo un vedado y en la temporada del faisán suelo dar fiestas en casa, por lo que no podría ir escaso de personal. En conjunto, hay ocho criadas, una cocinera, el mayordomo, dos lacayos y un muchacho. Jardín y establos, desde luego, cuentan con una plantilla aparte.

De todos estos sirvientes, el que llevaba más tiempo a nuestro servicio era Brunton, el mayordomo. Cuando lo contrató mi padre, era un joven maestro de escuela sin destino, pero demostró ser un hombre de gran energía y mucho carácter, y pronto se hizo indispensable en la casa. Era un individuo alto y bien plantado, con una frente despejada y, aunque lleva veinte años con nosotros, no puede tener ahora más de cuarenta. Con sus ventajas personales y sus dotes extraordinarias, ya que habla varios idiomas y toca prácticamente todos los instrumentos musicales, es extraordinario que se haya resignado tanto tiempo a ocupar este puesto, pero supongo que se sentía a sus anchas con él y le faltaban energías para efectuar un cambio. El mayordomo de Hurlstone es siempre algo que recuerdan todos aquellos que nos visitan.

Pero este dechado de perfección tiene un defecto: es un poquitín don Juan, y ya puedes imaginar que, para un hombre como él, no es un papel muy difícil de representar en un tranquilo distrito rural.

Mientras estuvo casado, todo fue muy bien, pero, desde que enviudó, nos ha dado muchos quebraderos de cabeza. Hace unos meses, tuvimos la esperanza de que se dispusiera a sentar de nuevo la cabeza, pues se prometió con Rachel Howells, nuestra segunda camarera, pero ya la ha dejado y se dedica a Janet Tregellis, la hija del guardabosque mayor. Rachel, que es muy buena chica, pero tiene un excitable temperamento galés, sufrió un arrebato de fiebre cerebral, y ahora circula por la casa, o al menos así lo hacía hasta ayer, como un alma en pena y una sombra de lo que había sido. Tal fue nuestro primer drama en Hurlstone, pero un segundo drama nos lo borró de la cabeza, precedido por la caída en desgracia y el despido del mayordomo Brunton. Así ocurrieron las cosas.

Ya he dicho que era un hombre inteligente, y precisamente esta inteligencia ha causado su ruina, ya que al parecer le produjo una curiosidad insaciable respecto a cosas que ni mucho menos le concernían. Yo no barrunté lo muy lejos a lo que esto le llevaría, hasta que un ínfimo incidente me abrió los ojos.

También he dicho que el caserón es grande e intrincado. Una noche de la semana pasada, el jueves por la noche, para ser más exacto, constaté que no me era posible dormir, ya que después de la cena había cometido la imprudencia de tomar una taza de fuerte café noir. Después de luchar con el insomnio hasta las dos de la madrugada, comprendí que todo era inútil, por lo que me levanté y encendí la vela con la intención de continuar una novela que estaba leyendo. Sin embargo, había dejado el libro en la sala de billar, en vista de lo cual me eché la bata encima y me dispuse a ir a buscarlo.

Para llegar hasta allí, tenía que bajar un tramo de escalera y después cruzar el comienzo de un pasadizo que conduce a la biblioteca y a la armería. Puedes imaginar mi sorpresa cuando, al mirar a lo largo de este pasillo, vi un destello de luz procedente de la puerta abierta de la biblioteca. Yo mismo había apagado la lámpara y cerrado la puerta antes de ir a acostarme. Naturalmente, lo primero que pensé fue en ladrones. En Hurlstone, los pasillos tienen sus paredes decoradas en gran parte con trofeos a base de armas antiguas. De uno de ellos descolgué un hacha de combate y, dejando la vela detrás mío, avancé de puntillas por el pasadizo y atisbé a través de la puerta abierta.

Quien se encontraba en la biblioteca era Brunton, el mayordomo. Estaba sentado en un sillón, con una hoja de papel que parecía un mapa sobre su rodilla, y la frente apoyada en su mano, como sumido en profundos pensamientos. Estupefacto, me quedé mirándolo desde la oscuridad. Una velita larga y delgada, colocada junto al borde de la mesa, proyectaba una débil luz que bastó para indicarme que estaba totalmente vestido. De pronto, mientras yo miraba, abandonó el sillón, se encaminó hacia un escritorio situado a un lado y abrió uno de los cajones. De éste sacó un papel y, volviendo a su asiento, lo alisó junto a la velita y contra el borde de la mesa. Seguidamente empezó a estudiarlo con profunda atención. Me invadió tal indignación por su desparpajo y la forma tan hogareña de examinar nuestros documentos familiares, que di un paso adelante y Brunton, alzando la vista, me descubrió enmarcado en el umbral. Se levantó de un salto, el miedo dio un tono lívido a su semblante y ocultó en su pecho el papel parecido a un mapa que antes había estado estudiando.

—¡Muy bien! —exclamé—. ¿Así nos paga la confianza que hemos puesto en usted? Mañana mismo abandonará mi servicio.

Se inclinó con el aspecto del hombre que se siente completamente aplastado y pasó junto a mí sin pronunciar palabra. La vela seguía sobre la mesa y a su luz eché un vistazo para saber qué era el papel que Brunton había sacado del escritorio. Con sorpresa, constaté que no era nada que tuviera importancia, sino tan sólo una copia de las preguntas y respuestas en el singular y antiguo ceremonial conocido como Ritual de los Musgrave. Es una especie de ceremonia peculiar de nuestra familia, por la que cada Musgrave, a lo largo de los siglos, ha pasado al llegar a su mayoría de edad, una cosa de interés privado y acaso de una cierta pequeña importancia para el arqueólogo, como nuestros escudos y blasones, pero sin el menor uso práctico.

—Mejor será que después volvamos a hablar de este papel —dije yo.

—Si lo consideras realmente necesario... —contestó Musgrave, no sin cierto titubeo—. Siguiendo con mi relato, te diré que volví a cerrar el escritorio, utilizando la llave que Brunton había dejado, y ya me había vuelto para marcharme, cuando quedé sorprendido al descubrir que el mayordomo había regresado y se encontraba de pie ante mí.

—Señor Musgrave, mi señor —exclamó con una voz ronca por la emoción—, no puedo soportar este deshonor. Siempre me he enorgullecido de mi situación en la vida y caer en desgracia me mataría. Mi sangre caerá sobre su cabeza, señor, se lo juro, si me induce al desespero. Si no puede usted conservarme a su lado después de lo que ha pasado, por el amor de Dios déjeme que me despida yo y me marche dentro de un mes, como si fuera por mi propia voluntad. Esto podría soportarlo, señor Musgrave, pero no que se me eche delante de toda la gente que tan bien me conoce.

—No merece tantas consideraciones, Brunton —repliqué yo—. Su conducta no ha podido ser más infame. No obstante, puesto que lleva largo tiempo con la familia, no deseo que caiga sobre usted la vergüenza pública. Sin embargo, un mes es demasiado largo. Márchese dentro de una semana y dé la razón que quiera para justificar su partida.

—¿Solo una semana, señor? —exclamó con la desesperación en la voz—. Quince días... digamos al menos quince días.

—Una semana —repetí—, y debe admitir que se le ha tratado con gran benevolencia.

Se retiró arrastrando los pies y con el rostro hundido en su pecho, como un hombre hecho añicos, y yo apagué la luz y volví a mi habitación.

Durante un par de días después de lo ocurrido, Brunton se mostró más asiduo que nunca en el cumplimiento de sus obligaciones. Yo no hice la menor alusión a lo que había pasado y, no sin cierta curiosidad, quise ver cómo ocultaba su desgracia. Sin embargo, la tercera mañana no se dejó ver, como era su costumbre, después del desayuno a fin de recibir mis instrucciones para la jornada. Al salir del comedor, me encontré casualmente con Rachel Howells, la camarera. Ya te he contado que hacía muy poco que se había restablecido de una enfermedad y su rostro estaba tan pálido y macilento que la reprendí por haberse reintegrado al trabajo.

—Deberías estar en cama —le dije—. Vuelve a tus obligaciones cuando te sientas más fuerte.

Me miró con una expresión tan extraña que empecé a sospechar que su cerebro pudiera estar afectado.

—Estoy fuerte, señor Musgrave —me contestó.

—Veremos lo que dice el médico —dije—. De momento, deja de trabajar y, cuando bajes, dile a Brunton que quiero verle.

—El mayordomo se ha marchado —anunció.

—¿Que se ha marchado? ¿Adónde?

—Se ha marchado y nadie lo ha visto. No está en su habitación. ¡Sí, se ha marchado, ya lo creo que se ha marchado!

Se dejó caer de espaldas contra la pared, lanzando agudas carcajadas, mientras yo, horrorizado ante ese repentino ataque de histeria, me precipitaba hacia la campanilla para pedir auxilio. La joven fue conducida a su habitación, entre gritos y sollozos, mientras yo indagaba qué se había hecho de Brunton. No cabía duda de que había desaparecido. No había dormido en su cama, nadie lo había visto desde que la noche anterior se retiró a su habitación y, sin embargo, resultaba difícil averiguar cómo había podido salir de la casa, ya que por la mañana tanto ventanas como puertas se encontraron debidamente cerradas. Sus ropas, su reloj e incluso su dinero se encontraban en su habitación, pero faltaba el traje negro que usualmente llevaba. También habían desaparecido sus zapatillas, pero había dejado sus botas. ¿Adónde pudo haber ido, pues, el mayordomo en plena noche, y dónde podía estar ahora?

Desde luego, registramos la casa desde el sótano hasta las buhardillas, pero no se halló traza de él. Es, como ya he dicho, un viejo caserón laberíntico, en especial el ala original, hoy prácticamente deshabitada, pero recorrimos todas las habitaciones y el sótano sin descubrir el menor vestigio del desaparecido. A mí me resultaba increíble que hubiese podido marcharse, abandonando todas sus pertenencias y, sin embargo, ¿dónde podía estar? Llamé a la policía local sin el menor resultado. Había llovido la noche anterior y examinamos el césped y los caminos alrededor de la casa, pero en vano. Y así estaban las cosas, cuando un nuevo suceso desvió nuestra atención respecto al misterio anterior.

Durante dos días, Rachel Howells había estado tan enferma, delirando en ciertos momentos e histérica en otros, que se había buscado una enfermera para que la velara por la noche. La tercera noche después de la desaparición de Brunton, la enfermera, al ver que su paciente dormía pacíficamente, se adormeció a su vez en una butaca, y cuando despertó a primera hora de la mañana encontró la cama vacía, la ventana abierta y ninguna traza de la enferma.

Me despertaron en el acto y, acompañado por dos lacayos, inicié al momento la búsqueda de la muchacha desaparecida. No fue difícil determinar la dirección que habla tomado, puesto que, comenzando por debajo de su ventana, pudimos seguir fácilmente las huellas de sus pisadas a través del césped hasta el borde del estanque, donde desaparecían, junto al camino de tierra que sale de la finca. El lago tiene allí ocho pies de profundidad; puedes imaginar lo que pensamos al ver que la pista de aquella pobre desequilibrada terminaba al borde del mismo.

Desde luego, en seguida buscamos medios de rastreo y se iniciaron los trabajos para recuperar sus restos, pero no pudimos encontrar trazas del cadáver. En cambio, sacamos a la superficie un objeto de lo más inesperado. Era una bolsa de lona que contenía un bloque de viejo metal oxidado y descolorido, así como unos cuantos guijarros y trozos de vidrio deslustrado. Este extraño hallazgo fue todo lo que pudimos sacar del estanque y, aunque ayer efectuamos todas las búsquedas e indagaciones posibles, nada sabemos de lo que haya podido ocurrirles a Rachel Howells o a Richard Brunton. La policía del condado se muestra impotente y yo acudo a ti como último recurso.

Puede usted imaginar, Watson, con qué afán escuché esta extraordinaria secuencia de hechos, y me esforcé en ensamblarlos y en buscar un hilo común del que pudieran colgar todos.

El mayordomo había desaparecido. La camarera había desaparecido. La camarera había amado al mayordomo, pero después había tenido motivos para odiarlo. Era una joven de sangre galesa, violenta y apasionada. Se había mostrado terriblemente excitada inmediatamente después de la desaparición de él. Había arrojado al lago una bolsa de curioso contenido. Todos éstos eran factores que habían de ser tenidos en cuenta y, sin embargo, ninguno de ellos se situaba de lleno en el meollo del asunto. ¿Cuál era el punto de partida en esa cadena de eventos? En él radicaría el extremo final de tan embrollado ovillo.

—Debo ver aquel papel, Musgrave —dije—. Aquél que tu mayordomo juzgó que tanto merecía ser examinado, aun a riesgo de perder su colocación.

—Ese Ritual nuestro es más bien una cosa absurda —me contestó—, pero al menos lo excusa en parte el valor de la antigüedad. Tengo aquí una copia de las preguntas y respuestas, si es que te interesa echarles un vistazo.

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